PRÓLOGO

Anna...

Anna...

Despierta...

Me desperté incorporándome, sobresaltada. Al darme cuenta de que estaba en mi cama, sola en la habitación, me serené; rasqué lentamente mi enmarañado cabello y cogí el móvil para mirar el reloj. Tenía tiempo para arreglarme y llegar a clase de Autoras del siglo XX sin problema, así que me desperecé tranquilamente mientras me levantaba de la cama.

Me puse las zapatillas y fui hacia mi baño privado. Había tenido suerte, no todas las habitaciones de la residencia tenían; pero, al ser de segundo año, pude mudarme del cuchitril que compartía con mi amiga Lucille el curso pasado. No es que no me gustase estar con ella, simplemente siempre había preferido tener espacio para mí misma. 

Me miré al espejo y decidí que no me ducharía. El pelo castaño lo tenía totalmente revuelto debido a los reflejos rubios que hacía unos meses, cuando me los puse, parecían una buena idea. Pero mi dejadez en cuanto a mi cuerpo hizo que no me los volviese a retocar en este tiempo. Me lavé la cara y con el cepillo comencé a desenredarme el pelo. 

Mientras hacía este proceso intenté recordar el sueño. Llevaba unas semanas durmiendo mal y todas las mañanas me levantaba sudorosa y sin poder acordarme de por qué estaba tan agitada. Solo mantenía en el recuerdo una voz suave y ronca de hombre que decía mi nombre, pero no sabía de quién era. Seguramente todo esto fuese por la presión de la beca: si no conseguía sacar buenas notas no podría conseguirla y eso supondría abandonar la universidad. Lawliet era de las más prestigiosas del país y había tenido mucha suerte en conseguir una plaza gratuita para estudiar Literatura. Mi familia era de clase media y les hubiese sido imposible costearla, por lo que puede que estos sueños fuese mi subconsciente, avisándome de que el estrés me estaba consumiendo.

Me lavé los dientes y volví a la habitación. Hice la cama antes de continuar y abrí el armario. La ropa estaba perfectamente colocada, pues tenía la manía de ponerlo todo en conjuntos y colores para ganar el tiempo que, para mí, era tan preciado. Elegí unos vaqueros altos y anchos, un jersey fino de color amarillo, un cinturón marrón y unas zapatillas del mismo tono amarillo que el jersey. Según describían mis autoras favoritas, era una mujer con muchas curvas, un generoso busto y un trasero respingón; pero yo sabía la verdad: estaba gorda. Y era algo que llevaba con mucho estilo y orgullo. Mis inseguridades me golpeaban muchas veces en privado, pero siempre había tenido muy buen gusto para la ropa y sabía sacarme el mayor partido posible. Desnuda era otra cosa, pero vestida me sentía genial conmigo misma.

Doblé el pijama y lo coloqué debajo de la almohada. Cogí el ordenador y lo guardé en un bolso marrón donde tenía los cuadernos, materiales y libros que necesitaría para el día y me dispuse a salir de la habitación. Siempre he sido una enamorada de los artículos de papelería: bolígrafos de todos los colores, libretas pequeñas y grandes, portaminas y estuches... Entre eso, los libros y el tabaco, que fumaba de vez en cuando, tenía que tener cuidado si no quería dejar mis ahorros a cero.

Al abrir la puerta me sobresalté, pues mi amiga Sonia estaba esperándome con los brazos cruzados.

—Sonia, ¡qué susto me has dado! —dije mientras cerraba la puerta con llave.

—¡Qué exagerada eres, Anna! —contestó colocándose un mechón de su perfecto pelo rubio detrás de la oreja—. ¿Por qué tienes esa cara? Deberías maquillarte, qué poco sabes aprovecharte...

Le di la espalda y continué bajando por las escaleras. La residencia era un edificio antiguo que estaba perfectamente decorado y restaurado, como toda la universidad. Nuestra habitación se encontraba en el primer piso y no tardé en llegar a la puerta principal. Cuando intenté salir, Sonia se interpuso entre  la salida y yo con cara de pocos amigos.

—Bueno, ¿has decidido qué vas a hacer esta noche?

—Sonia, no me apetece nada ir a la fiesta. Tengo que estudiar todo el fin de semana. 

—Solo piensas en estudiar, pero ¿qué pasa con tus amigas? También te necesitamos.

Ya sabía para qué me necesitaban. Mi hermano Rob era de la hermandad que organizaba la fiesta y sin mí lo tendrían difícil para entrar. Él estaba en último año y sus compañeros eran muy selectivos en lo que se refería a chicas de años inferiores, pero la hermana del capitán del equipo de fútbol no tendría impedimento para pasar.

—De acuerdo —dije, suspirando—. Os acompañaré, pero me iré enseguida.

—¡Gracias, Ann! Eres la mejor. Se lo diré a las chicas —contestó dándome un abrazo y volviéndose hacia las habitaciones con el móvil en la mano.

Conseguí salir del edificio y me dirigí hacia la facultad. El otoño estaba siendo muy suave, la temperatura era perfecta para pasear bajo el sol. Los colores amarillos, marrones y naranjas de la vegetación del campus y el aire fresco hacían que sintiese una paz renovada que se vio truncada al mirar la hora en el reloj de la torre de la facultad de Derecho. Al final, iba a llegar tarde a clase y eso era algo que me causaba mucha ansiedad. 

La vena controladora la había heredado de mi madre. Ella siempre estaba pendiente de la limpieza, la puntualidad, los planes bien trazados y, por supuesto, de las calorías. Era uno de nuestros mayores puntos de discrepancia porque, aunque siempre evitando parecer incorrecta, intentaba controlar todo lo que comiese. Cuando crecí se dio por vencida y, aunque seguían doliéndome sus comentarios sobre la talla 46, aprendimos a vivir con ello. Gracias al cielo solo me inculcó la manía por llegar siempre pronto a los sitios, algo que si no conseguía me causaba un dolor en el pecho que tardaba en desaparecer.

Aceleré el paso para llegar cuanto antes. Estaba empezando a sudar y mi pelo se estaba alborotando demasiado con el viento, pero no me importó. Justo cuando estaba llegando a la última esquina, por debajo de unos portales de piedra, sentí cómo me chocaba contra algo y caí al suelo, desorientada, mientras gritaba.

Me toqué el trasero sin parar de quejarme, había dolido. Pensé en hacerme una coleta en cuanto me levantase, pues el pelo empezaba a ser una molestia demasiado grande. Miré al suelo y había muchos naipes esparcidos por todos lados, algo que me extrañó muchísimo ver en un contexto universitario. De repente, una mano grande apareció en mi campo de visión para ayudarme a ponerme en pie y escuché una voz grave y familiar que me hizo asustarme, pues parecía tratarse de la misma voz que me despertaba todos los días en sueños.

—¿Estás bien?

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