Capítulo 2


Mini-maratón 1/2


Caleb

Sabía que estaba metido en un buen problema incluso antes de ir a ver a su jefe.

Nadie hubiera sospechado de esa vieja fábrica de no haber sido por los dos hombres que aguardaban junto al camino a la parte trasera del edificio. Ni siquiera se molestaron en hacer un gesto cuando Caleb pasó entre ellos y aparcó el coche junto a los vehículos de lujo que había ahí atrás. 

Se metió las llaves en el bolsillo por el camino, empujando la puerta trasera del edificio con el hombro. Otro hombre lo miró, pero también lo dejó pasar. Lo mismo sucedió cuando cruzó el pasillo y subió las escaleras hacia el primer piso. Un último hombre estaba apoyado junto a una de las múltiples puertas de ese pasillo, fumando un cigarrillo. Lo saludó con la cabeza al pasar.

Caleb entró en una antigua sala común de empleados que había sido reconvertida en despacho. El contraste del interior del edificio con el exterior era abismal. Por fuera, solo era una fábrica abandonada a las afueras de la ciudad a la que nadie prestaba atención. Por dentro, los cuadros caros, los muebles de lujo y el olor a puro lo inundaba todo. Especialmente en el despacho que acababa de entrar; el de Sawyer, su jefe.

Sawyer era de origen ruso, pero realmente había pasado toda su vida allí, así que Caleb nunca había entendido muy bien por qué tenía el acento tan marcado. Quizá lo fingía para parecer más interesante. Como si el traje caro y el pelo engominado no ayudara a parecerlo. Además, pese a que ya había cumplido los cuarenta años —o eso creía Caleb, al menos—, parecía bastante más joven.

Sawyer estaba de pie junto a la ventana del final del despacho. Tenía una mano en el bolsillo y un hombro apoyado en la ventana mientras fumaba un puro. Caleb detestaba el olor a puro y él lo sabía. Solo los fumaba cuando estaba cabreado con él. Era una buena manera —y silenciosa— de vengarse.

No necesitó decir nada para que Caleb se acercara a la ventana en silencio. Era mejor dejar que Sawyer dijera lo que tenía que decir.

Y eso hizo, precisamente.

—Axel me ha dicho que hubo un problema en el último trabajo —comentó sin mirarlo.

Y... estaba muy enfadado. La tensión en su tono de voz era evidente.

—Nada grave —aseguró Caleb.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que nos ocupamos del objetivo principal.

—¿Os ocupasteis? —repitió, girándose hacia él—. ¿Os vieron?

Caleb no le devolvió la mirada, pero supo que estaba empezando a cabrearse y probablemente cambiaría al otro idioma. Se expresaba mejor en ese a la hora de soltar palabrotas.

—¿Os vieron? —insistió Sawyer, precisamente, en el otro idioma.

—Sí —Caleb también cambió de idioma.

—¿Y se puede saber qué hiciste al respecto? Porque por lo que sé no hiciste demasiado.

—¿Qué pasa? ¿Ha venido Axel a llorar porque lo apunté con la pistola o qué?

—¿Apuntaste con una pistola a tu compañero? —repitió él, con una vena del cuello palpitándole.

—No le hice nada.

—¿Y si hubieras disparado? ¡Habría muerto uno de mis chicos por tu culpa!

—Si se hubiera disparado, te habría hecho un favor.

Sawyer se separó de la ventana, mirándolo fijamente.

—¿Tengo cara de estar de humor para esto?

—Dijiste que nada de muertos —le recordó Caleb.

—Me refería al que me debía dinero, no a una zorra entrometida. ¿Dejaste que se marchara?

Caleb no respondió cuando Sawyer se acercó. Notó el olor a humo incluso antes de que se lo soltara en la mejilla. A pesar de lo intimidante que podía resultar Sawyer, no era muy alto. O quizá Caleb lo era demasiado. Pero casi le sacaba una cabeza.

—¿Sí o no? —insistió—. ¿Dejaste que se fuera?

—Sí.

Sawyer soltó una maldición y se apartó de él. Caleb ni siquiera reaccionó.

—¿Has pensado en lo que podría pasar si le cuenta a alguien lo que vio?

—No lo hará.

—¿Y cómo lo sabes?

—Estaba aterrada. No dirá nada.

—¿Y cuando llevó a su jefe al hospital? ¿No crees que le preguntaron qué había pasado?

—La seguí. Dijo que se había caído por las escaleras. Axel hizo un giro limpio con el brazo, así que se lo creyeron.

Eso pareció calmar a Sawyer.

Normalmente, no era tan arisco. De hecho, Caleb le tenía mucho aprecio. Muchísimo. Solo... últimamente había estado de muy mal humor. Se alteraba con cualquier cosa y había doblado la seguridad que lo rodeaba. Era como si estuviera obsesionado con que alguien quería perseguirlo o algo así. Ya prácticamente ni salía de la fábrica.

Había pedido a Caleb que investigara la zona de su alrededor varias veces en busca de un rastro de alguien que no fuera de los suyos, pero no encontró nada. O nadie lo estaba persiguiendo, o se escondía muy bien. Caleb apostaba por lo primero.

—Aunque no haya dicho nada, no podemos estar seguros de que no cambiará de opinión —musitó Sawyer volviendo a su idioma común, dando otra calada al puro. Parecía pensativo—. Ya es tarde para matarla... por ahora. Pero hay alternativas. Y vas a tener que encargarte tú, porque tú fuiste quien inició todo el problema.

Caleb se giró hacia él al instante.

—Yo no soy Axel. No voy a torturar a nadie.

—No me digas que te da miedo torturar a una mujer.

—Es una niña.

—¿Una niña? —Sawyer soltó una risa despectiva—. ¿Cuántos años tiene? ¿Seis?

—Unos diecinueve.

—Entonces, ya no es una niña. Tú solo tienes cuatro años más que ella.

—No voy a hacerle daño, Sawyer.

Hubo unos segundos de silencio y, pese a que la mirada de su jefe no era de satisfacción, Caleb no tenía ninguna intención de cambiar de opinión.

Él debió darse cuenta, porque al final asintió con la cabeza,

—Como quieras —concluyó al final—. Confío en ti. Nunca me has metido en problemas y sé que no empezarías a hacerlo ahora. No como los demás.

Hizo una pausa, pensativo.

—Pero vas a tener que asegurarte de que no hable igualmente. Y descubrir tanto de ella como te sea posible. Si no quieres hacer que guarde silencio de una forma más... mhm... persuasiva... vas a tener que poder amenazarla con algo.

Caleb le puso mala cara.

—¿Me estás pidiendo que la siga?

—Pues sí —le dedicó media sonrisa—. Vamos, no te será difícil. Tus... mhm... habilidades especiales harán que te sea más fácil. 

—No me estoy quejando de la dificultad —frunció el ceño.

—Mira, estoy siendo comprensivo. Solo te digo que la sigas, que intentes encontrar algo que podamos utilizar en su contra en caso de que lleguemos a un punto crítico. Cuélate en su casa, investígala un poco, vigílala durante unos días... ya sabes cómo funciona esto.

—¿Qué soy ahora? ¿Su niñera?

—¿Prefieres eso o traérmela aquí para que la convenza yo de que cierre la boca?

Caleb apartó la mirada, frustrado.

—Eso pensaba —murmuró Sawyer.

—¿Y por cuánto tiempo tengo que encargarme de vigilar a esa chica? ¿Unos días?

A Sawyer pareció hacerle gracia su resignación.

—Una semana. O dos. Depende de los resultados. Puede que incluso un mes. Igual descubres que tu vocación siempre ha sido cuidar de niñas entrometidas.

Pasó por su lado sin decir más y se sentó en la silla de cuero tachonado del escritorio. Hizo un gesto a Caleb con la mano para que se marchara. Él se dirigió a la puerta casi al instante, poco satisfecho con la dichosa reunión. Sin embargo, todavía no había llegado cuando Sawyer lo llamó. No se molestó en girarse para escucharlo.

—Puedes empezar hoy mismo, keleb.


Victoria

Seguía teniendo miedo.

Tenía la sensación de que, en cualquier momento, un matón vestido de negro aparecería por su puerta y le doblaría el brazo sobre la espalda. O le haría cosas incluso peores. Se acurrucó mejor en la cama y le entraron ganas de llorar otra vez. Su único consuelo fue Bigotitos, acercándose a ella.

Pero tampoco es que quisiera consolarla. Solo intentaba meterse bajo las mantas y echarla de la cama, el muy desagradecido.

Bigotitos le dio con la patita en la mejilla. Al ver que Victoria no reaccionaba, directamente saltó sobre su cabeza y ella se levantó de golpe, irritada.

—¡Eres un pesado!

Miau.

—¿Quieres que venga yo a molestarte cuando duermes en el sofá?

Miau, miau.

—Pues eso. Déjame en paz. Ya sé que tengo trabajo.

Ella se pasó las manos por la cara, frustrada. El gato aprovechó para acomodarse en su almohada.

—Creo que hoy me llevaré el spray de pimienta.

Miau.

Supuso que eso era que estaba de acuerdo. O que se fuera para poder dormir mejor sobre su almohada.

Victoria no quería ir a trabajar. Ni siquiera quería salir de la cama. Había echado el pestillo a la puerta y se había atrincherado en su casa. Pero no le quedaba más remedio que salir si quería seguir ganando dinero, por poco que fuera —y aunque esa semana el capullo de su jefe fuera a quitarle la mitad—. Tenía que ir a trabajar.

Mientras se ponía el uniforme, recordó que el día anterior había hecho eso mismo sin pensar que terminaría en el hospital con Andrew intentando convencer a los médicos de que él se había caído por las escaleras. Probablemente no la creyeron, pero al menos no llamaron a la policía.

Victoria se sintió obligada a quedarse hasta las cuatro de la mañana ahí, básicamente hasta que Andrew apareció con el brazo medio inmovilizado y sedante suficiente como para dormir a un elefante. Ni siquiera podía hablar, solo balbuceaba. Victoria tuvo que pedir un taxi y quedarse con la cartera temblando cuando lo pagó hasta casa de Andrew. Menos mal que vivía encima del bar, porque sino tendría que haberlo llevado a su propia casa, y no era algo que le apeteciera demasiado.

Después de dejar a Andrew —que prácticamente se había dormido de pie al subir las escaleras—, volvió a casa caminando a toda velocidad y abrazándose a sí misma. 

Apenas había conseguido dormir. Cada vez que lo intentaba, solo veía otros ojos. Unos ojos negros. Y le daba la sensación de que, cuando abriera los suyos, lo volvería a ver delante de ella con una pistola, haciendo un gesto para que se callara.

Victoria suspiró, apoyó la frente en el espejo, y recogió sus cosas antes de mirar por última vez a Bigotitos y marcharse.


Caleb

Se recostó en la pared con el hombro, terminándose el cigarrillo. Había esperado por una eternidad ahí, en la oscuridad, con los ojos clavados en la ventana iluminada del tercer piso de aquel edificio viejo. 

Rastrearla había resultado ser ridículamente fácil. Lo había hecho la noche anterior sin saber muy bien por qué. Es decir, en principio no tenía que hacer nada más que asegurarse de que no iba a la policía a decir nada, y había sido evidente que no lo haría cuando había ido en dirección opuesta a la comisaría al salir del antro ese en el que trabajaba. Pero la había seguido igual. Al menos, ahora sabía dónde vivía.

Y justo en ese momento, por fin, estaba saliendo de su edificio. Incluso desde tanta distancia ya podía notar el olor a lavanda. Caleb enarcó ligeramente una ceja cuando la chica miró a ambos lados como si quisiera asegurarse de que no la seguían. Debía seguir asustada.

Iba vestida otra vez con el uniforme de camarera, unas medias, unas zapatillas blancas con agujeros y un abrigo casi más grande que ella. La siguió con la mirada hasta que desapareció calle abajo y se preguntó por qué no iba en metro, autobús, o incluso con un amigo. Había descartado las opciones más caras en cuanto había visto dónde vivía. 

Además, ¿cómo podía ir con unas simples medias en pleno invierno? Seguro que la obligaban. Y eso que ella había estado toda la noche con su jefe.

Se merecía la paliza que le habían dado. Menudo idiota.

En cuanto desapareció, Caleb se separó de la pared y avanzó hacia el portal. Esperaba tener suerte.

Giró la manilla de la puerta y ésta cedió satisfactoriamente. Entró en el viejo edificio y cerró a su espalda.

El vestíbulo era diminuto y lúgubre. Había un puesto para el conserje, pero no estaba presente. De hecho, no lo había visto en ningún momento y había estado ahí casi toda la tarde. Probablemente ni siquiera tenían uno. Caleb fue al ascensor, pero después de ver el aspecto que tenía lo pensó mejor y decidió subir por las escaleras.

El tercer piso tenía cuatro puertas. Siendo el pasillo tan pequeño, supuso que los apartamentos serían todavía más diminutos y viejos. Por ahora, todo olía a moho, a usado, a viejo y a madera podrida. Puso una mueca cuando miró arriba y vio telarañas que no habían limpiado en demasiado tiempo en los rincones más altos del pasillo.

¿Cómo podía vivir ahí esa chica?

Su puerta era una de las dos de la derecha. Eran las únicas que desprendían algo de olor a ella. El problema era que había pasado por delante de ambas al marcharse. Al final, se acercó a la primera y acercó el dorso de la mano a la manilla. Estaba fría. La del final del pasillo estaba más cálida. Acababan de usarla. Perfecto. Ya tenía la casa. 

Cerró los ojos un momento y, tras concentrarse, supo que dos de los otros pisos estaban vacíos. El único ocupado era el que estaba a su espalda, y había una mujer canturreando en voz baja sin intenciones de salir de casa. Tampoco escuchó a nadie a los alrededores. Genial.

Sacó la ganzúa del bolsillo y se agachó delante de la puerta. Apenas unos segundos más tarde, la puerta ya estaba abierta.

Al instante, el olor rancio del edificio fue sustituido por el olor a lavanda, a limpio y a... algo recién horneado. Vainilla. Había cocinado algo. Cerró a su espalda sin hacer ruido y entró oficialmente en la casa de la chica.

Que era... ridículamente diminuta. Parecía la guarida de un gnomo.

La sala en la que estaba ni siquiera se podía considerar una sala del todo. Era del tamaño de la habitación de Caleb, pero ahí había un sofá pequeño, un sillón viejo, una televisión enana sobre una mesa que estaba sujeta con un diccionario por una pata, una alfombra con pelos de gato y una mesa de café llena de cosas.

Había dos ventanas al fondo. Una acompañaba a ese pequeño salón y la otra a la cocina también ridículamente pequeña que había apenas a un metro de distancia. Ni siquiera tenía horno, solo unas pocas encimeras; una con un microondas, otra con una mininevera y otra última con un fregadero. La otra tenía encima un plato recién cocinado con una tapa de plástico encima.

¿Cómo podía vivir en un espacio tan pequeño y no agobiarse?

Caleb se giró y recorrió el corto pasillo. Tenía una puerta y supuso que sería el cuarto de baño. Al final del pasillo, sin siquiera tener puerta, se abría una pequeña habitación con una ventana un poco más grande, una cama en la pared de al lado, dos comodines, un armario pequeño empotrado en la pared, un espejo de cuerpo entero y un escritorio. Era sorprendente que el dormitorio fuera tan bien organizado teniendo en cuenta cómo era el salón.

Estaba a punto de empezar a investigar cuando, de pronto, escuchó un ruido en la casa. Se llevó una mano a la pistola al instante. No era la chica. Ella se había ido.

El ruido se repitió. Apretó la culata entre los dedos al mismo tiempo que iba de nuevo al pasillo.

El ruido procedía del cuarto de baño.

Cuando se repitió, él ya estaba preparado. Sacó la pistola y, tras contar hasta tres mentalmente, abrió la puerta de golpe, apuntando a...

...a un gato cagando.

Qué gran imagen para empezar.

Caleb torció el gesto cuando el gato lo ignoró categóricamente, centrado en su cajita de arena. 

Volvió a guardarse la pistola y echó una ojeada al cuarto de baño. Tenía una ducha con bañera, un lavabo y un retrete. Junto al lavabo, estaba la lavadora y al lado de la ducha el cesto de ropa sucia. No había una sola prenda en él.

En conclusión, la señorita-codazo-en-la-mesa era limpia y organizada. 

El gato salió de su cajón de un saltito y pasó al lado de Caleb mirándolo con desdén. Fue directo al salón, ignorándolo completamente.

Bueno, un enemigo menos.

Caleb volvió a la habitación y miró a su alrededor antes de empezar a registrar sus cosas. No era su mayor deseo en el mundo, pero no tenía mucha alternativa. 

Empezó por el escritorio.


Victoria

—Vale —Margo se plantó delante de ella con los brazos en jarras—, ¿se puede saber qué te hizo el imbécil de Andrew?

Victoria levantó la cabeza, sorprendida. Tanto Daniela como Margo la miraban fijamente. Solo que Daniela parecía preocupada y Margo enfadada. Estaban las tres detrás de la barra tras el turno, esperando a que Daniela terminara el recuento y pudieran irse a casa.

Bueno, en realidad Victoria quería irse ya, así que estaba dejando el delantal a un lado y poniéndose el abrigo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó al final.

—Lo sabes perfectamente, Vic. Tienes un aspecto horrible.

—Vaya, gracias. Yo también te quiero.

—Sabes a lo que me refiero. No has dormido bien y se nota. Y... parece que estás como asustada. Cada vez que abren la puerta, das un respingo.

—¿Tanto me estás vigilando?

—No me hace falta, Vic. Y Andrew terminó contigo en el hospital porque se había caído por las escaleras —hizo énfasis en eso último— y tenía un brazo roto. Sé sincera, no se lo contaremos a nadie, ¿te hizo algo y te defendiste?

Victoria se quedó en blanco. Por un instante, pareció que esa era una buena excusa y estuvo a punto de decir que sí, pero no podía hacerle eso a Andrew. Era un baboso y un cretino, sí, pero no le había hecho nada malo jamás. No en ese sentido, claro. Lo máximo había sido decirle que se subiera la falda del uniforme y echarse a reír, pero lo hacía con todo el mundo. No tenía distinciones a la hora de ser un imbécil.

Margo malinterpretó su silencio.

—Mira, no sé qué te hizo, pero me alegro de que te defendieras. No soporto saber que estas cosas les pasan a alguien incapaz de defenderse. Espero que disfrutaras rompiendo ese brazo en nombre de todas a las que ha molestado.

—¿Cómo va a romper Vic un brazo? —preguntó Dani, confusa.

—Torciéndolo hacia atrás —le explicó Margo—. Es muy fácil. Sujetas de la muñeca y das un tirón hacia arriba. Cuando escuchas un cruj...

—¡Vale! No me lo cuentes —Dani sacudió la cabeza y volvió a centrarse en la caja—. Prefiero no saberlo. Qué asco.

En esa pequeña pausa, Victoria aprovechó para inventarse una historia cualquiera que fuera creíble.

—No rompí ningún brazo —repuso—. Hizo que me quedara a limpiar el local yo sola, ¿recordáis? Bueno, pues cuando fui a despedirme lo encontré borracho en su mesa. Le dije que tenía que irse a dormir e intenté acompañarlo, pero en las escaleras no pude sujetarlo y se cayó hacia atrás. Se rompió el brazo, lo llevé al hospital...  y ya sabéis el resto.

Ella aguardó a ver si la mentira había sido creíble. Le había sonado bien. Y eso que tampoco mentía demasiado.

—Bueno, eso no es tan interesante —comentó al final Margo, cuyo enfado había disminuido—. Pero me conformo con que se rompiera algo.

Victoria sonrió un poco, divertida, pero toda sonrisa desapareció cuando miró a su lado y vio la mesa en la que habían dejado a Andrew el día anterior. Tragó saliva y terminó de abrocharse el abrigo.

—Yo ya he terminado, chicas. Nos vemos mañana.

—Oye, Vic —Daniela le hizo un gesto para que se acercara—. Mhm... tenemos que hablarte de algo.

Victoria se había acercado tranquila, pero enseguida se tensó.

—¿Qué pasa ahora?

—¡No es nada malo! —aseguró Dani enseguida—. Es... mhm... Margo, díselo tú.

—Tú has empezado, reina. Termina tú.

—¡Pero a mí no se me dan bien estas cosas!

—¿Y a mí sí?

—Tú eres mucho más insensible.

—¿Que yo...? ¿A que te doy con la bandeja en la cara?

—¡¿Lo ves?!

—¿Se puede saber qué pasa? —se impacientó Victoria.

Daniela respiró hondo y la miró.

—Jamie ha empezado a salir con una chica.

Oh, mierda.

Victoria dudó unos instantes antes de poner su mejor cara de me-da-absoluta-y-totalmente-igual-por-fuera-pero-por-dentro-estoy-matándome y asentir una vez con la cabeza.

—Ah. Vale.

Dani puso una mueca.

—La vi ayer. Parecía... mhm... simpática.

—Pues me alegro por él.

—¿Estás bien, Vic? —Margo la miró.

—Perfectamente. Me alegro mucho por él. Muchísimo. Es genial. Qué perfecto todo.

No se alegraba en absoluto.

Jamie había sido su amor del instituto. Y con eso se refería a que fue su primer beso, su primera vez y su primer todo. Se habían conocido desde la infancia, y la verdad es que Victoria no estaba segura de cuál fue el momento exacto en que empezaron a verse el uno al otro con otros ojos. Supuso que había sido cuando, un día cualquiera, Jamie se había plantado en su camino en medio del pasillo y le había preguntado si quería probar su moto nueva con él. Victoria aceptó sin estar muy segura de por qué lo hacía.

Aunque... técnicamente, la moto no era nueva. Solo la había robado a su hermano mayor para impresionarla. Y solo consiguió que ese hermano los pillara en medio de su cuarta cita y empezara a gritarles antes de quitarles la moto. El pobre Jamie la acompañó a casa andando, rojo como un tomate. Nunca supo el por qué, pero cuando llegaron Victoria se acercó, se puso de puntillas y le dio su primer beso. Y a partir de ahí se convirtió en algo oficial.

Lo cierto era que Victoria sí había querido a Jamie. Lo había querido tanto que, a veces, seguía mirando sus fotos en el instituto y preguntándose qué habría pasado de no haber llegado a la conclusión, un año atrás, de que lo suyo no avanzaba.

Se había sentido estancada en la relación. Ya no hacían nada juntos. Ya no sabían de qué hablar. Ya no proponían planes. Ni siquiera el sexo era del todo bueno. Pero ninguno era capaz de hacer algo al respecto. Era como si ambos supieran lo que había que hacer, pero ninguno se planteara hacerlo de verdad.

Al final, fue Victoria la que lo invitó a su casa y le dijo que lo mejor para los dos era que eso no siguiera. Tenían derecho a encontrar a alguien que los quisiera como debía ser. 

Jamie lloró al principio, pero cuando se fue parecía haberlo entendido. Victoria, en cambio, se echó a llorar en cuanto se fue, y durante más de dos semanas revisó todas y cada una de sus fotos juntos, sus regalos, sus cosas... como si ya nunca fuera a ser igual. Y aún así sintió que había hecho lo correcto.

Sin embargo, Jamie contactó con ella dos meses más tarde. Tuvieron una breve conversación sobre seguir siendo amigos y, de alguna forma, terminaron quedando para ir a dar una vuelta por el parque, como solían hacer antes. Repitieron lo mismo durante varios días, y Victoria se sintió tan cómoda con él como lo había estado en el instituto. Le gustaba Jamie como amigo. Mucho más que como pareja.

Y... bueno, si alguna vez los dos estaban sin pareja y necesitaban desahogarse un poco... ambos sabían que una llamada era más que suficiente. Porque seguían entendiéndose en la cama. Mejor incluso que antes.

Así que el hecho de que Jamie tuviera pareja significaba algo muy claro; Victoria se había quedado sin sexo por una buena temporada.

Yupi.

Bueno, igual no una tan larga, porque realmente las relaciones de Jamie no solían ser muy duraderas. Como mucho, duraría uno o dos meses. Pero sabía que cada vez que tuviera ganas de llamarlo se acordaría de que él sí tenía pareja, se deprimiría, e iría a pedirle a su vecina que le horneara algo con chocolate para mirar una película romántica y llorar mientras se lo comía y Bigotitos la juzgaba desde el sillón.

—¿Y si mañana vamos a bailar y a beber un poco? —sugirió Margo al verle la cara.

—Por favor —suspiró Victoria.

Dani, en cambio, pareció algo reacia.

—Mhm... no sé... 

—Venga, no seas aburrida —insistió Margo.

—No es que sea aburrida, es que... mhm... no me gustan las discotecas. Me agobia tanta gente junta.

—Tranquila, eso se te pasará en cuanto bebas tu primera copa. Hasta mañana, Vic.

—Nos vemos.

Victoria se colgó el bolso del hombro. Al salir del local, rodeó el spray de pimienta con un puño dentro de este sin siquiera darse cuenta.


Caleb

Había descubierto unas cuantas cosas interesantes de la señorita codazo en muy poco tiempo.

La primera fue que era de esas personas que conservaban los detalles de cualquier cosa. Había visto en sus cajones billetes de avión, entradas de cine, pases de teatro e incluso vales usados de museos. Además de un montón de fotos de recuerdos de lugares como esos. En su mayoría, todavía era una cría y salía con un chico que se preguntó si sería un amigo de la infancia o algo más. En otras era más adulta. 

Quizá prestó más atención de la necesaria a esas últimas.

También había descubierto que, pese a eso, no tenía muchas fotos sola. En todas salía con amigos, con familia o con mascotas. Las únicas fotos individuales que tenía eran de cuando ella era tan solo un bebé. Se preguntó por qué sería.

También se reafirmó en que era ordenada. Tenía una estantería llena de libros que estaban ordenados perfectamente según sus tamaños. Caleb terminó de meter uno que estaba ligeramente sacado y vio que había un pequeño hueco en los del final. No tardó en descubrir que el libro en cuestión, El retrato de Dorian Gray, estaba en su cómoda, junto a una lámpara rosa con pequeñas flores.

Honestamente, no habría sido el primer libro que habría apostado que descubriría que leía.

Su cama desprendía un fuerte olor a lavanda. Tan fuerte que Caleb casi tuvo la tentación de hundir la nariz en una de las almohadas rosas, celestes y asquerosamente cursis, pero se contuvo. No le pareció muy profesional.

Además, había encontrado el origen de ese problema en el cuarto de baño. Era el champú que utilizaba. Esencia de lavanda. Casi se lo tiró a la basura para que dejara de interrumpir su trabajo, pero de nuevo se contuvo.

También había maquillaje en su cuarto de baño. Muy poco y casi todo parecía viejo y poco usado, pero ahí estaba. Tenía perfume en la habitación, pero casi deseó que no se lo pusiera. El olor a lavanda era mucho mejor.

El armario... había resultado ser bastante más interesante.

No se esperaba mucha ropa y no la encontró. Jerséis viejos, pantalones con pequeños desgarrones o desgastados, unas zapatillas converse altas y negras, y unas sandalias. Ni siquiera tenía botas. Solo eso. También había pijamas con estampados de animales, bastante infantiles. Por no hablar de los calcetines. Más de lo mismo.

No esperaba tanta ternura en esa casa. Todo era rosa, celeste, con animalitos o comida cursi. Casi parecía de niña, pero...

Bueno... la ropa interior no fue tan de niña.

No se sintió orgulloso de sí mismo por mirarla, sabía que estaba siendo un pervertido y que se merecía una bofetada, pero cuando abrió el cajón y vio lo que había dentro ya no pudo cerrarlo sin revisarlo un poco. Enarcó una ceja, intrigado, cuando vio que debajo de unas cuantas bragas de colores chillones y estampados coloridos... estaban unos cuantos conjuntos de lencería.

Mhm...

Levantó unas bragas negras diminutas y transparentes. Podría romperlas sin siquiera estirarlas demasiado. Incluso aunque ella las llevara puestas.

Y... quizá no debería estar pensando en eso.

Volvió a dejarlas en su lugar y cerró el cajón de un golpe.

Al volver al salón, el gato había desaparecido. No le preocupó demasiado. Y ahí tampoco encontró gran cosa. Descubrió que la comida recién horneada era un bizcocho de vainilla sin tocar. Seguramente se lo habían dado, porque era imposible que lo hiciera ella sin horno ni ingredientes. Su única fuente de alimento eran dos bolsas de pasta, botellas de agua en la nevera, salsa de tomate, unas cuantas cebollas, leche, cereales y barras de chocolate. Oh, y bolsas de té. Encontró la tetera en uno de los armarios. Y varias tacitas que parecían caras. Era lo único que parecía caro de por ahí.

El salón no fue un gran descubrimiento, así que volvió a la habitación y pensó en revisarla otra vez, pero se detuvo en medio de esta cuando escuchó la puerta principal.

Se tensó por completo.

Mierda.

Caleb miró la ventana. Podía saltar a la escalera de incendios —que habría sido una buena opción para entrar desde el principio, por otro lado—, pero haría demasiado ruido. 

No. No tenía alternativa. Tenía que esconderse.

Se agachó y se metió bajó la cama rápidamente. Tuvo que doblar un poco las rodillas para que no se le vieran los pies. Esa cama era ridículamente cort...

Miau.

No podía ser.

Miró hacia arriba y vio que el gato imbécil lo miraba fijamente, ahí tumbado justo encima de su cabeza. 

Casi parecía estar riéndose en su cara. Y probablemente lo hacía.

Intentó apartarlo de un manotazo y el gato imbécil entrecerró los ojos, como si hubiera aceptado el reto.

Miaaaaau.


Victoria

Dejó las llaves en el cuenco de la encimera y suspiró mientras cruzaba el pasillo. Abrió el armario y cogió una percha, colgando su abrigo dentro.

Miau.

Victoria se dio la vuelta hacia su cama, frunciendo el ceño.

¿Ya volvía a estar ahí abajo? ¿Qué le había dado últimamente con meterse bajo la cama?

Miaaaaau.

—¿Qué te pasa, pequeño? —preguntó ella, sacándose los zapatos con la punta del pie y dejándolos a un lado. Ya los recogería en otro momento—. Hoy no me apetece jugar, lo siento, estoy cansada.

Volvió a centrarse en el armario y empezó a desabrocharse los botones del vestido.


Caleb

Iba a incumplir lo de sin muertes, porque ese gato iba a morir.

Cuando volvió a intentar apartarlo, le asestó un zarpazo que casi le alcanzó un ojo. Caleb tuvo el impulso de moverse y estrangularlo, pero no podía arriesgarse a que la chica lo escuchara.

El gato, al menos, pareció calmarse un poco cuando lo apartó con la mano. Se acomodó mejor y Caleb suspiró, aliviado.

Fue entonces cuando vio el reflejo del espejo.

La chica estaba de pie delante de su armario, desabrochándose el vestido. Solo la veía de perfil, pero eso era más que suficiente. Ella dejó de deshacer botones a la mitad y se empujó las mangas a un lado, deslizando la prenda hacia abajo y quedando en ropa interior. Llevaba puestas unas de esas bragas raras y psicodélicas con un sujetador rosa con dibujos de Los Simpson. ¿Qué demonios le pasaba con la ropa int...?

Ella se estiró, descentrándolo por un momento.

Caleb se aclaró la garganta disimuladamente. Incluso el gato se había quedado en silencio, como si la situación lo mereciera.

La chica tarareó una canción en voz baja mientras se inclinaba hacia delante, exponiendo perfectamente la curva de su culo, especialmente en el reflejo del espejo. Tenía la piel olivácea y estaba bastante delgada. Pero no por genética ni por ejercicio, sino por falta de una alimentación regular. Se le marcaban ligeramente las costillas y los huesos del hombro. Eso último no le gustó tanto como le había gustado todo lo demás.

Ella movió las manos a su cabeza y se deshizo la coleta, guardándose la goma del pelo en la muñeca y colocándose la cascada castaña con la otra mano. No lo tenía especialmente largo —le llegaba por los hombros—, pero tenía pequeñas ondas suaves que iba alisándose hasta llegar a la raíz del cabello. Y apenas había sido visible por unos segundos, pero Caleb había visto la tinta de un tatuaje en su nuca.

Fue entonces cuando ella dirigió las manos a la parte trasera de su sujetador y lo deshizo.

Él contuvo la respiración.

Y, pese a que lo que realmente quería no era eso, se obligó a clavar la vista en la cama, más tenso que nunca. 

Notó la pata del gato imbécil en la frente.

Miaaau.

Escuchó el ruido del sujetador cayendo al suelo. Cerró los ojos, intentando centrarse en cualquier otra cosa que la chica semidesnuda que tenía a apenas unos metros.


Victoria

Se puso el pijama con estampado de golosinas. Era el más calentito que tenía. Cuando terminó de ponerse unos calcetines también gruesos y calentitos, fue a lavarse los dientes y la cara. Escuchó a Bigotitos haciendo ruido bajo la cama y negó con la cabeza, limpiándose la boca y volviendo a la habitación.

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó, confusa, acercándose a la cama.


Caleb

Oh, no.

El gato imbécil había intentado arañarle otra vez y Caleb le había dado un empujón que lo había obligado a hacer la croqueta bajo la cama. 

Miaaau.

En cuanto el gato imbécil había vuelto, malhumorado, los dos se habían detenido en seco al escuchar los pasos de la chica acercándose y su ¿se puede saber qué te pasa?.

Caleb estuvo a punto de soltar una maldición cuando vio las piernas de la chica —enfundadas en un pijama de golosinas, por cierto— deteniéndose justo delante de su cabeza. En cuanto vio que clavaba una rodilla en el suelo y empezaba a apartar la sábana, dejó de respirar.

Y, por impulso, agarró al gato con una mano y lo lanzó hacia la chica.


Victoria

MIAAAAAAU.

Ella se detuvo, extrañada, cuando pareció que las fuerzas del infierno empujaban al pobre Bigotitos hacia su regazo.

—¿Qué pasa? —preguntó, alarmada.

El gato bufó cuando intentó sujetarle y lanzó un zarpazo al aire.

—¡Oye! —Victoria lo esquivó de milagro—. ¡Solo intentaba ayudarte, pequeño desagradecido! 

Bigotitos volvió a bufarle y se fue corriendo por el pasillo. Ella lo siguió con la mirada, confusa, antes de decidir que simplemente estaba tan loco como creía. Además, estaba muy cansada como para ponerse a consolar gatos locos.

Se puso de pie de nuevo, se sacudió las rodillas, y se metió en la cama. Miró su móvil y respondió a un mensaje de Daniela antes de ponerlo a cargar, apagar la luz y acomodarse para dormir.


Caleb

La chica debía estar verdaderamente agotada, porque apenas pasaron unos segundos antes de que empezara a oír su latido regular de corazón y su respiración profunda.

Sin hacer un solo ruido, se deslizó fuera de debajo de esa cama y su mano chocó con algo. Se giró, malhumorado, pensando que era el gato imbécil en busca de venganza. Pero no. Era el sujetador rosa de puntitos blancos. Todavía estaba cálido.

Se obligó a sí mismo a ignorarlo y se puso de pie sin hacer un solo ruido. La chica estaba durmiendo de cara a la ventana con las piernas dobladas y un brazo por encima de la sábana.

Entonces, se le ocurrió algo. Miró abajo. El vestido. También estaba cálido, pero...

Lo recogió con el ceño fruncido y buscó en uno de sus bolsillos. Apenas tardó un segundo en encontrar la chapita.

Victoria.

Volvió a dejarla en su lugar y se marchó de esa casa.


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