Y por fin, una parte de la verdad sale a la superficie
La tormenta del día anterior había quedado olvidada y esa mañana salió un sol esplendoroso. Hacia las ocho y media salí al balconcillo a tomarme el café. Tenía ganas de meditar antes de que el calor del astro rey eliminara el último rastro de ese suave frío proveniente de la noche. Ya me había vestido con una camiseta de tirantes negra y unos vaqueros. A las nueve, Gutts salió de su casa. Iba preparado, con su sombrero de copa y la gabardina marrón.
— Buenos días, Cross. ¿Cómo está Queen?
— Sigue durmiendo. Ya le dije que no ocurriría nada.
El día anterior, después de meditarlo por el camino, Gutts y yo decidimos que llevar a Queen al hospital sería demasiado problemático. No por la peligrosidad que comportaba el chico, sino por la extrañeza que causaría su cuerpo. Así, decidimos traerlo a mi casa.
Una vez en el bloque, tuvimos una pequeña discusión: el viejo quería que hiciéramos turnos para vigilarlo, pero yo le decía que no hacía falta y que ya me encargaba yo. Al final cedió.
Dejé a Queen, que seguía inconsciente, en la cama. Yo me duché, después de tirar a la basura la ropa estropeada que llevaba encima.
Al salir, constaté (ya me lo olía) que las manchas de sangre seguían allí. Totalmente desnudo, me miré al espejo. Aunque algunas no las podía identificar, de otras manchas, como la que rodeaba mi boca, sabía perfectamente el origen. Después de tantos años, volver a verme de esa forma provocó que me entraran ganas de vomitar. Por suerte, no lo hice.
Después de ponerme el pijama y confirmar que aquella sangre, como si fuera un tatuaje, no dejaba rastro, me tumbé en el sofá. A la mañana siguiente ya no estaba, mi piel volvía a ser la de siempre.
— ¿Y qué? Toda precaución es poca. Me he pasado la noche en vela preocupado por usted —apuntó el viejo.
— Venga va, no me sea fantasma. Quien ha pasado la noche en vela he sido yo por culpa de sus ronquidos. Estas paredes son de papel.
— Yo no ronco —respondió el inspector, ofendido.
— En eso tiene razón: usted no ronca, ruge.
— Váyase a la mierda, Cross.
— ¿Sabe qué? El café me lo tomo por pura rutina. Lo que de verdad me despierta cada mañana es ponerlo de mala leche.
— Fantástico. ¿Una buena colleja matinal no le iría mejor?
— ¿Ayer lloraba por mí y hoy me quiere pegar una colleja? ¡Madre mía, qué mala es la menopausia!
— En todo caso sería andropausia, ignorante. Pero da igual, seguirle el juego sólo hará que me ponga de más mala leche.
— ¿Qué tiene pensado hacer hoy, Gutts?
— Ahora voy hacia la comisaría, a ver qué me dicen los nuevos chicos. Después iré a ver a Margareth. Antes, sin embargo, me gustaría que habláramos de los planes que tenemos.
Gutts se apoyó sobre la barandilla, acompañándome. Estuve pensando unos segundos antes de contestarle.
— A ver: Margareth y Queen están fuera de juego. Nos quedan Elizabeth, la chica de cabellos blancos y el loco ese. Elizabeth no es peligrosa y de la moza ya se está encargando Clea. Lo mejor será concentrarnos en el loco de los mil nombres, que, además, es el más peligroso.
— Me parece bien. Hablaré con mis chicos, a ver qué me dicen. Quiero acabar pronto con los casos de niños quemados y petrificados: los padres nos están volviendo locos. Suerte que los chavales de arriba saben controlarlo muy bien.
— Me gusta que llame "chavales de arriba" a sus superiores.
— ¿Y qué quiere? Todos ellos han pasado por mis manos. De hecho, a la gran mayoría los recomendé yo para que llegasen donde están ahora. En esa comisaría soy el maestro de todo el mundo y el único que queda de mi promoción.
— ¿Qué ha pasado con los otros?
— A cierta edad nos envían a otros distritos más tranquilos. En la Comisaría Central hay demasiado ajetreo para abuelos a punto de jubilarse. Pero a mí me va la marcha. Al fin y al cabo, tengo que mantener vivo el mito del Toro.
— Ya veo.
— Por cierto, me gustaría que un día habláramos con la tal Elizabeth. Se pasa el día diciendo que no es peligrosa, pero quiero comprobarlo de primera mano.
— Ningún problema. Cuando le parezca iremos a verla.
— Una última cosa antes de irme, Cross.
— ¿Qué?
Gutts sostuvo el silencio durante unos segundos.
— ¿Qué eran esos números de los que hablabais ayer? ¿Ya se conocían Queen y usted?
— Son los números con los que nos identificábamos en el orfanato. Él era el 261 y yo el 253.
El viejo hizo cara de sorpresa.
— ¿Y cómo os reconocisteis después de tantos años?
— ¡Ay, Gutts! Tengo grabados en la memoria los ojos de todos los huérfanos de ese centro. Y estoy seguro de que él también. Además, Queen era un chico muy conocido. Cuando los mayores abusaban de los pequeños, aparecía él para defenderlos. Siempre se acababa llevando todos los golpes, pero aun así lo hacía sin dudar.
— ¿Lo dice de verdad? No me lo esperaba.
— Pues sí. Yo, en cambio, era de los que observaban desde un rincón. Siempre lo miraba atentamente y alguna vez me había defendido a mí también, a pesar de ser yo cinco años mayor que él. Desde los tres años hasta los cinco fue el policía de ese orfanato.
— ¿Y qué pasó con el centro?
— Un día se incendió. Conseguí escapar, y hasta ayer, creía que había sido el único superviviente.
Al recordar aquello sentí una fuerte punzada en el pecho. Gutts miró el reloj.
— Bien, ya me seguirá explicando en otro momento, que llego tarde. Nos vemos en un rato. Vaya con cuidado con Queen.
— Sí, no se preocupe.
Nos despedimos y Gutts tiró calle abajo, en dirección al parque donde suele aparcar el coche. Estoy seguro de que, en ese momento, el inspector había notado mi malestar y había decidido dejar de preguntar. El viejo no cortaba nunca una conversación que él mismo había empezado si no tenía una razón de peso.
Una vez lo perdí de vista, abrí la puerta de casa. Me di cuenta de que, si la cerraba, esa luz matinal se iría. Así que decidí dejarla abierta.
Desde ese mismo punto también veía el dormitorio, donde se encontraba Queen. Vislumbraba media cama removida y sólo un pie estirado, por lo que supuse que se había levantado.
Me dirigí hacia la habitación, llevándome una silla del comedor. La coloqué delante de la cama y me senté.
Queen, tal y como había supuesto, estaba despierto. Había estado mirando por la ventana del lado de la cama hasta que entré a su habitación. A partir de ese momento, me siguió con la mirada. Estaba sentado, con la pierna izquierda estirada y la otra doblada, apoyando el codo derecho en la rodilla. Parecía que las heridas de bala se habían cerrado.
— Bueno, tú y yo tenemos que hablar. Y tenemos que hablar tanto que no sé por dónde comenzar —dije.
— Soy el derrotado. Tú pregunta y yo respondo, así de fácil —respondió, meditativo.
— ¿Cómo tienes las heridas?
— Ya no están. Me hacían un daño de cojones, pero en realidad no eran nada. Mi cuerpo tiene una capacidad de recuperación mayor que el de un humano.
Me lo miré un rato.
— Ya no tienes la mandíbula negra.
— No. Justo ayer aprendí a reubicar el mercurio de mi cuerpo.
— ¿Mercurio?
— Sí. Bueno, no es mercurio, pero es que no sé cómo llamarlo. Es un material que me inventé yo y con el que hice a mis criaturas. La mejor manera de definirlo es como un metal orgánico, de color negro. Es capaz de volverse líquido a cierta temperatura y endurecerse con el frío. Y, aunque actúa como un metal, se descompone como si fuera un trozo de carne podrida. Mi cuerpo ya está mayoritariamente formado de este material, pero se acumula más en ciertas partes, y hasta ayer no descubrí que podía repartirlo.
— Vaya, y yo que pensaba que todavía conservabas algo humano.
— Sólo el aspecto. Por dentro ya casi nada es humano. Es la bendición de la Pluma de la Vida.
— ¿Y qué ha pasado con tus arañas? ¿Seguro que están todas muertas?
— Tienen un gen que las mata al instante cuando pulso el octaedro. Están conectadas a mí a través de una señal sincronizada con mi pensamiento y que emiten ellas. Llega de punta a punta de la ciudad, así que deberían estar todas muertas, incluso las más evolucionadas.
— ¿Y qué pasa si hay alguna con vida?
— Pues quizá lo tenemos crudo, pues tienen otro gen que hace que, cuando la especie peligra, la máxima prioridad sea reproducirse.
— No me jodas —dije, con el corazón a cien.
— Tranquilo, no conseguí perfeccionarlo. Su máxima prioridad es reproducirse, sí, pero cuando se activa esta función, no sé por qué, les entra una ansiedad enorme y no saben diferenciar entre su especie y otra.
— ¿Y eso qué perversidad significa?
— Pues que se follaran cualquier cosa que encuentren. Y como no son compatibles con otros seres vivos, no ocurrirá nada. Además, la reproducción de mis criaturas es mortal: cuando dos de sexos diferentes se juntan, una fecunda a la otra utilizando un órgano vital. Entonces, ambas quedan unidas y entran en coma. A partir de ese punto, no dejan de engendrar hijos hasta que la pareja muere por falta de energía. Así que, si queda alguna viva y le clava el "aguijón" a alguna bestia, ambas acabaran muertas.
— Joder, qué cosas más siniestras creaste.
— ¿Qué quieres que te diga? Eso vino solo: yo sólo quería un ejército de criaturas los suficientemente potentes. No te puedes imaginar cómo de complicados llegamos a ser los seres vivos. He tardado meses en mejorarlas y ahora todo el esfuerzo se ha ido a la mierda.
— Eso dices tú, quizá todavía queda alguna.
— Que no, pesado. No queda ninguna, te lo aseguro.
— Te creeré porque no me queda otro remedio.
Callé unos segundos para marcar el cambio de tema. Queen me miraba impaciente. Parecía como si él también tuviera ganas de preguntar.
— Me dijo el loco de las gafas que tú fuiste el primero en conseguir la pluma.
— Sí. Ese hijo de puta fue el segundo. Se mete en mi nido sin avisar y todo el día me da la tabarra. Algún día pienso descuartizarlo.
— ¿Y cómo la conseguiste?
Insistía en ello porque, al ser el primero, Queen podría darme claves sobre la Editora y el origen de las plumas.
— Un día, paseando por el peor barrio de la ciudad, me la encontré. Unos días más tarde apareció la Editora y me explicó cómo funcionaba. Con el tiempo me fue avisando de que habían ido apareciendo nuevos Escritores. La tercera fue la vieja de la mansión, la cuarta la chica de cabellos blancos, el quinto el imbécil que antes tenía tu pluma y la última la niña pequeña. También me avisó cuando tú te convertiste en Escritor, junto con los demás.
— Y qué...
— Si me preguntas por los otros Escritores, no puedo decirte mucho. A la vieja sólo la he visitado tres veces y con la chica de la pluma blanca nunca he hablado. Con quien más relación he tenido ha sido con el loco de las gafas (del que tampoco he sacado información), la niña pequeña y el antiguo dueño de tu pluma —interrumpió.
No sabía por qué, pero lo notaba incómodo cuando hablaba de otras personas.
— ¿Y cómo era el tipo que antes tenía mi pluma?
— Era un imbécil sin vida. Vivía solo y se pasaba el día trabajando en un supermercado. No sé qué criterios siguió la Editora para elegirlo ni los entiendo. No tenía buen físico, no era listo ni tenía tu imaginación. Me parece que sólo supo materializar dos sentimientos. No habría sido una molestia si la plumita de los cojones no hubiera hecho que se le despertara la curiosidad. Sospecho que el loco de las gafas le hizo una visita y le rebeló dónde estaba mi nido. En ese momento yo no vigilaba los exteriores de la fábrica, así que entró como si eso fuera su casa. Me cabreé tanto que lo perseguí toda la noche. En el último momento, antes de matarlo, le cortó una pata a una de mis pequeñas y lanzó la pluma desde lo alto de un edificio. Al día siguiente encontrasteis el cuerpo y tú la pluma, y el resto es historia.
Aunque no había sacado mucha información nueva, por fin sabía cómo había comenzado el lío. Suspiré, contento de haber entendido el origen de la historia. Queen, sin embargo, parecía bastante cabreado.
— ¿Por qué me miras así? —pregunté.
— Creía que hablaríamos de otras cosas. A mí los otros humanos me importan una mierda.
— Hijo mío, tienes que entender que tú tienes información que yo no. Quería aclararlo todo antes de pasar a cosas profundas. Si empezamos yendo al grano y después pasamos a trivialidades, el lector perderá interés.
— ¿Y a mí qué coño me importa el lector? Soy un personaje secundario.
Decidí callar. Comenzar una discusión metaliteraria no serviría de nada. Me quedé unos segundos en silencio, pero pronto me interrumpió Queen.
— ¿Aún recuerdas el orfanato, 253?
Parecía que ya era hora de recordar el pasado. Sería doloroso.
— Cómo olvidarlo. A veces envidio a los que murieron en el incendio. Ellos pudieron desconectar completamente de ese sitio.
— Siempre te he recordado como ese tío apartado de todo, que miraba a todo el mundo con cara de psicópata. Y, mira tú por dónde, has mantenido esa mirada y el comportamiento de psicópata.
— Pues yo a ti te recordaba como el que montaba líos por cualquier tontería. Siempre nos defendías a todos por una causa que sólo entendías tú. Y, en cierto modo, no has cambiado mucho.
— Ya te digo. Yo siempre defiendo lo que creo que es justo.
— Y mira cómo hemos acabado los dos. De todas formas, intuyo que yo he tenido mejor suerte que tú.
— ¿Qué quieres decir?
— Bueno, estoy casado y tengo una hija.
Queen hizo una cara de sorpresa.
— Después de todo lo que vivimos en el orfanato, ¿has sido capaz de amar a una mujer?
— Sí. A los doce años, un hombre me recogió y me salvó la vida. Pasé de odiar y temer a las mujeres a adorarlas. No sabes lo agradecido que le estoy. Me dio una buena vida, me permitió estudiar y más tarde conocí a Clea, mi mujer. Y después llegó Eve, mi hija.
— Te envidio, ojalá hubiera encontrado a alguien como ese hombre al que mencionas.
— Sí, pero, de todas formas, ¿por qué crees que vivo solo? Le pegué una bofetada a mi mujer.
Queen escuchó en silencio. Miró hacia el techo y ambos suspiramos. Esa simple frase le bastó para entenderlo todo.
— El pasado siempre vuelve, ¿verdad? —dijo, nostálgico.
— Y que lo digas. Nos destrozaron la vida. Y lo peor de todo es que la pluma me está devolviendo a esos tiempos.
— ¿Lo dices de verdad? —preguntó el chico, alarmado.
— Sí. Ya me lo olí cuando le agujereé la mano a la niña de un tiro. Y lo confirmé ayer. Los efectos secundarios de la Pluma de los Sentimientos están haciendo que toda la mierda que tenía escondida salga disparada hacia la superficie. Me da miedo lo que pueda llegar a hacer.
Queen miró hacia la ventana, pensativo.
— Bien visto, si la mierda sale a la superficie, quizá después es más fácil limpiarla —dijo, sin dejar de mirar al exterior.
Sus palabras tenían bastante razón. Pero, aun así, no tenía ganas de pensar en ello.
— ¿Y qué pasó contigo? ¿Cómo sobreviviste?
El chico suspiró. Me miró a los ojos y empezó a relatar.
— Antes del incendio, cuando empezó el alboroto, entré en uno de los dormitorios y me encerré en un armario. Sabía que algo no iba bien, pero aun así prefería esconderme y esperar a que pasara todo. En una situación normal hubiera salido disparado a ver qué ocurría. Pero ese día, no sé por qué, tenía la sensación de que, pasara lo que pasara, yo no podía pararlo. Al cabo de un rato, noté un ruido extraño y un aumento de la temperatura. Me atreví a abrir la puerta del armario y me encontré con que empezaba a entrar fuego en la habitación. Puesto que la puerta estaba llena de llamas y no había más salidas, no me quedó otra que abrir la única ventana de la sala y saltar. Lo hice sin pensar, presa del pánico. Ni siquiera caí en que me encontraba en el tercer piso del orfanato. Una vez aterricé, me percaté de que me había abierto la cabeza y que se me habían roto el brazo derecho y la pierna izquierda. Aún recuerdo la sacudida y el dolor de después. A pesar de eso, estaba tan asustado que intenté huir hacia el bosque. Al cabo de diez minutos arrastrándome me capturaron.
Al oír aquella última frase, los cojones me subieron hasta la garganta. Mi corazón empezó a latir con más intensidad de la normal y una extraña impotencia me paralizó.
— No jodas que te cogieron los traficantes —dije.
— Exacto. Cuando empezó el incendio, se dividieron y uno de los grupos se dedicó a vigilar los alrededores del orfanato. Recuerdo que el tío que me encontró no dejaba de preguntarme quién había empezado el incendio. Cada vez que le decía que no había sido yo, me pisaba la pierna rota. Yo, por supuesto, no entendía nada. Aunque hacía tiempo que me había acostumbrado al dolor, en ese momento fui incapaz de aguantar los gritos. Por muy mal que lo hubiera pasado hasta ese momento, no dejaba de tener cinco años.
A pesar de que Queen hizo una pausa para coger fuerzas y dejarme hablar, decidí callar. Yo también necesitaba digerir ese relato. En especial después de haber conocido tan de cerca el sufrimiento que había experimentado Queen.
— Después de decirle más de diez veces que no había sido yo, ese tipo me agarró del cabello y me arrastró dentro de una caja. Dolorido, asustado, aplastado y a oscuras, estuve allí cerca de doce horas (lo sé porque conté los minutos). Cuando me liberó, me encontraba en una especie de barracón lleno de cajas con la que me había transportado a mí. Otro traficante, más amable que el anterior, me cargó en su espalda y me llevó hasta una sala de operaciones. Allí, un médico me trató las heridas. Puesto que no tenía escayola, me puso unos palos en la pierna y el brazo envueltos en esparadrapo. Cuando acabó, me llevó a una habitación oscura, con una cama y un urinal. Allí pasé tres días. No me dejaron salir en todo ese tiempo, y la comida, normalmente asquerosa, me la traía el médico (que, de paso, comprobaba cómo evolucionaban mi brazo y pierna). Tras los tres días, otro traficante desconocido me presentó a un hombre alto y muy elegante. Me dijo que a partir de entonces viviría con él. Entonces me di cuenta de que me acababan de vender.
Volvió a parar. Yo me tapaba la boca con una mano y movía la pierna erráticamente, nervioso y en cierta forma cabreado.
— Ese tipo me llevó a una casa fantástica, en una ciudad no muy lejos de aquí. Era un empresario de éxito, con mucho dinero. Tenía muy buena presencia y era educado y serio. Los primeros meses fueron bastante agradables: me dejaba moverme por su casa y me cuidaba bien. Incluso hizo que un médico me mirara bien y me escayolara como Dios manda. Hasta cierto punto, lo llegué a respetar y a considerar que me había salvado la vida. Pero cuando se me curaron la pierna y el brazo, todo cambió. Una mañana, me encerró en el sótano y me encadenó a una cama que tenía allí. Se marchó, y al volver, después de unas cuatro horas, me susurró a la oreja que había llegado la hora de que le agradeciese todo lo que había hecho por mí.
Hice un largo suspiro. Queen volvió a hacer una pausa.
— No hace falta que entres en detalles, Queen. Entiendo que no es agradable —pedí.
— Pues espera, que la historia todavía no ha terminado. Ya te avanzo que tengo el culo más agujereado que todos los maricas de esta ciudad juntos.
— Al menos veo que esta parte de la historia te la tomas con humor.
— Prefiero tomármelo así. La parte más cercana al orfanato la recuerdo con mucho dolor. Ésta, sin embargo, a pesar de que también lo pase mal, llegó a ser tan absurda que con los años he aprendido a reírme de ella y a observarla desde la distancia. Bueno, sigo: con ese hijo de puta estuve tres años, de los cinco a los ocho. Recuerdo que me violaba día sí día también, siempre en el mismo sótano. A veces lo hacía más de una vez al día y algunos días venía con amigos. Llegó un momento en el que ni siquiera me sentía un ser vivo. Comía cosas deliciosas pero para mí ya no tenían ningún sabor, dormía cuando tenía sueño y cuando aparecía ese cabrón simplemente dejaba que hiciera lo que deseara. Esa era toda la actividad que realicé en esos tres años. Al final, ese imbécil se cansó de mí y me vendió a un amigo suyo. En los siguientes años, desde los ocho a los dieciséis, fui pasando por distintos "amos", todos ellos con perversiones cada vez peores. A veces sólo me compraban para probarme y otras se quedaban conmigo durante meses hasta que se cansaban. Muchos de ellos me apaleaban mientras me violaban, otros me obligaban a vestirme de chica. Una vez, uno de ellos me paseó por su jardín como si fuera un perro. Ni siquiera recuerdo cuántas pollas pasaron por mi culo ni cuántas tuve que lamer en esos años. También hubo algunos, sin embargo, que me la lamieron a mí. El último de ellos, por lo que supuse, tenía algunos problemas con la policía. Estaba bajo vigilancia y tenerme en su casa era un peligro. Así, una noche, mandó a su mayordomo que se deshiciera de mí. Me metió en un coche y me abandonó en medio de los bosques que rodean esta ciudad.
Noté que al acabar de hablar de esa etapa de su vida, sus ojos dejaban atrás la tristeza.
— Y allí me encontraba. Un chico débil de dieciséis años, que no había visto el mundo real en su vida, con el culo dolorido y moralmente destrozado en medio del bosque. ¿Sabes qué ocurrió? Pues que de los dieciséis a los veintiuno, los años que pasé sobreviviendo en la naturaleza, fueron los más felices de mi vida. Los primeros días las pasé putas, en especial cuando descubrí que no hay que beber jamás agua estancada. Tuve que buscarme la vida: encontré una cueva que me sirvió de refugio y aprendí a hacer fuego recordando lo que había visto en los programas de supervivencia que el primer hijo de puta que me violó me dejaba ver mientras me recuperaba. Tuve que descubrir qué era comestible y qué no (por suerte, nunca me encontré una seta o una fruta venenosas), y empecé a reforzar mi cuerpo para poder comenzar a cazar. Aprendí, usando la lógica y el cerebro, a hacer trampas (las primeras cien fueron un fracaso absoluto), y recuerdo el momento de cazar mi primer conejo como uno de los más felices de mi vida.
Volvió a hacer una pausa, esta vez para apagar la euforia que sentía cuando explicaba sus aventuras de supervivencia. Yo también me había tranquilizado.
— ¿Sabes qué, Cross? Esa temporada me sirvió para descubrirme a mí mismo. Me di cuenta de que no era un maldito consolador que sólo servía para satisfacer perversiones. Me di cuenta de que era capaz de hacer cosas que funcionaran. Era capaz de vivir por mí mismo. Y que no necesitaba nada más en la vida. Yo, que siempre había vivido con miedo, descubrí que podía incluso asustar a un oso que venía a curiosear en mi refugio. Y lo que es más importante: aprendí que era capaz de pensar. Durante las largas noches que pasaba en la cueva, reflexionaba sobre el mundo que había abandonado y sobre ese en el que vivía entonces. Comencé a comparar la naturaleza y el mundo de los humanos. A los veintiún años, cuando ya me sentía en harmonía con la naturaleza y sabía que siempre podría volver, probé a visitar otra vez el mundo de los humanos.
La tensión volvió a mi cuerpo. Pero Queen seguía explicando con tranquilidad.
— Después de unos días caminando, encontré una carretera y la seguí. Acabé en esta ciudad. Y lo que vi me marcó para siempre. Unos pocos días viviendo en la calle ya sirvieron para hacerme una idea del asqueroso mundo humano: desigualdad, crisis económicas, muchedumbres preocupadas sólo por llegar a tiempo al trabajo, chicos enganchados a ruidos y trozos de vidrio que emitían imágenes, rascacielos grises y asquerosos y humos por todas partes. Pronto entendí por qué me había tocado pasar por todo lo que había pasado. Y lo que más me indignó fue que los triunfadores en la sociedad, los que tenían más dinero, los que tenían el poder, los que recibían premios y los que servían de ejemplo a todos, eran los hijos de puta que me habían estado violando desde los cinco años. Esos pervertidos asquerosos, sólo preocupados por su placer, eran la figura a la que todo el mundo aspiraba a parecerse. Si sus dirigentes están podridos, la sociedad no es más que una cloaca. Cuando me di cuenta de eso, concluí que los humanos éramos bestias antinaturales.
Mantuve, una vez más, el silencio. No me veía capaz de rebatirlo. Tampoco quería hacerlo: yo opinaba algo muy parecido a él.
— Piénsalo, Cross. ¿Qué necesitamos los seres vivos para vivir? Oxígeno, agua y nutrientes. El oxígeno ya lo tenemos, de forma que sólo nos hemos de preocupar de tres cosas: conseguir agua y nutrientes, reproducirnos y que no nos maten. Nada más. Si eso es todo lo que necesitamos, y la naturaleza ya nos lo proporciona, ¿por qué entonces no dejo de ver, en medio de la ciudad, gente que se deja morir de hambre? ¿Por qué veo a gente llorando porque se ha muerto un personaje de una serie de televisión? ¿Y el dinero, qué es? Yo te lo diré: el invento más estúpido de la humanidad y lo que la llevará a la extinción. ¿Por qué hay gente muriéndose por culpa de un trozo de hierro o un trozo de papel? ¿Por qué lo necesitamos, si lo único que tenemos que hacer en la vida es, en definitiva, vivir y perpetuar la especie? ¿Por qué creáis preocupaciones artificiales? Los humanos vivís en un sistema que se llevará tanto vuestra vida como la del planeta. Y, a pesar de saberlo, no hacéis nada, porque el sistema (que vosotros mismos habéis inventado) es supuestamente inamovible. Y encima, este sistema tan asqueroso ha hecho que no os tengáis que preocupar de las necesidades básicas. Y eso sería positivo si no fuera porque, cargándooslas, habéis creado unas nuevas y absurdas. El progreso humano es una mentira: sólo os ha llevado a crear necesidades artificiales y perversas y a llevar al límite al planeta. La principal característica humana es, a su vez, su perdición: la inteligencia. Es útil, sí, pero una vez se le ponen las cosas fáciles, empieza a aburrirse, apareciendo el ocio. Y el ocio, Cross, es lo peor que le podía haber ocurrido a la humanidad. Cuando las necesidades están cubiertas, aparece junto con el aburrimiento. Con él, la necesidad de entretenerse. Y el entretenimiento es como una adicción: cada vez lo queremos en mayor cantidad e intensidad. Entonces nace la necesidad de placer, porque el entretenimiento ya no es suficiente. Con eso nace la perversión, la necesidad de poder. ¿Por qué tú y yo hemos acabado así, Cross? ¿Por qué he tenido que sufrir tanto? ¿Por qué me han convertido en objeto de placer desde los cinco años, cuando mi trabajo sólo es vivir y reproducirme? Pues porque una panda de hijos de puta, como ya habían resuelto su vida, tenían la necesidad de satisfacer la perversión que su cerebro (aburrido y con la imaginación desbordada, pues ya no necesita pensar para sobrevivir) había creado.
Queen se detuvo para coger aire.
— Entonces, ¿ésta es la razón por la que querías cargarte a la humanidad?
— ¿No te parece suficientemente buena? Sé que es tópica. Hay miles de historias creadas por humanos que quieren destruir a la humanidad por causas como la mía. ¿Pero te has parado a pensar por qué es un tópico? Pues porque ni siquiera vosotros sois capaces de encontrar una solución a vuestros problemas. La única que veis es la destrucción. Y yo os la quería ofrecer. Mi objetivo era crear una especie que os extinguiera. Quería dejar hechos los cimientos para que, cuando yo muriera, mis criaturas siguieran reproduciéndose y evolucionando hasta que pudieran destruiros. Parece un plan absurdo e imposible, soy consciente de ello. Pero, al menos, quería hacer tanto daño como pudiera. Añadir mi granito de arena para liberar este planeta del peor parásito.
Callé otra vez. Era incapaz de juzgarlo, aunque su objetivo y su plan se me antojaran una locura.
— Nos hemos detenido demasiado. Todavía no he acabado la historia. Ya te he explicado lo más importante, pero me gustaría desahogarme del todo —continuó él.
— Adelante, te escucho.
— Después de unos meses en la ciudad, unos tipos me ofrecieron participar en sus "negocios". Decían que me habían visto deambulando y que tenía buena forma física, así que les interesaba. Una vez más, volvía a estar con la clase de humanos más asquerosa. Y, por primera vez en mi vida, me habían puesto un nombre: Daniel. Así me llamaba mi entrenador, ya que yo nunca le dije nombre cuando me lo pidió. De esta forma entré, sin saberlo, en el mundo de las luchas a muerte ilegales. ¿Quieres que volvamos a hablar de las necesidades absurdas y artificiales? Pues bien, después de un año de entrenamiento con el tipo que me recogió, llegó la hora de mi primer combate a muerte. Me tocó en el interior de una jaula, y el contrincante era forzudo y experimentado. Puesto que yo era principiante y no especialmente grande (tenía buen físico, pero no iba cargado de esteroides), me dejaron escoger un arma. Las opciones eran una red hecha con cuerdas y un bate de béisbol. Sin dudarlo, cogí la red. El combate duró veinte minutos. El rival corrió contra mí y yo le tiré la red. Iba tan confiado que no la pudo esquivar. Una vez en el suelo, me lancé encima de él y, aprovechando que no dejaba de moverse para quitarse la red de encima, empecé a enredarlo. Al final, el tipo quedó paralizado. También hay que decir que le había roto piernas y brazos mientras lo atrapaba. Convertido en un saco de patatas, lo agarré de las piernas y, hasta que dejó de respirar, lo fui estampando contra los barrotes de la jaula. Una vez muerto pedí un cuchillo. Me lo dieron y, con él, lo abrí y lo destripé.
Sentí un escalofrío.
— No me mires así. Hasta ese momento, me había comido todo lo que había matado. Así que, ya que había cazado un humano, quería ver qué podía aprovechar. El combate encantó al público, y desde ese momento empezaron a llamarme Daniel, la Araña Reina, por la manera en la que había usado la red. Y de ahí mi apellido. Y a pesar de que sólo la usé un par de veces más, el nombre artístico cuajó entre todos los de la industria. Así, de los veintiuno hasta hace poco menos de un año, he estado matando imbéciles en jaulas para satisfacer a otros imbéciles. Al hacerlo, me doy cuenta de lo inútiles que sois. Peleáis pensando que todo se ajusta a vuestras normas. Cada vez que tenía un combate, el contrincante venía con la intención de pegarme un puñetazo o una patada. Yo, en cambio, saltaba sobre él y le destrozaba el cuello con una dentellada o clavándole los dedos. Ah, y por cierto: fue durante las primeras luchas ilegales cuando empecé a oír hablar del famoso Toro de la Central, el policía más peligroso de toda la ciudad. Todo el mundo le tenía un terror absoluto, pero yo no lo había visto nunca. Quién me iba a decir que sería Gutts.
— Y hace poco menos de un año encontraste la pluma, ¿verdad?
— Sí, paseando después de un combate. La Editora me explicó cómo funcionaba y la primera prueba que hice fue dibujar un león. Efectivamente, apareció. Y no sólo eso: también me obedecía. Me llené de felicidad. Por fin podía vengarme y devolver la gloria perdida a la naturaleza. Cargado de libros sobre biología y zoología, recorrí toda la ciudad buscando un lugar escondido hasta que encontré esa fábrica abandonada. La convertí en un nido, empecé a idear mis bestias (no negaré que me inspiré en mi nombre artístico) y el resto es historia. Aquí hemos acabado.
Queen hizo un último suspiro, marcando el final de su narración. Nos miramos unos segundos. Me levanté y me coloqué en el umbral de la puerta de la habitación, mirando de frente la entrada abierta de casa. El sol se había vuelto más intenso. Manteniendo la mirada, comencé a hablar, intentando destensar el momento.
— Manda huevos que el tío que me ha dado más problemas hasta ahora tenga unas aspiraciones tan tópicas. Espero que el resto de Escritores no sean tan decepcionantes como tú.
El chico se cabreó. Estaba sensible.
— ¿Qué te has creído, cabrón? Quizá ahora puedo parecer tópico, pero sigo siendo un personaje con potencial y tengo tiempo para mejorar. Además, es el lector el que tiene que ponerme la etiqueta, no tú.
— ¿Aún tienes tiempo de mejorar, dices? Hombre, pues te tengo que dar la razón: en la cárcel tendrás tanto tiempo libre como quieras.
— ¡Je!
Queen dio un salto y se enganchó en el techo. Se puso de pie y me miró desde arriba, con arrogancia y boca abajo.
— ¿En la cárcel, yo? Te recuerdo que desde hace unos años soy un ser libre. No echo de menos la reclusión. Además, aún tengo asuntos que arreglar —declaró.
— Y yo te recuerdo que cuando he entrado en la habitación hemos encarnado los papeles de vencedor y vencido. Y como vencedor, tengo derecho a decidir el castigo para el vencido. Así que ya puedes bajar y acompañarme al calabozo, media mierda.
Queen se desenganchó y, dando la vuelta en el aire, volvió a caer al suelo de pie, justo a mi lado. Al momento, me rodeó el cuello con el brazo y acercó mi cara a la suya. En esa posición, parecíamos dos borrachos saliendo del bar abrazados.
— Y por supuesto que iré, no te preocupes. Pero antes, tú y yo tenemos que cargarnos al resto de Escritores. Especialmente al hijo de puta de las gafas.
— ¿Ahora somos aliados? —pregunté, sorprendido ante ese buen rollo tan súbito.
— Tu duda me ofende, Cross. Tú y yo somos compañeros de orfanato que hemos pasado por lo mismo, así que no puedo hacer más que considerarte un hermano. ¡El dúo Kyle Cross-Peter Gutts se rompe para dejar entrar a un nuevo elemento dispuesto a liarla parda!
— ¿Y me tengo que fiar de ti? Te recuerdo que por culpa tuya he protagonizado el momento más gore de lo que llevamos de historia. Cada vez que me tumbo me imagino que se me volverán a salir los intestinos.
— ¿De verdad? Pues yo no lo recuerdo. Me habría gustado verlo. Debía de estar persiguiendo al Toro en ese momento. Si te hubiera rematado o hubiera dejado a una de mis pequeñas vigilando tu cuerpo habría triunfado.
— ¿Ves? Me dices que somos hermanos pero al mismo tiempo dices que te habría gustado verme morir y que, si fuera por ti, ahora podría ser un cadáver.
— No intentes entenderme con tu lógica humana, Cross. Yo ya hace mucho tiempo que la abandoné.
Me deshice de su brazo y me aparté.
— Bueno, dejémonos de tonterías. Si ahora somos aliados, tenemos que trazar un plan —ordené.
— ¿Plan? Yo voy a mi bola.
Volvió a subir a la cama y abrió la ventana.
— ¿Y qué coño quiere decir "ir a tu bola"?
— Pues que ya tengo detectada a la presa: un hijo de puta con gafas que se mete allí donde nadie se lo pide.
Suspiré, derrotado.
— Por mucho que me queje no me harás ni caso. Qué remedio, ¡vete y procura no volver con las manos vacías!
— Descuida. Dile al Toro que ahora somos aliados, no quiero llegar y que me meta uno de sus famosos puñetazos.
Pegó un salto con tanta potencia que toda la cama rebotó varias veces. Cuando me acerqué a la ventana, ya había desaparecido.
Después de comprobar que la cama no hubiera sufrido ningún desperfecto y de haber cerrado la ventana y la puerta del piso, cogí el teléfono. No funcionaba.
Al pobre aparato le cayó una decena de hostias antes de que su agresor, o sea yo, se percatara de que lo había desenchufado la noche anterior. Supuse que lo había hecho para que la pesada de Clea no molestara con sus llamadas. Por curiosidad, revisé el móvil. Como siempre, no tenía batería.
Enchufé el teléfono. Enseguida recibí cinco mensajes en el contestador y una veintena de llamadas perdidas. Di un paso atrás y comencé a esperar con las manos en la espalda. Al cabo de treinta segundos, el aparato sonó.
— Buenos días, princesa. No sé por qué, pero esperaba tu llamada.
— ¿De qué vas, imbécil? Si la hubieras esperado habrías contestado antes. Llevo llamándote desde las seis, y por lo que veo te importa una mierda si tu mujer está preocupada por ti o no.
— Yo a las seis todavía duermo, nena.
— Vaya, ¡qué suerte que tú has podido dormir! Mira tú por dónde, ¡a mí la falta de noticias tuyas no me lo ha permitido!
— Coño, Clea, no te me pongas tan melodramática. ¿Ya te has puesto el tampón?
Colgó con tal violencia que sentí el golpe desde el otro lado. La culpabilidad comenzó a apoderarse de mí y caí en que quizá tendría que dejar a un lado la broma. No valía la pena seguir molestando a Clea de esa forma después de haber dejado que lo pasara tan mal. Así, volví a marcar el número de casa. Tardó un buen rato en contestar. Y al hacerlo, se sentía de fondo un zumbido intenso y repentino, parecido a los que se oyen en las obras.
— ¿Qué quieres ahora? —exigió.
— Te pido disculpas. Ya sabes que por la mañana acostumbro a tener ganas de tocar los cojones a todo el mundo. No te he contestado porque tenía el teléfono desenchufado. Si te explicara cómo fueron las cosas ayer entenderías el por qué. Ya te confirmo que tanto Gutts como yo estamos perfectamente, así que no te preocupes.
— Eso ya me gusta más. Ya sabes que yo no me meto en tus asuntos porque no quiero molestar, pero sólo te pido que después de hacer algo peligroso me informes de cómo estás. ¿Ganasteis, entonces?
— No sólo ganamos sino que Daniel Queen se ha convertido en un aliado. Resulta que era compañero mío de orfanato.
— ¿De verdad? ¿Erais amigos?
— No exactamente. Nos conocíamos poco. Pero aun así, me considera un hermano y está dispuesto a ayudarnos. Falta ver cómo acabara yendo la cosa.
Clea no sabía prácticamente nada de mi pasado. De hecho, sabía menos que tú, lector. Lo único que le expliqué unos meses después de conocernos fue que yo era huérfano y que el viejo Arnold (al que ella conoció personalmente) me había adoptado a los doce años. También sabía que había tenido una infancia dura y que todavía arrastraba ciertos problemas de entonces. Pero no conocía los detalles. Algún día, cuando me sintiera preparado, esperaba poder explicarle toda la verdad. El zumbido no se había detenido en toda la conversación, y ya se me estaban hinchando los cojones.
— Por cierto, Clea, ¿qué coño es ese ruido que se oye? Antes no estaba y por su culpa casi no te oigo.
— ¿El ruido? ¡Ah! Son los tampones usados que te tenía preparados. Los estoy triturando.
Mi corazón, durante unos segundos, dejó de latir.
— ¡¿P-P-P-Por qué?! ¡¿Por qué trituras mis tampones?! —grité, desesperado.
— Así aprenderás a no reírte de tu esposa. Por mucho que te disculpes, sé que lo volverás a hacer. Así que la mejor manera de que te quede clara la lección es con un castigo. Anda, como los niños pequeños.
— ¡No puedes ser más rencorosa!
— ¿Yo? Sí, mucho, y me encanta.
— Por cierto, Cla, estás en casa, ¿no?
— Sí, ¿por? Estoy a punto de ir a trabajar.
— ¿Puedo pasar un rato?
— ¿Qué te ha dado ahora?
— Nada. Tengo ganas de verte, eso es todo.
Clea soltó un cariñoso suspiro.
— ¿Ahora piensas convertir esta historia en una novela romántica de adolescentes? Porque esa frase es típica del género.
— Mujer, no creo que pueda ser de adolescentes cuando ambos superamos la treintena.
Rio unos segundos.
— Venga va, ven. Pero será poco rato.
— En seguida estoy allí.
Colgué. Animado, salí del piso e inicié el camino hacia casa de mi mujer. Al bajar la escalerilla, sin embargo, caí en la considerable distancia que había entre ambos domicilios y del poco tiempo que tenía antes de que ella se fuera a trabajar. Esa mañana, sin duda, no era la mía.
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