¿Te he dicho que en mi casa quien cocina soy yo?

Bueno, no siempre, ya que a Clea le encanta cocinar y vamos haciendo turnos. Pero sé cocinar, y bastante bien, por lo que me dicen. Y es que, tal y como sentenciaba el viejo: un hombre del siglo XXI, si quiere cuidar como Dios manda a su mujer, ¡debe saber cocinar!

Y por eso, a partir de los catorce años, cada día el viejo Arnold me enseñaba a cocinar un plato diferente. Era un chef excelente, y tenía memorizadas una infinidad de recetas.

Mi plato preferido (y, gracias a la genética, el de mi hija) siempre ha sido el estofado. El día que hacía estofado, la casa se convertía en un gallinero. Mi hija y yo nos pasábamos toda la mañana saltando y bailando mientras se hacían la carne y las patatas. Para Clea era un día insoportable, ya que, encima, a ella el estofado no le emociona demasiado. Aquellos días acostumbraba a sentarse en el comedor y leer, ignorándonos.

¿Y por qué hablo ahora de cocina? Pues porque me permite hablar de mi casa (y si no me lo permite me importa tres cojones).

Es una casita pequeña de dos plantas que se sitúa en las afueras de la ciudad. Se estructura a partir de un pequeño pasillo que conecta la entrada con las diferentes habitaciones. Este pasillo da, a la izquierda, al comedor y la cocina. Por la derecha da al baño y al segundo piso. El comedor es la habitación más grande de la casa y conecta con la cocina y el jardín. Con éste último lo hace con dos puertas de vidrio que dan luz a la habitación. En el piso de arriba están los dormitorios (el que compartíamos Clea y yo y el de Eve), un segundo baño y mi despacho, bastante aislado de toda la casa (porque a mí me gusta estar solo de vez en cuando). El despacho da a un pequeño balcón y, de tanto en tanto, cuando ella lo necesitaba, lo compartía con Clea.

Y allí me encontraba, delante de aquella casa de tejado naranja. Eran las nueve de la mañana y los nervios bailaban la conga encima de mi columna vertebral. Había llegado la hora. El momento esperado. Por fin tocaba poner punto y final a nuestra etapa más baja. Basta de broncas, miradas al suelo y silencios infinitos.

Recuerda, Kyle: evitar el silencio, no bajar la cabeza. La imagen de Elizabeth me dio ánimos y, decidido y cargado de valentía, llamé al timbre.

Clea abrió la puerta con un movimiento rápido y fuerte. Llevaba el cabello recogido en una cola (como siempre), una camiseta negra y unos pantalones bastante cortos.

— Te estaba esperando —dijo, mirándome.

— Ya lo sé. Me lo has recordado tres veces —contesté, haciendo un esfuerzo terrible por no sentirme avergonzado y mantener la valentía.

— Antes que nada, te tengo que pedir perdón por el tono de la conversación de ayer. Ya viste cómo iba...

Ahora era el momento. La cara de vergüenza de Clea empezaba a dar paso a una mirada triste. Noté el ligero movimiento hacia abajo de sus ojos. Tenía que llamar su atención de alguna forma.

— ¡Tranquila, no pasa nada! ¡Ibas caliente y necesitabas que tu marido te hiciera un "spiderman"! La próxima vez me avisas y...

Después de una cara llena de sorpresa seguida de cierto cabreo, cerró la puerta con el mismo movimiento con el que la había abierto minutos antes. Sentí como si el tiempo se hubiera parado. ¿La había cagado? No lo sabía, pero al menos había conseguido que no bajara la cabeza.

Después de un rato, volvió a abrir.

— Te estaba esperando —repitió, mirándome.

— Sí. Y aquí estoy.

— Antes que nada, te tengo que pedir perdón por el tono de la conversación de ayer. Ya viste cómo iba...

Esta vez sus ojos siguieron clavados en los míos. Primera fase de la misión completada.

— ¡Tranquila! Esto nos pasa a todos, no te preocupes. ¿Puedo entrar ya?

Durante unos segundos ella mantuvo el silencio, mirándome. Sus ojos, llenos de curiosidad y extrañeza, pero al mismo tiempo brillantes y positivos, me descolocaron.

Mi parte frágil me pedía que bajara la cabeza: no tenía derecho a mirarla. Mi orgullo masculino me exigía que le agarrara la cara en aquel mismo momento y que le diera un morreo de película.

Recordé las palabras de Elizabeth: sé un hombre, pero con prudencia. Y así, mantuve la decidida mirada.

Al cabo de unos instantes mirándonos fijamente, Clea sonrió. Yo hice lo mismo.

Y, sin que ninguno de los dos se lo esperara, como un impulso sincronizado, nos echamos a reír como niños pequeños. Así estuvimos durante casi un minuto.

— Esto me ha traído recuerdos de los buenos tiempos —dije, sin darme cuenta.

— Sí, los buenos tiempos...

PAF! Clea comenzó a bajar la cabeza. Mierda, la había vuelto a cagar. ¿Eres imbécil, Kyle? ¿Por qué coño tenías que hacerla recordar? La segunda fase de la misión comenzaba.

— ¡Traigo la pluma! ¡Espero que tengas preparados mis tampones! —exclamé, desesperado.

— Sí, los tengo dentro. Pasa —respondió, sorprendida pero volviendo a mirarme a los ojos.

Cruzamos el pasillo y nos dirigimos al comedor. Era una habitación grande con pocos muebles. Entre éstos había pequeños armarios situados al lado de la pared con fotografías nuestras, una mesita de vidrio en medio, la televisión al fondo, un sofá bastante ancho detrás de la mesita y al lado de éste mi butaca negra de cojín blanco.

Esta butaca era muy especial. Me la compré para mí solo, y mi culo fue el único que la ocupó hasta que un día Eve se sentó en ella. Yo me cabreé y la eché. Pero aquel día marcó el inicio de una guerra: siempre que podía, me quitaba la butaca y yo tenía que echarla de ahí.

Un día, cansado, escribí "Papa" con rotulador permanente en el cojín. Eve, al verlo, se enfadó y se sentó en la butaca.

— ¡Pues ahora me siento encima de papá! —exclamó.

— Pero ahí pone "Papa". ¿Dónde te sentarás: encima de papá o encima del Papa, el de Roma? —respondí yo, queriendo pasarme de listo y dejándola descolocada.

Y entonces ella puso aquella cara que siempre puede conmigo.

Cuando a Eve le dan algún dato que no conoce, adopta una posición muy peculiar y muy mona: calla por completo, fija la mirada, abre mucho los ojos, abre un poco la boca y gira ligeramente la cabeza. A veces también lo acompaña con un pequeño movimiento de piernas o jugando con su cabello. Esto indica que está esperando una explicación. Yo intento satisfacer su curiosidad, pero siempre que pone esta cara no puedo evitar comérmela a besos.

Aquel día también lo hice y, una vez acabamos, le pusimos el acento a "Papa" y escribimos "Eve" en el otro lado del cojín. Así, papá siempre se sentaría sobre Eve y Eve se sentaría sobre papá. Un juego bastante extraño, lo reconozco, pero era nuestra particular guerra.

Me emocioné al ver que todo seguía igual y que el cojín de la butaca mostraba el nombre de mi hija.

— No ha vuelto a sentarse en la butaca. Dice que hasta que papá no se siente sobre Eve, Eve no podrá sentarse sobre papá —dijo Clea, al ver que mi mirada no se desenganchaba del mueble.

Una extraña tristeza que me hizo sonreír ocupó momentáneamente mi cuerpo. Mientras este sentimiento se iba, cogí la butaca y la coloqué delante del sofá, con la mesita de vidrio en medio. Clea se sentó en el sofá, de forma que nos mirábamos cara a cara. Así me aseguraba de que Clea se sintiera observada por mí en todo momento. Quizá se le hacía un poco incómodo, pero así sería más fácil completar la misión.

— Va, saca la pluma. Tengo ganas de verla —pidió Clea, impaciente.

— ¡No tan rápido, princesa! ¡Exijo un intercambio! —exclamé, con el objetivo de mantener el bueno humor que habíamos conseguido en la entrada.

— ¿Un intercambio? —preguntó ella, intrigada.

— Tampones por plumas.

Clea suspiró. No tuve en cuenta la bajada de cabeza que aquel gesto implicó, ya que no tenía que ver con el pasado. Se levantó y me trajo del baño una bolsita hermética con tres tampones llenos de sangre.

— Todavía no entiendo cómo participo en estas locuras —dijo mientras dejaba la bolsita encima de la mesa.

— ¿Sólo tres? Joder, chica, podrías ser un poco más generosa —le reproché para enfadarla un poco y encenderla por dentro.

— Tenía más, pero ya daban asco, y éstos son los más recientes. Antes te obligaba a quemarlos, así que, si te vas a quejar siempre que te los dé, al final me pasaré a las compresas.

— Hazlo y pido el divorcio —amenacé.

— No tienes cojones, pedazo de fantasma. Sabes que no puedes vivir sin mí.

Aquella respuesta me llenó de alegría y no pude evitar soltar una carcajada. Los consejos de Elizabeth estaban funcionando: al menos por un momento, había conseguido que la Clea de antes volviera. Debíamos seguir en aquel camino durante el resto de la reunión.

Una vez calmado, saqué las plumas del bolsillo de la gabardina y las coloqué encima de la mesa.

La mirada de Clea se inundó de sorpresa y curiosidad. Parecía un niño con un juguete recién descubierto. Sin decir nada y con los ojos iluminados, cogió mi pluma.

— Cuidado. Cualquier pequeño movimiento la hace peligrosa —avisé.

— Ésta es la tuya, ¿no? Recuerdo que me dijiste que era azul —contestó, concentrada en el juguete.

— Sí, con ésta se materializan sentimientos, conceptos abstractos y otras mierdas bastante extrañas.

— ¿Puedo probarla? —me pidió.

La mirada de Clea era la de un niño ilusionado. Aquellos ojos me derritieron por dentro. Pero debía actuar con cuidado. Me quedé en silencio unos segundos, pensado si los efectos secundarios se manifestarían también en Clea. Estaba bastante convencido de que éstos sólo aparecían cuando la pluma era utilizada de forma reiterada. Pero quizá sólo era una impresión mía. Al final decidí arriesgarme.

— Pruébala, si quieres. Pero dime qué escribirás. Ten en cuenta que la pluma materializa los sentimientos y los conceptos en función de cómo los percibe la persona los escribe. Así que quizá hay cosas que no quieres que vea.

— Vaya... Pues no sé con qué probarla —expresó ella, un poco desilusionada.

— ¿Quieres que lo escriba yo?

— ¡Sí, hombre! ¡Tú ya sabes qué saldrá, así que no tendrá ninguna gracia! Proponme algo.

— Amor.

— ¡No! ¡Qué vergüenza! —exclamó ella, sonrojándose.

— Tristeza.

— No me gusta.

— Felicidad.

— Tampoco me convence.

— Hija mía, ¡¿qué carajos quieres?! —exclamé, desesperado.

— Pues algo más original. Más sorprendente —murmuró ella.

— Pues prueba con "sorpresa" —concluí, harto.

La cara de Clea cambió y empezó a preguntarme con la mirada si lo que decía lo estaba diciendo en serio. No se la veía muy convencida como para escribir lo que yo le había dicho. Después de unos segundos, sin embargo, cambió de opinión. Parecía que se había quedado sin ideas.

— Vale, pues probemos con "sorpresa".

La tinta azul empezó a surgir al son de los suaves movimientos de Clea. Una vez finalizada la escritura de la palabra, las letras se convirtieron en una esfera blanca muy brillante. Ella se quedó maravillada.

— Caray, tú. Qué sorpresa —dije, con ironía.

Pero la ironía duró bien poco. Y es que la esfera, inesperadamente, explotó con una violencia que superaba la de los proyectiles de mi lanzacohetes. El susto fue tal que caí hacia atrás junto con la butaca, metiéndome una hostia de narices.

La explosión no soltó ni humo ni fuego. Fue un estallido de luz totalmente inofensivo.

Tan pronto como el susto nos permitió, me levanté y, recolocándome junto a la butaca, pregunté a Clea si se encontraba bien. Ella también hizo esto último, viendo que me tocaba la cabeza para calmar el dolor del golpe.

— Estoy bien... Pero un poco sorprendida —confesó.

— Pues ya somos dos.

Nos miramos unos segundos y, como en la entrada, comenzamos a reír igual que un par de locos.

— Vaya, creo que te debo una disculpa —dijo ella, una vez calmados.

Aquello me causó más sorpresa que la propia explosión. Pero, en cierta forma, eran las palabras que más deseaba oír.

— ¿Por qué? —pregunté, con la intención de profundizar más en sus disculpas.

— Pues por no haberte creído. Si te hubiese pedido que vinieses antes, nos habríamos ahorrado una bronca innecesaria. Eres mi marido: debería confiar más en ti.

En aquel punto, Clea volvió a reincidir. Su tono de voz se entristeció y su cabeza comenzó a bajar. A por ella, Kyle.

— ¡Qué va! Fue culpa mía por habértelo dicho de aquella forma. En primer lugar, debería haber venido yo a enseñarte la pluma antes de decirte nada. Además, ya sabes cómo soy. A mí nunca se me debe tomar en serio. Siempre hablo en broma. Y por eso has de desconfiar de todo lo que digo, aunque sea tu marido. Y una locura como esta es difícil de creer.

Se me ocurrió aquello con la finalidad de quitarle la culpa, y no negaré que era lo que sentía de verdad. Una vez más, Clea me miró sorprendida. Al instante, sin embargo, volvió a bajar ligeramente la cabeza. Aquello hizo que preparase a la velocidad de la luz otra tontería para que volviera a subirla. Por suerte, volvió a mirarme. Falsa alarma. Tercera fase de la misión completada con éxito.

— Hablemos ahora de las otras personas con plumas como éstas —me pidió, animando el tono de voz.

Me puse la mano en el bolsillo y saqué cuatro papelitos. En tres de ellos había un dibujito de tres Escritores distintos: Daniel Queen, el loco de las gafas que se hacía llamar Cicerón y la chica de cabellos blancos. En el cuarto papel había dibujado a la Editora. Eran monigotes pequeños y cabezudos, no muy detallados. Qué quieres que le haga, mis dotes artísticas son nulas.

— ¡Qué dibujos más monos! ¿Los has hecho tú? —dijo Clea, con una vocecita muy cariñosa.

— Sí, son míos. ¿A que soy un artista? Pero vamos al grano: éstos son los cuatro enemigos a los que nos enfrentamos. Los tres Escritores dependen de la Editora: este dibujito rojo. Es el enemigo más fuerte a eliminar y por ahora lo dejaremos, ya que es un ser cuya naturaleza no es un misterio y que, como ya te dije, es el creador de las plumas. De los Escritores sólo conozco el nombre de uno: el de cabello negro, que se llama Daniel Queen. A los otros dos sólo los he visto una vez y, en el caso del de las gafas, lo conocí ayer mismo. Se hace llamar Cicerón. A diferencia de Margareth Crown (la niña que derrotamos ayer), que era bastante predecible, desconozco lo que buscan estos tipos. Daniel Queen es un chaval muy oscuro que hace cosas extrañas, pero creo que tiene la cabeza bien amueblada. De momento, es el más peligroso de todos. De la chica de cabello blanco no sé nada: sólo que rompió la alianza con Margareth porque había invocado una niebla "demasiado oscura" y que me metió una paliza de narices. Y del tal Cicerón sólo puedo decir que parece estar muy loco. Nos cogió la pluma de Margareth e hizo algo muy extraño sobre lo que debo preguntar a la Editora. De todas formas, la intuición me dice que también quiere las plumas.

— Pero, si no recuerdo mal, me dijiste que eran seis los que tenían la pluma. Quitándote a ti y a la niña, quedan cuatro personas. Aquí hay tres. ¿No falta una?

— La otra es Elizabeth Eilburn. Es una señora anciana que va en silla de ruedas, es totalmente inofensiva. Además, es un encanto. De hecho, me regaló su pluma, pero decidí que se la quedase ella.

— ¿Seguro que puedes confiar en ella? Si toda esta gente es como dices, hay que ir con cuidado.

— Gutts me dijo lo mismo, curiosamente. No te preocupes. ¡Es una mujer maravillosa! Ayer fui a pedirle consejo por la reunión de hoy y me ayudó mucho. Además, es preciosa. Me he enamorado de ella.

— ¿Ahora me pones los cuernos con una vieja? —preguntó ella de repente.

— ¡Que no, mujer! ¡Es una forma de hablar!

Clea rio. La reunión iba muy bien. Debíamos seguir así.

— Bueno, pues si estás enamorado de ella, supongo que puedo estar tranquila.

Y volvió a reír. Clea sabía muy bien que yo no utilizo el verbo "enamorar" a la ligera. Sabía a la perfección que cuando yo "me enamoro" de una mujer quiero decir que la admiro profundamente y que me he interesado por su misterio. Pero eso no quiere decir que la ame. Mi amor implica que desee resolver el misterio, y eso sólo lo había conseguido Clea.

— Creo que me quedo con la chica. Es de quien menos cosas sabes y me siento más cómoda buscando información de una mujer —continuó.

— Como quieras, pero te pido que tengas cuidado. Y cualquier cosa que encuentres, por pequeña que sea, quiero que me la cuentes.

— Tú tranquilo: pronto tendrás el trabajo hecho.

— ¿Y de dónde sacarás la información? Ahora me estás descolocando.

— ¿Y a ti qué te importa? Las mujeres como yo tenemos nuestros contactos... Y nuestros secretos —respondió, con una voz muy sensual.

En aquella última frase Clea modeló la voz con tal de manipularme y hacer que dejara de preguntar. Yo lo sabía, pero me daba igual: ¡qué manipulación más dulce!

Y con aquello ya habíamos completado el objetivo de la reunión. Me acababa de sacar un peso de encima, por fin me sentía libre. Ahora Clea confiaba en mí y habíamos roto un hielo que parecía indestructible unos días antes. Pero tenía ganas de más: quería seguir hablando con ella.

— Por cierto, cambiando de tema: ¿cómo están tus padres? Llevo tiempo sin hablar con ellos —pregunté.

Clea volvió a agachar la cabeza. En un principio quería permitir que lo hiciera porque estábamos entrando en un tema complicado. Pero entonces volví a recordar a Elizabeth: si dejaba que volviera a entrar en el ciclo, corríamos el riesgo de perder todo lo que habíamos conseguido.

Pero le tocaba a ella contestar, así que no podía hacerle otra pregunta. Mientras su mirada se llenaba de melancolía, una tontería se me pasó por la cabeza.

Y al final lo hice: como un mago a punto de revelar un truco de magia impresionante, levanté la mano derecha y chasqueé los dedos.

Aquello llamó la atención de Clea, que levantó la cabeza mirándome con desconcierto. Ella no sabía por qué había hecho aquello y me lo preguntaba con los ojos. Yo contesté con la mirada más viril y decidida que pude poner.

Ella lo captó enseguida. Se recolocó en el sofá y volvió a mirarme a la cara, animada.

— Como siempre. Y se han acostumbrado a nuestra situación. Además, ya sabes que ellos no te guardan ningún rencor. Pero sí que siguen un poco dolidos, y mi madre quizá un poco enfadada. A mi padre ya lo conoces. No está enfadado pero sí que espera una explicación. Siempre me dice que debéis hablar de hombre a hombre. Cada vez que hablo con ellos me preguntan por ti.

— Me alegro de que estén bien. Cuando acabe todo esto les haré una visita.

Si aquella conversación la hubiéramos tenido un mes antes, mi respuesta hubiera incluido un "intentaré reunir el valor y...". Pero aquello sólo expresaba derrota por mi parte. Y sabía muy bien que era lo peor que podía hacer. Así que, nuevamente con decisión, contesté lo que ves más arriba.

Ella se sorprendió una vez más de mi convicción. Me lanzó una mirada de agradecimiento.

Clea sólo conocía mi pasado a grandes rasgos. Sabía que yo soy huérfano y que me había criado el viejo Arnold. Siempre me ha sabido mal que Eve no haya podido tener unos segundos abuelos. Pero los padres de Clea, por suerte, son unos abuelos fantásticos.

Mi mujer es hija única. Su padre, el señor George Larone, es un hombre de los pies a la cabeza. Alto, ancho de hombros y con una barba bien cuidada. Siempre viste con una elegancia impresionante y su tono de voz, profundo, suave y pausado, es lo más masculino que me he tirado nunca a la cara. Me pone caliente incluso a mí, que no me gustan los hombres.

Detrás de esta apariencia firme, sin embargo, se esconde la persona de quien Clea ha heredado su gran sentido del humor y su tolerancia a las locuras. El señor George es un hombre con un sentido de la comicidad formidable. Su agilidad mental le permite captar cualquier broma. Eso supuso un punto a favor para mí, ya que pronto conectamos gracias a nuestro humor cínico y oscuro.

Cada vez que nos veíamos, nos sometíamos a un "Examen de Cordura": ambos nos sentábamos uno delante del otro e iniciábamos una conversación que no llevaba a ningún sitio. Durante una hora manteníamos un diálogo estúpido, absurdo y sin sentido. Si conseguíamos mantenerlo hasta el final, quedábamos aprobados. Haciendo esto cuidábamos nuestra locura y nos asegurábamos de que ninguno de los dos se había vuelto más sensato en el tiempo en el que no nos habíamos visto.

La madre de Clea, la señora Marie Larone, es todo lo contrario a su marido. Ella es quien manda en su casa. Una mujer muy clásica y sobria, con un posado que impresiona. A pesar de esto, siempre habla con una sonrisa en la boca. Además, se deshace enseguida cuando su marido hace alguna broma. Es una señora bajita y grande que, con sus batas de colores deslumbrantes, siempre camina con mucha dignidad. Su marido se pone recto enseguida cuando su mujer le llama la atención, pero éste siempre intenta hacerla sonreír con cualquier cosa. De ella heredó Clea aquella seriedad y carácter fuerte que a mí tan caliente me pone.

Me costó muchísimo ganarme a la suegra, ya que yo era como un intruso en su casa. Y todavía era peor teniendo en cuenta que yo le estaba robando a su única hija. Además, aunque Marie tolerara las de su marido, mis bromas no le hacían ninguna gracia.

Con el tiempo, sin embargo, acabamos teniendo muy buena relación. Y con el nacimiento de Eve, ésta mejoró. Están completamente enamorados de su nieta, especialmente Marie.

Mi separación con Clea les afectó mucho. Fue ella quien primero les dio la noticia. Yo, no obstante, decidí no huir y, después de unos días, me presenté en su casa. Les expliqué todo lo que había ocurrido. Después de unos minutos de silencio, el señor George decidió echarme de su casa. No lo hizo de malas maneras ni estaba enfadado. Él sabía que algo me había ocurrido, ya me conocía. Antes de irme, sin embargo, me dijo que la próxima vez que nos viéramos hablaríamos de hombre a hombre.

— ¿Y a Eve cómo le va la escuela? —pregunté, volviendo a cambiar de tema.

— Bien. El problema es que los profesores se quejan de que es una niña demasiado activa. Y alguno me ha llegado a insinuar que está como una cabra. El otro día me llamaron porque en la hora del patio ella y sus amigos se encontraron uno de aquellos escarabajos grandes y negros. Eve lo cogió y se lo llevó a la boca.

— ¿Qué me estás contando? —pregunté, incrédulo.

En aquel momento, un recuerdo me encendió una carcajada incontrolable. Al mismo tiempo, me llené de orgullo.

— No te rías, hombre —se quejó Clea.

— ¿Y qué hizo después de metérselo en la boca? —pregunté, todavía riendo.

— Después de masticarlo un rato, lo vomitó junto con todo el desayuno.

— ¡Ja ja! Pues eso me parece que es culpa mía —reconocí, intentando calmarme.

— Ah sí, ¿por qué? —preguntó mi mujer, con un incipiente cabreo en sus ojos.

— Porque hace un tiempo estábamos viendo un documental de viajes en casa y salió uno de aquellos países orientales donde comen insectos. Yo le dije que me gustaría probarlo. Ella hizo cara de asco y me preguntó por qué. Y le respondí que en esta vida hay que probar de todo.

— ¡Pues mira dónde ha acabado la lección! A ver si te controlas un poco con tu hija —me recriminó, frunciendo el ceño.

— ¡Pero qué dices, si hace muy bien! ¡Ahora ha aprendido por sí misma que los escarabajos no se comen! Al menos, no crudos. Cuando la vea le diré que estoy orgulloso de ella. Además, ¡fíjate tú qué buena memoria tiene la chica!

Clea suspiró. Pero a continuación se le escapó una sonrisa. En el fondo, mis aventuras con Eve la divertían. Volvió a levantar la cabeza, esta vez con unos ojos llenos de cariño.

Estuvimos unos segundos cruzando miradas. Finalmente, puesto que ambos nos habíamos quedado sin temas de los que hablar, acordamos que era hora de que me fuera.

Coloqué la butaca en su sitio y giré el cojín.

— Dile a Eve que ya puede sentarse sobre papá —le pedí.

— Seguro que se pone contenta. Y si algún día de éstos tienes tiempo, no dudes en venir a ver a tu hija. Cuando le dije que no iría a tu casa en una temporada, casi se pone a llorar.

— En cuanto pueda pasaré. Y cuando acabe todo esto, ¡me la quedaré un mes entero!

— ¡Hey! ¡Ahora no me la quites! —exclamó Clea.

Ambos reímos. Nos dirigimos hacia la entrada lentamente, como si ninguno de los dos deseara que aquel momento acabase.

Abrí la puerta y, cuando me disponía a despedirme, Clea entró corriendo en el comedor. Aquella prisa repentina me intrigó. Al volver, llevaba la bolsita con los tampones usados. ¡Mira que eres burro, Kyle! ¡Cómo se te ocurre dejártela!

— Te olvidas la "esencia" de tu mujer. Tienes la suerte de que vivimos separados, porque si no fuera por eso no te los daría.

— ¡Ay, gracias! Cada noche huelo el interior de la bolsita y así consigo dormir mejor.

— Estás como una cabra.

— ¿Y tú no? ¡Te recuerdo que eres tú quien me los da!

Ambos reímos una última vez.

Ya conoces los juegos que Clea y yo teníamos con sus tampones usados. En aquellos tiempos a ella le enfadaba mucho que guardara su esencia. Ahora, en cambio, como sabía que no podía vivir sin ella, accedía a dármelos de tanto en tanto. Pero tenía que insistir.

Salí de casa, despidiéndome. Pero, después de dos pasos, la voz de Clea interrumpió mi trayecto.

— Kyle. No olvides que, aunque no vivamos juntos, que nos peleemos y que nuestra relación no esté pasando por el mejor momento, te quiero.

Aquello me alertó por última vez. Aunque el tono de voz utilizado por ella no era excesivamente triste, necesitaba asegurarme de que no había vuelto a agachar la cabeza.

Me giré, asustado.

Una alegría inmensa me poseyó. No sólo no había bajado la mirada, sino que sus ojos brillaban más que nunca, con una dulzura inefable. Me sentí realizado. Cerraba el puño con fuerza, intentando contener la euforia y la sensación de victoria.

— Yo también te quiero. Y una vez más, te pido perdón —expresé finalmente, calmado y afectuoso.

Ella me lanzó una última sonrisa llena de agradecimiento.

Y la reunión acabó. Lo habíamos conseguido, Kyle. La victoria era nuestra. Ahora acababa de comenzar una nueva fase en la relación: mantener el buen rollo durante las futuras reuniones. No sabía si sería fácil o difícil, pero lo más complicado ya estaba superado.

De camino a casa, reflexionando, concluí que tenía que dar las gracias de todo corazón a la señorita Elizabeth.

¡Qué coño, las gracias! ¡Le llevaría la caja de bombones más cara que encontrara!

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