Si Gutts no se jubila pronto, lo jubilaré yo

Y quizá no lo hago de forma pacífica. Qué cojones tiene, el abuelete, quitándome mi novela como si nada. A los lectores lo que les importa es mi drama, no el de ese viejo senil.

Y si no es mi drama lo que te interesa, ya te he explicado unas cuantas veces cómo enrollarte lo que estás leyendo y por dónde has de meterlo. Después de dos capítulos de lloriqueos ya tocaba un poco de bravuconería y mala educación.

El problema es que ahora tengo que seguir la trama como si no pasara nada, cuando lo que querría es reventarle la cara a hostias al idiota de Gutts. Maldito guión, tengo unas ganas de destrozarlo que no te las puedes llegar a imaginar.

La cuestión es que yo me encontraba apoyado en el balconcillo cuando llegó el viejo con el tanque que tiene por coche. Habiendo encontrado aparcamiento, se dirigió con paso ligero hacia el bloque. Subió la escalerilla y, saludándome, entró en su casa. Unos segundos después salió sin sombrero, sin gabardina y en zapatillas. Cogió la cerveza que yo le había dejado sobre la barandilla (sí, aun estando cabreado no pierdo los modales) y se apoyó en ella. Yo, por mi lado, bebí un batido de chocolate.

— Qué, ¿cómo ha ido? —le pregunté, mientras él abría la lata.

— ¿Cuántos años tiene su hija, Cross?

— Cinco. ¿Por?

— Hmmm... —hizo una pausa de unos segundos —Bueno, no creo que la edad sea un problema a la hora de que Margareth y Eve se hagan amigas.

— Mi hija es muy madura, no se preocupe.

— ¿Tanto como usted, Cross?

— ¿Eso es una indirecta, Gutts? Ha venido usted un poco subidito, ¿no? Veo un brillo bastante conmovedor en sus ojos. No querrá disimularlo con ironía, ¿verdad? —dije, metiéndome con el viejo.

— Yo no disimulo nada. Aquí el llorón es usted —desvió él, rojo como un tomate.

— No lo dudo, y por eso no me importa que usted llore delante de mí. No se contenga —insistí yo, con la intención de seguir tocándole los huevos.

— Siga con la broma y le giraré la cara —amenazó, harto.

— Caray, menudo genio. ¿Quiere un tampón? Puede usarlo tanto para secarse las lágrimas como para calmar su ira.

— ¿Y por dónde me lo meto, imbécil?

— Yo lo ayudo a encontrar un agujero.

— Basta —sentenció con una rabia intimidadora.

— Qué remedio... Y la herida de la mano de la chica, ¿qué tal?

— Todavía le duele bastante, pero en unos días le darán el alta.

— Un poco rápido, ¿no? Coño, que la niña tiene la mano perforada.

— Ya, pero por exigencias del guión Margareth tiene que venir a vivir conmigo en poco tiempo. Ya sabe que el autor de esto es especialista en tomarse licencias.

— Eso es cierto. En fin, cuando venga le haré un "tratamiento felicidad" y tendrá la mano como nueva.

— Ahora no me haga cosas raras a la niña —dijo el viejo, cambiando el tono de voz tranquilo a uno de ofendido.

— No lo diga así, hombre, que suena muy mal —hice notar yo, malpensando.

— Pues ahora que lo dice... Sí, suena muy mal.

El silencio nos invadió a ambos momentáneamente.

— ¿Y con su mujer cómo ha ido? —me preguntó.

— Mejor de lo que pensaba. Se ha ofrecido a ayudarnos a investigar. Dice que recopilará información sobre la chica de cabello blanco —contesté.

— ¿Al final la ha metido en esto? Creía que se lo pensaría dos veces e inventaría algo para ocultarle la verdad.

— Ella lo ha querido. Como ya le dije, paso de ser el típico héroe que, a pesar de tener una mujer o novia bien capaz, no quiere "ponerla en peligro". Clea tiene los suficientes ovarios como para protegerse ella sola. Basta ya de maridos y novios que se creen que su mujer o novia es un patito de porcelana que se rompe al mínimo contacto —afirmé, con decisión.

— Supongo que no tengo más remedio que creerle —se rindió el viejo.

— Por cierto, ¿Margareth le ha dicho algo? Aparte de hacerlo llorar, quiero decir —dije, cambiando de tema.

— Sí, una información muy valiosa.

— ¿Ah sí? ¿Cuál?

— Al parecer fue la Editora quien le dijo que robara todas las plumas. Si lo hacía, según le había dicho, podría revivir a sus padres. Y lo atacó primero a usted porque, puesto que es el más novato en esto de las plumas, era la presa fácil.

Al oír aquellas palabras la rabia me poseyó. Comenzó como un estallido en la punta de los pies y, a la velocidad a la que un volcán expulsa fuego y ceniza, subió hasta la cabeza.

Dejé de escuchar a Gutts y me puse la mano en la gabardina (yo, a diferencia del viejo, no me la había quitado) y di un giro de ciento ochenta grados.

Mientras giraba, todo a mí alrededor empezó a evaporarse y a dar vueltas hasta que la blancura inundó mi visión. Al acabar el giro, saqué la metralleta de la gabardina y comencé a disparar a la figura roja que había aparecido delante de mí.

Después de un montón de impactos y de descubrir que la Editora sangraba y mucho, detuve la metralleta. Ella cayó al suelo, totalmente agujereada y salpicando sangre por todas partes.

Pero no tardó en levantarse, totalmente nueva.

— Vaya, Cross. La próxima vez avisa —dijo, sonriente.

— Lástima que seas más fuerte de lo que parece —lamenté, con rabia.

— Aquí quien manda soy yo, recuérdalo. Por cierto, enhorabuena por tu primer triunfo.

— ¿Es verdad lo que me acaba de contar Gutts? ¿Que fuiste tú quien le dijo a Margareth que tenía que conseguir todas las plumas si quería revivir a sus padres?

— Sí, fui yo.- reconoció, manteniendo la sonrisa.

Volví a poner en marcha la máquina lanza-balas. Esta vez durante menos rato. La Editora aguantó todos los tiros.

— Si lo haces una vez más, me enfadaré —me avisó, cambiando por primera vez la expresión de la cara.

— Eres una hija de puta. ¿No te lo habían dicho nunca? —dije, cabreado.

— Pues no, mira tú por dónde. Eres el primero —contestó, incorporándose.

— Deberían habértelo dicho el día en el que naciste.

— ¿Sólo has venido a preguntarme eso? —me pidió.

— A preguntarte eso y a coserte a tiros, hija de puta —yo seguía con mi malhumorada tónica.

— ¿Y por qué? No me gusta verte de tan mal humor. —señaló, recuperando aquella sonrisa que me ponía nervioso.

— ¿Que por qué? No sólo has sido tú quien ha provocado que Margareth Crown matara a sus padres, sino que encima has sido tú quién la ha metido en esta espiral de violencia diciéndole que podría revivirlos.

— No entiendo tus argumentos. ¿En qué te afecta aquella niña? Hasta ayer, su objetivo era asesinarte.

— No te quiero oír —dije, indignado.

— No te gusta que te contra argumenten, ¿verdad, cielo? —respondió ella cruzando los brazos.

— Contra arguméntame esto, puta.

Y una vez más, la perforé de arriba abajo. A media ráfaga, sin embargo, se recompuso e hizo un rápido movimiento en horizontal con el brazo izquierdo. La metralleta se alejó de mis manos y salió disparada hacia la izquierda.

— ¡Basta! —gritó, cabreada.

— Hey, por fin te veo enfadada de verdad. Ya tenía ganas —confesé, sonriendo.

Suspiró y volvió a su pose habitual.

— Mira, ¿quieres que te contra argumente de verdad? —me ofreció.

— A ver si me sorprendes.

— Lo que le dije a Margareth es verdad.

Aquella respuesta no me la esperaba. Sinceramente, pensaba que la Editora había dicho una mentira para involucrarla en todo el lío. Dentro de mí, quería confirmar que aquella figura roja era la entidad más malvada que me había encontrado nunca. Pero, bien visto, quizá también me estaba engañando a mí.

— ¿Me estás diciendo que, con todas las plumas, se puede revivir a las personas? —pregunté, incrédulo.

— Revivir personas y muchas cosas más. Ahora bien: con todas las plumas por separado no. Deben fusionarse en una sola.

— ¿Y eso cómo se hace?

— Si coges dos plumas y las aprietas con el puño, una pequeña porción de la tinta de una pasará a la otra. La persona que hace la fusión es quien decide a qué pluma va a parar la tinta. Con esto se consigue que la pluma a la que se ha transferido la tinta adquiera, además de los que ya tenía, adquiera los poderes de la pluma donante. Si sigues este procedimiento con todas, conseguirás la pluma definitiva.

Aquello me sonaba. Había visto un comportamiento idéntico anteriormente. Ahora que entendía el por qué, se me encendieron las alertas alrededor de aquel tío de las gafas que se hacía llamar Cicerón. Si iba tras las plumas, como Margareth, era un enemigo realmente peligroso. La figura roja continuó después de una breve pausa.

— Así que yo, si fuera tú, tendría mucho cuidado con el de las gafas. Él es más fuerte que la niña y ha esperado hasta que alguien ha empezado a dar guerra para robar todas las plumas. —me recomendó, leyéndome el pensamiento.

— Vaya, gracias por tu consejo. Si tuviera mi metralleta a mano, te lo agradecería con un poco de plomo —contesté, burlándome.

— Después no digas que nuestras conversaciones no son enriquecedoras. Siempre te doy información nueva —dijo ella, con picardía.

— Mejor no contesto a eso. Ya me he cansado de hablar contigo. Me voy, que he dejado a Gutts a medias.

Volví a girarme ciento ochenta grados. Al ponerme la mano dentro de la gabardina noté que la metralleta volvía a estar allí dentro.

— Una última cosa antes de que te vayas —me interrumpió la Editora.

— ¿Qué pasa, ahora? —pregunté, cansado y mirándola.

Una enorme y exagerada sonrisa se marcó en la cara de la silueta. Estaba cargada de malicia.

— Tengo un mensajito de parte de Daniel Queen. Dice que te espera dentro de tres días en su nido, situado en las afueras de la ciudad, en una fábrica abandonada. La hora del encuentro es la una de la noche.

— ¿Y por qué no ha venido a decírmelo él personalmente? —pregunté, sospechando.

— El pobre está muy ocupado. Y como sabe que estás enamorado de mí y que me vienes a ver cada dos por tres, me lo pidió —respondió ella, bromeando.

Decidí callar. Pronto, el espacio blanco desapareció y volví a encontrarme en el balconcillo.

— Cojones, Cross. La próxima vez que vaya a entrar en "modo zombi" avise. Me he asustado —me exigió Gutts al reencontrarnos, molesto.

— Vaya, ¿acaso no he desaparecido?

— No, se ha quedado mirando al cielo como un idiota, sin decir nada. Hasta he tenido que ayudarlo a no perder el equilibrio.

— Pues qué desilusión. Creía que cuando iba a ver a la Editora desaparecía temporalmente.

— Pues no. Y ahora dígame qué le ha dicho.

Le expliqué con todo lujo de detalles lo que me acababa de contar la Editora. El viejo me escuchó con paciencia y atención.

— Entiendo. Pondré a mis hombres a trabajar tan pronto como pueda. A ver qué encuentran del tal Cicerón —respondió al acabar yo mi relato.

— Ya que Daniel Queen quiere vernos, podríamos aprovechar estos tres días que nos da para buscar información sobre él. ¿Qué le parece?

— De acuerdo. Esta tarde me pondré a ello. Usted vaya a inspeccionar la fábrica. Procure que no le vea —me ordenó con seriedad.

— ¿Ahora es usted quien me da órdenes? —exclamé, ofendido.

— Le recuerdo que fui yo quien lo contrató para resolver el caso del tipo con la cosa negra cavada en el pecho. Y, teniendo en cuenta que ahora es el momento de atrapar al culpable de aquel caso, tengo derecho a mandarle. Soy su cliente y como tal usted está a mi servicio —argumentó él.

Touché. Aquí me ha pillado. Aún es pronto para almorzar. ¿Damos una vuelta, Gutts, para despertarnos el hambre?

— Hijo mío, ¿acabo de llegar y ya quiere volver a hacerme dar vueltas? —exclamó, cansado.

— A ver si rebaja un poco esa barriga, hombre.

— No insulte a la barriga, Cross, o nos las veremos. Va, vayamos a dar una vuelta —me amenazó justo antes de volver al tono de voz amistoso.

Y coneste final de mierda acaba este capítulo. No me mires así: siempre sabes cómocomienza una conversación pero nunca cómo acaba. Algo parecido ocurre con loscapítulos de esta basura.

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