Si en este país hiciéramos limpieza de fantasmas, las universidades se vaciarían

Y con "este país" no me estoy refiriendo al supuesto estado americano donde se encuentra la ciudad de Meltdown. Hago una apelación, directa y sin precedentes, a mi patria íntima. Y es que esto va así: las universidades de este lado del Mediterráneo no están más que llenas de...

— Eh, Cross. Deja de hablar de una puta vez y abre la puerta.

No podía ser... Otra vez no.

— ¿Se puede saber por qué nunca me dejáis terminar mis discursos cuando estamos en la oficina? Primero Gutts y ahora tú. ¡Estoy harto! —me quejé, desesperado.

— Habla todo lo que quieras mientras estemos de camino. Pero si te pones a cacarear delante de la puta puerta, es normal que me cabree —respondió Queen con una indiferencia insultante.

Me rendí. No valía la pena seguir luchando por un monólogo fluido en mi espacio de trabajo. Cogiendo las llaves, en ese pasillo gris, obs...

— ¡Que te calles ya, joder!

— ¡Ya va, hostia puta!

Al final acabé abriendo la puerta de un fuerte golpe. Ese imbécil era más pesado que Gutts. Dios mío.

Avanzamos hasta los dos sofás. Queen se detuvo a observar el espacio. Yo, que ya me lo conocía de sobra, fui directo al ordenador. La máquina ya tenía varios años, así que tardaba en encenderse. A mí ya me iba bien: así siempre tenía tiempo de fumarme un cigarro.

— ¿Aquí es donde trabajas, Cross? —preguntó Queen, curioso.

Asentí desde mi escritorio. Él parecía con más ganas de preguntar.

— ¿Y qué haces?

— Bueno, normalmente me paso una parte de la mañana repartiendo tarjetas. Y luego vengo aquí a recibir a las clientas. Siempre me toca perseguir a sus maridos infieles. El resto del día lo paso haciendo trabajo de campo.

Queen soltó una corta carcajada.

— Ay, el amor. Otra de esas tonterías humanas que no entenderé nunca. No es más que un proceso químico que tiene como objetivo favorecer la reproducción. Pero hay humanos que no procrean. Es absurdo.

Había llegado a un punto en el que las reflexiones del chico ya me hacían gracia. Sin embargo, en cierto modo, hablar con él era como hacerlo con un niño pequeño (en el buen sentido, claro). Tenías de detenerte a comprenderlo, buscar la mejor manera de explicar las cosas. Y en esta búsqueda, al final te acababas cuestionando ciertos valores que creías sobreentendidos.

— Hombre, también es un mecanismo de supervivencia. Recuerda que la principal característica de los humanos es su inteligencia y psicología. Mantener un estado mental óptimo es necesario para la supervivencia. Y si el mejor estado posible te lo puede garantizar estar con una persona determinada, es del todo normal que existan las parejas —respondí.

Yo no era psicólogo ni neurólogo. No tenía ni puta idea de esos temas. Pero como humilde humano enamorado, esa era la reflexión más científica a la que podía llegar.

Queen me miró con sorpresa. Parecía que mis palabras habían tenido cierto efecto.

— Por primera vez me das una respuesta que me vale, Cross —señaló, riendo a continuación.

Respondí a la reacción del chico con una sonrisa. Se me hacía raro hablar de amor con un tipo que casi me asesina. La pantalla del ordenador todavía mostraba el logotipo del sistema. Aún teníamos un tiempo para charlar.

— En mi caso, Clea me salvó la vida, literalmente. Si ella no hubiera estado conmigo después de la muerte del viejo que me criaba, yo seguramente no estaría aquí hoy. Lo tengo clarísimo. Ella me permitió hacer el cambio de prioridades: mi vida había girado alrededor de Arnold, y con su muerte, Clea pasó a ser el centro de mi universo. Ella es más inteligente que yo, tiene más prestigio que yo, es mucho más guapa que yo. Podía aspirar a lo que quisiera. Y, aun así, me eligió a mí. Que una persona como ella, que podría ignorarme y mirarme como mira a una hormiga, me considere importante, es una sensación inefable. Su compañía y la de mi hija son todo lo que necesito en esta vida. Me gustaría que algún día sintieras algo así, Queen.

El chico me escuchaba con atención. Ya era extraño, teniendo en cuenta que a él los sentimientos humanos le generaban tanto interés como mí una mosca. Pero ahora se lo veía pensativo.

— ¿Qué pasaría si Clea se fuera con otro? —me preguntó, de repente.

No me lo esperaba de parte de Queen. Y la pregunta era aún más extraña porque nunca, en todos los años de relación con Clea, me lo había planteado. Confiaba plenamente en ella. Y en mi cabeza, el único escenario posible que provocaría nuestra ruptura era una de mis acciones. Ese era mi terror. Perderla y, además, dejarle una huella de por vida. Tardé en contestar.

— Me resignaría. Siempre he creído que el mundo es de ellas. Tienen el poder. Son ellas las que tienen que decidir. Son la demanda y nosotros sólo la oferta. Así que, si Clea encontrara otro hombre, significaría que yo habría fracasado como marido. Por eso no podría culparla. Sólo sería capaz de odiarme a mí mismo por el error de soltarla.

Queen me volvió a mirar, pensativo. El ordenador ya había arrancado el escritorio, así que le hice una señal para que se acercara. En silencio, se colocó detrás de mí, de pie.

— Te castigas demasiado, Cross. Y eso no me gusta, ya que soy yo quien debe velar por tu seguridad —respondió finalmente.

— Mira que eres tozudo con ese tema, ¿eh?

— Hice una promesa. Y la mantendré hasta el final de tus días.

Reí discretamente. ¡Tanto que nos habíamos odiado y ahora, míranos, hablando del amor y formando equipo!

Abrí el navegador.

— ¿Qué tenemos que hacer? Que aún no sé ni por qué estamos aquí —preguntó el chico.

— Gutts es un sabueso de la vieja escuela. Su método es ir arriba y abajo preguntando a todo el mundo. Yo soy de métodos más modernos. Todas las universidades tienen página web, y allí normalmente cuelgan la lista de profesores. En algunos casos hay incluso fotografía. Entraremos en la web de las facultades de filosofía y revisaremos a los profesores uno a uno.

— ¿Y si no hay fotografía?

— Los profesores de universidad son unos ególatras de cojones. Si buscamos su nombre en el buscador, seguro que aparecen fotografías de entrevistas suyas o de artículos escritos por ellos que no interesan a nadie.

— Y cuando encontremos a ese mal nacido, nos plantaremos allí por sorpresa y lo vaciaremos por dentro, ¿verdad?

— Exacto, compañero.

Y así empezó la búsqueda de profesores universitarios en las tres facultades de filosofía de la ciudad.

En la primera no había muchos hombres, y además aparecían las fotografías. No fue difícil descartarla, ya que todo eran abuelos de cincuenta años. Buscábamos a un tipo de mi edad, de pelo largo canoso (también contemplaban que el look hubiera cambiado ligeramente), ojos amarillos y gafas redondas.

En la segunda universidad los ánimos empezaron a decaer. Fue especialmente frustrante porque, en este caso, la web no mostraba fotografías. Cada búsqueda que hacíamos era un pequeño rayo de esperanza que se apagaba cuando veíamos las caras de los objetivos.

Ya sólo quedaba la tercera. Tampoco había fotografías. Y nada. Ya sólo quedaban dos nombres por buscar. Aquel malnacido debía ser uno de esos dos o ser profesor de sociología, y en tal caso lo encontraría Gutts.

— Los dos últimos: Wilhelm Strauss y Zack Goded —dije, dando ánimos a Queen, que se aburría como una ostra ante la pantalla.

Qué dos últimos nombres, cojones. Me costó deletrear "Wilhelm Strauss". Apreté "Enter" cargado de ilusión. Aquella debía ser la buena. Crucé los dedos...

Pero nada. Un tipo de cerca de cincuenta años, delgado y alto. De cabello canoso, sí, pero corto y de ojos castaños. Además llevaba una barba carnosa y densa. No se parecía nada a lo que buscábamos.

Finalmente, tocó el último. Zack Goded. La última oportunidad...

Pegué un salto en la silla. Queen sonrió mostrando esa cara de psicópata tan suya.

Lo teníamos. Era él. Una entrevista de un medio digital, hacía un mes. La única fotografía que había de él. Sentado en su despacho, miraba a cámara con aquellos ojos enfermizos. Llevaba el cabello un poco más corto, pero no cabía duda.

— La facultad está a unas pocas paradas de metro de aquí. ¡Venga, vamos!

Queen salió disparado. En un instante ya había desaparecido de la habitación. Apagué el ordenador bruscamente, pulsando el botón, y corrí a seguir mi compañero. Casi caigo por las escaleras después de cerrar la oficina.

En la calle me reencontré con Queen. Con su vista sobrehumana, enseguida detectó la boca de metro más cercana.

— ¿Qué línea y dirección es? —preguntó a gritos.

— Línea roja, dirección Fondo.

Nos lanzamos como perros salvajes.

Y se volvió a avanzar. Saltó al completo las escaleras y continuó corriendo como un toro desbocado. Yo lo seguía a duras penas.

— ¡Queen! ¡Espera! ¡Tenemos que...!

Nada. Mis gritos no funcionaron. El muy bestia destruyó las puertas de grueso vidrio que sólo se abrían una vez picado el ticket. Todos los de alrededor se horrorizaron.

Tenía que detenerlo o haría una tontería y nos metería en un lío. Yo corría y lo llamaba con los cojones en la garganta. Pero él me ignoraba, impulsado por aquella euforia enloquecida. Me vi obligado a pasar por la puerta rota y no pagar. Que conste que lo hice de mala gana.

Volvió a saltar las escaleras. En el momento de aterrizar, las puertas del vagón se cerraron. Pero ese loco no dejaría pasar la oportunidad. Le sudaba los huevos que en un minuto y medio pasara otro y que, en principio, no tuviéramos prisa.

Cuando yo todavía bajaba las últimas escaleras hasta el andén, el chico agarró las puertas del vagón por el espacio del medio, bajo la mirada de decenas de pasajeros atemorizados. Con un estremecimiento que me asustó incluso a mí, las abrió. A saber cómo se cerrarían ahora.

— ¡Va, Cross, joder! ¡Mira que eres lento! —me exigió.

Entré en el vagón, el último antes de la cabina del conductor.

— ¿No te puedes comportar como una persona normal, Queen? ¡Verás la bronca que nos meterá Gutts! —le reproché, agotado y jadeando.

— ¿Esto no arranca o qué?

Ni me contestó. No valía la pena hacerle ver sus errores. Queen ya era un animal salvaje. Todo lo que tuviera que ver con la civilización se la resbalaba. Cada vez tenía menos dudas. Una vez acabara el follón de las plumas, debíamos encerrarlo. Dejarlo libre era un peligro. No había posibilidad de reinserción. Sólo deseaba que llegáramos lo antes posible a la facultad y que la policía no nos interceptara por el camino.

La gente del metro se apartaba a un lado del vagón. Los aterrorizábamos. No sabían qué pasaba. La puerta abierta, junto con el vehículo parado, no ayudaban. Queen se impacientaba.

Y apareció el conductor. Un hombre de unos cuarenta años, muy gordo.

— ¿Se puede saber qué está pasando aquí? —exclamó.

Queen, sin responder, lo agarró por el cuello de la camisa y lo levantó unos centímetros por encima del suelo.

— ¡Sucede que tenemos prisa, escoria! Ya puedes arrancar esta lata o pienso hacer morcillas con tus tripas.

La piel del chico se empezaba a ennegrecer al tiempo que el gesto del pobre conductor se convertía en una arrugada pasa llena de terror.

— ¡Cross, sígueme!

¿Qué coño pretendía ese enfermo? Aún con el conductor sujeto, caminó fuera del vagón hasta la cabina. Aprovechando que el hombre había dejado la puerta abierta, lo lanzó dentro. Yo entré con ellos, incapaz de reaccionar a semejante esperpento.

— ¿Dónde coño vamos, Cross?

— A Jardines de Elche. Son cuatro paradas —respondí.

Queen volvió a coger al asustado conductor por el cuello de la camisa y lo sentó en su silla. El pobre hombre estaba cerca de mearse encima. Temblaba como un desgraciado.

— ¡Ya lo has oído! Arranca esto de una puta vez. Y no pares hasta que lleguemos donde ha dicho. ¡Me importan una mierda las paradas que queden!

Las lágrimas empezaron a correr por el rostro del hombre. Quería hablar, pero el miedo silenciaba su voz. Finalmente consiguió pronunciarse, pero más debido a la mirada impaciente y amenazante de Queen que por haber desbloqueado su garganta.

— Pero no puedo cerrar la puerta. Me parece que se ha roto... —señaló con la voz de un niño arrepentido.

— Pfffff. ¡Cross! Vigílalo. ¡Que no haga ninguna tontería!

Enfurecido, Queen salió de la cabina.

— Por favor. No he hecho daño a nadie. ¡Tengo familia! —me suplicó el conductor, aprovechando que el monstruo no estaba.

¿Y ahora qué le decía a aquella pobre criatura? Yo me sentía impotente, metido en un lío que no me esperaba.

— No queremos hacerle daño, no se preocupe. Haga lo que le ha dicho y no pasará nada. Se lo prometo.

Mis palabras no lo tranquilizaron.

Un golpe fortísimo, y los gritos de los pasajeros. Queen acababa de cerrar la puerta por la fuerza.

Entró en la cabina, y la presión de su presencia volvió a derrumbar al pobre maquinista.

Como un rehén obediente, el hombre condujo hasta la parada de Jardines de Elche, sin detenerse en ninguna otra. Desde allí dentro se oían los gritos enfurecidos y las lógicas quejas de los pasajeros.

Y llegamos. De una patada, Queen destrozó la puerta de la cabina y ambos salimos a toda hostia. Seguro que alguien ya había llamado a la policía. Teníamos que ser rápidos.

Como era de esperar, lo de subir las escaleras a Queen no le gustaba. Por suerte, se tenía que detener regularmente para preguntarme hacia dónde ir.

Salimos del metro, deslumbrados por aquel sol de mediodía. Desde allí lo veíamos: un edificio de ladrillos rojos.

Obligué al chico a detenerse en la puerta. No podíamos seguir a ese ritmo.

— Oye, Queen. Ya hemos llegado, no hay que correr. Debemos ser discretos si queremos que esto funcione —dije.

Parece que lo convencí. Sus ojos me decían que a partir de ese punto yo dirigía la operación.

Aprovechando esa pausa y la cooperación de Queen, saqué el teléfono y marqué el número de Gutts.

— ¿Qué pasa, Cross? —preguntó el viejo.

— Escuche. Venga corriendo a la facultad de filosofía de la Universidad Autónoma. Lo tenemos, Gutts. Estamos delante de la puerta. Entraremos y seguramente se montará un lío de cojones. Diga a sus hombres que usted se encarga si reciben una llamada.

— ¡Joder, Cross! ¡Podría avisar antes! De acuerdo, ya voy. ¡No haga tonterías!

— No se preocupe, las fechorías ya están cometidas. Diga a sus hombres que, si reciben una llamada sobre algún follón en el metro, que también se encarga usted.

— ¿En el metro? ¿Pero qué cojones habéis hecho, par de...?

Colgué. Con una mirada, Queen y yo nos dijimos que era hora de actuar.

Entramos, decididos. Un gran vestíbulo se abría ante nosotros. A izquierda y derecha, caminos de baldosas hacia ambos lados de la nave. En el centro, las escaleras al piso de abajo y de arriba.

Detectamos enseguida la conserjería, a nuestra derecha. Una señora de cabellos rizados hacía sus gestiones.

— Perdone. Somos alumnos del profesor Zack Goded. Hemos tenido un problema al venir aquí y llegamos tarde. ¿Sabe si está dando clase ahora mismo? —le pedí.

Queen mantenía esa mirada extraña y turbadora. La señora, que pintaba una de esas cotillas de manual, nos miró de arriba a abajo. Se puso en el ordenador y a teclear algo que no veíamos.

— Aula dos. En el piso de arriba.

Di las gracias a la señora. Conteniendo las ganas de acción que teníamos, subimos a la planta superior. No nos dirigimos la palabra hasta llegar frente a la puerta, rodeada por una nave de cristal bien iluminada y coronada por tubos amarillos.

— De acuerdo, Queen. Es nuestro momento. Tenemos que sorprenderlo. Voy a abrir la puerta y tú te lanzarás corriendo hacia él. Yo intentaré contener los alumnos —le ordené.

— Perfecto. Estoy deseando descuartizarlo.

Inicié la cuenta atrás.

Uno...

Dos...

Tres...

— ¡Acción!

De una fuerte patada abrí la puerta. En menos de un segundo, Queen cargó hacia adelante y desapareció de mi vista. Entré ipso facto, con la pistola en alto.

— ¡Que no se mueva nadie o descargaré la pistola! —grité.

Los gritos producidos por el sobresalto duraron poco. Pronto, aquellos que se habían levantado volvieron a sentarse, asustados. Serían unos sesenta o setenta alumnos. Más chicas que chicos. Los vigilaba, atento, mientras oía los gemidos de sufrimiento del profesor.

Unos gemidos graves y cansados. Como los de un... ¿hombre mayor?

— Eh, Cross. Mira esto —dijo Queen, serio.

No podía ser. Mi extrañeza aumentó considerablemente en cerca de un segundo. No era posible. Mis sospechas no se podían confirmar.

El chico se apartó de su víctima, a la que había lanzado al suelo y mantenía reprimida. Al verme ésta, me lanzó una mirada en señal de socorro.

Era un hombre gordo, con bigote y calvo. A través de sus gafas se hacía patente la confusión y el dolor de la sacudida.

Miré a Queen. Enseguida, pero en silencio, sentimos una rabia sobrehumana.

Ese hijo de puta nos la había vuelto a jugar.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top