¿Quién está al mando?
En el viaje de vuelta a casa, la discreción fue mi máxima prioridad. Mi ropa oscura ocultaba bastante bien las manchas, pero toda precaución era poca. Me senté al final del autobús, con la gabardina cerrada por primera vez en meses, atento a cualquier mirada furtiva que se interesara demasiado por mi posado nervioso.
Era patético. Sabía que lo que acababa de hacer era digno de un monstruo. Pero, extrañamente, no me sentía como tal. Quizá por el poco respeto que he tenido siempre a los chuchos, quizá porque ya había sucumbido a la bestia. Quién sabe. La única certeza con la que contaba era la furia con la que iba a cargar contra esos dos individuos que acababan de empujarme a cometer tal acto.
Bajé con prisa del vehículo, en la misma parada en la que me había subido escasas horas antes. El paseo hasta el bloque fue acelerado y errático, esquivando en lo máximo de lo posible cualquier contacto visual con ningún vecino.
Y finalmente vislumbré el balconcillo. Aunque una figura conocida me hizo chasquear la lengua. Era Queen. Esperaba delante de mi puerta. Decidí actuar con toda la naturalidad posible.
Subí las escaleras bajo la atenta y silenciosa mirada del chico. Nos saludamos sin mayores miramientos. Puse la mano en el pomo, dispuesto a entrar en mi salón.
— Me he enterado de lo de la muerte de Elizabeth —comentó el joven, interrumpiendo mis acciones.
No contesté. Me quedé quieto. Tenía la sensación de que Queen quería seguir hablando.
— Yo no la traté demasiado. Era una mujer agradable y pacífica, pero nunca me suscitó interés alguno. Pero tú le tenías mucho aprecio, ¿verdad? Me imagino que ha debido de ser duro.
No acababa de ver hacia dónde se dirigía esa conversación. Así que decidí volver a lo anterior. Abrir la puerta. Pero entonces...
— ¿Qué ha sido, Cross?
Esas palabras me erizaron la piel.
— ¿A qué te refieres? —pregunté, con un nudo en la garganta.
— Apestas a sangre.
Mierda. Debía haberlo imaginado. Queen era más animal que humano. Era propio de idiotas creer que no detectaría de alguna forma las manchas que yo tanto me esforzaba en ocultar. Aparté mi mano de la puerta, y me rendí. No servía de nada ocultarlo.
— Un perro —confesé.
La respuesta a mi sinceridad fue un siniestro silencio. Queen no giró la mirada hacia mí en ningún momento. Parecía pensativo. Más interesado en evaluar la situación que en juzgar mis actos.
— Bueno. No es ningún consuelo y me jode que tengas que matar a un ser inocente. Pero no es tan grave como esperaba. Espero que al menos haya servido de algo —respondió, con una sangre fría totalmente inesperada.
— Ha servido... De momento. Iré a cambiarme, ahora vengo —le informé, esperando acabar la conversación ahí.
— He visto cómo has dejado tu casa.
Me detuve una vez más. En esta ocasión, sin embargo, mi ánimo no se vio alterado.
— ¿Cómo has entrado? —pregunté, más por inercia que por curiosidad.
Queen se puso la mano derecha en el bolsillo y sacó un utensilio negro, de aspecto metálico. Se asemejaba a una llave.
— Como Gutts se cabreó tanto por romperle la ventana, he probado algo nuevo. Es lo bueno de que tu sangre sea metal fundido, supongo. Un chorro en la cerradura a la temperatura correcta, esperar a que se solidifique, y conseguir una llave improvisada.
No pude evitar esbozar una leve sonrisa al imaginarme una escena tan surrealista. Iba a responder, pero Queen se me adelantó.
— Cuando Gutts me ha dicho lo de Elizabeth, enseguida he pensado en cómo habrías reaccionado. Y parece que he acertado.
— Siento que os estoy fallando. Pero es que no sé qué hacer. Han encendido la mecha.
— Quizá tiene un lado positivo —reflexionó mi compañero.
No encontré las palabras para expresar mi desconcierto ante esa aseveración. Mi silencio pareció ser respuesta suficiente.
— A veces, hay que dejar que las heridas supuren para poder tratarlas. Si 253 levanta la cabeza, será más fácil cortársela.
Sus palabras activaron el mecanismo de mi mente. Quizá tenía razón. Era posible que liberar a la bestia fuera lo necesario para luchar contra ella. Y era fácil decirlo y pensarlo. Pero yo era demasiado débil.
Suspiré, apesadumbrado.
— Ahora mismo no veo tus ojos, Cross. Lo único que veo en tu mirada es esa rabia que nos vigilaba a todos desde la esquina la habitación del orfanato.
— ¿Los tengo rojos otra vez?
— No. En realidad, el color nunca ha importado. Va más allá. El rojo no es más que un efecto de la pluma. 253 nunca tuvo los ojos de ese color y su furia era bien palpable.
Suspiré otra vez. El tono sosegado y reflexivo del animal que siempre me traía de cabeza incrementaba mi frustración.
— Ya no sé quién de los dos está al mando, si te soy sincero —confesé, agotado.
Queen no respondió. Me tomé su silencio como una oportunidad de entrar por fin en casa. Me cambié y puse la ropa a lavar. La gabardina sucia la guardé: la llevaría a una de esas lavanderías de autoservicio.
Salí de nuevo al balcón con un refresco. Me apoyé en la barandilla, junto a Queen.
— ¿Dónde está Gutts, por cierto? —pregunté.
— Se ha ido a ver a Margareth. He pasado hace unas horas y hemos charlado un rato, y ahí me ha contado lo de Elizabeth. Se ha marchado al poco rato.
Sonreí. Intuía cuál iba a ser su siguiente paso, y no podía alegrarme más por él. Quizá había elegido un mal momento, dadas las circunstancias a las que nos enfrentábamos. Pero no podía culparlo. Prefería a un compañero disperso antes que uno deprimido, o incluso desaparecido para siempre.
— No creo que tarde en venir —respondí.
— ¿Qué te hace pensar eso?
— Porque volverá acompañado. Ya lo verás.
Queen no contestó, pero pareció entender a qué me refería.
— Cuando venga y tengamos algo de tiempo, hablaremos de los siguientes planes. Tengo novedades y una posible vía para llegar al cabrón de las gafas.
— ¿Te lo has vuelto a encontrar?
— Sí. Os daré detalles cuando llegue Gutts.
— Pues ahí lo tienes.
Y llamado por la Sagrada Magia de la Conveniencia del Guión (llevaba tiempo sin nombrarla, ¿eh?), apareció ante nosotros el tanque negruzco de Gutts. Pasó de largo, como siempre, a la búsqueda del siempre tan codiciado sitio para aparcar.
— Bfff... —sopló Queen, con fastidio.
— ¿Qué, te da pereza ver a la niña? —dije con retintín.
— No, no es eso.
Queen apartó la mirada del frente. Parecía algo sonrojado. Desconocía la causa de esa súbita vergüenza en el muchacho, y tampoco quise descubrirla.
Finalmente aparecieron los protagonistas de la función, agarrados de la mano. Producía cierta gracia ver a ese gigante de casi dos metros junto a un cuerpo tan menudo como el de la chica. Gutts cargaba una maleta, seguramente con la ropa que le había comprado a Margareth.
En cuanto nos vieron, ambos saludaron. Mis ojos se sorprendieron nada más poner los ojos sobre la muchacha. Cuánto había cambiado. Sus ojeras eran ya casi inexistentes, y ese gesto de agobio y desesperación había abandonado su rostro. Su cabello y su piel brillaban radiantes de felicidad. Sólo esa mano enterrada en esparadrapo ensuciaba la impoluta imagen de la rubia.
Y en el rostro de Gutts... Felicidad. Una que nunca había visto en él. De hecho, se me hacía extraño verle con esa cara de idiota. Pero me alegraba más que nunca por él.
Subieron la escalerilla y se detuvieron ante la puerta del viejo, mirándonos. La alegría que transmitía la sonrisa de Margareth era indescriptible.
— Hola Cross y Queen. Me alegro mucho de veros —dijo, con una voz dulce que jamás hubiera creído que pudiera salir de su boca.
— ¿Cómo va esa mano? —pregunté.
— Bueno, sigue doliendo, pero bien —respondió, sin perder el tono.
— Me ha costado horrores convencer al médico para llevármela. He tenido que jugar sucio. Pero por suerte puede estar en casa si le curo la herida con las instrucciones y los productos que me han dado —completó Gutts.
— Con la delicadeza que tiene, Gutts, esa herida va a infectarse en dos días —bromeé, no sin cierta mala baba.
— Por mis cojones esto no se va a infectar —declaró con rotundidad
Su contestación me produjo gracia. Aproveché el segundo de silencio que acompañó a la contestación del inspector para mirar a Queen.
— Hey, Queen, ¿no vas a decir nada?
Tras una mirada lanzada desde el rencor, mi compañero de barandilla desvió la cabeza a ninguna parte, superado por la vergüenza.
— Me alegro de verte bien, chica —dijo por fin, con un hilo de voz.
Margareth respondió con una escueta risa.
— ¡Gracias!
Y Queen volvió a apartar la mirada.
— Bueno, vamos a deshacer la maleta —informó el viejo, dirigiéndose a su puerta.
— Cuando pueda, Gutts, debo hablar con usted. Y con Queen.
El gesto del viejo se tornó serio.
— ¿Tiene novedades? —preguntó.
— Sí.
Bajó la mirada unos segundos, pensativo. Y en ese momento, Margareth tocó el dorso de la mano con la que el inspector agarraba la maleta.
— Ya guardo yo la ropa, señor Gutts. Dígame dónde va y me encargo —se ofreció la chica.
Gutts la miró con desconcierto.
— ¿Seguro? ¿Podrás tú sola?
— ¡Claro! Es ropa, ¡y tengo otra mano!
Tras unos segundos de duda, el difunto Toro aceptó. Ambos entraron en casa.
Yo no pude contener mis palabras.
— Qué inteligente es esta niña.
— Bueno, ha tenido que buscarse la vida en la calle. Una experiencia así agudiza la capacidad de análisis y observación —respondió Queen.
— ¿Ahora eres psicólogo?
— No. Pero sí un tipo que ha pasado buena parte de su vida sobreviviendo en un puto bosque, imbécil. Sé lo que es partir de nada en un mundo hostil.
— Tengo la sensación de que cualquier bosque repleto de fieras es más piadoso que una ciudad poblada con humanos.
Queen soltó una risotada.
— Hey, en eso te doy la razón.
Y por fin salió Gutts. No cerró la puerta, pero sí la ajustó.
— No quiere que nos oiga, ¿eh? —supuse.
— Su historia con las plumas ha terminado. No quiero que vuelva a saber de ellas. Mejor olvidarlo —contestó.
El viejo apoyó los brazos en la barandilla, acompañándonos a mí y a Queen.
— Por cierto, no sé si es consciente de la edad de la chica a la que acaba de adoptar —comenté.
— ¿Qué quiere decir?
— Bueno, ya está en edad de tener su primera regla...
— Aparte sus sucias manos de mi Margareth, degenerado —espetó, con suma indignación.
Oí un suspiro a mi izquierda, proveniente de Queen. Yo chasqueé la lengua ante esa respuesta. Una lástima, observar la escena y tomar nota podría haber servido para cuando me tocara a mí vivir esa experiencia con Eve.
Tras el diálogo, un rayó cruzó mi mente. Estábamos perdiendo el tiempo. Iba siendo hora de ir al grano.
— Bueno, ahora que estamos todos, informo de la situación. Esta mañana necesitaba despejarme y me he ido a pasear. Y ha aparecido otra vez el tío de las gafas. Esta vez acompañado.
Noté cómo las miradas de sorpresa de mis compañeros se clavaban en mí.
— ¿Acompañado? ¿Por quién?
— La chica del pelo blanco. Está con él. Es posible que haya sido su aliada todo este tiempo y haya decidido no mostrarse hasta ahora.
Hubo una pausa para procesar la información.
— Pero se supone que era inofensiva, ¿no? Ayudó a Margareth, y su mujer la estaba investigando —replicó el viejo, todavía incrédulo.
— Nos ha engañado, y a Margareth y a Clea también. La chica que he visto no era una ilusión, Gutts, se lo aseguro.
— No he tenido demasiado contacto con ella, y me cuesta creer que ahora se junte con esa escoria. Pero a estas alturas ya hemos visto de todo, así que no me sorprende —añadió Queen.
Gutts y yo lo miramos con extrañeza. "Ya hemos visto de todo". Lo decía el tío con sangre de metal que invocaba un ejército de pelotas con cuatro patas.
— En fin. ¿Y sabemos algo de ella? —preguntó Gutts, volviendo a su gesto normal.
— Sólo que se llama Anna. Cuando acabemos esta conversación iré a hablar con Clea. Ella tendrá mucha más información. Seguro que incluso sabrá dónde se encuentra —respondí.
— Yo tiraré de los hilos que pueda. Una chica de cabello blanco que vive en la calle no puede pasar desapercibida. Empezaré en cuanto acabe aquí con Margareth. Seguramente me la lleve, pero prefiero no decirle qué buscamos.
— Ella tampoco sabe nada, supongo.
— No, me contó todo el contacto que tuvo con la chica hace unos días.
En cuanto Gutts acabó la frase me incorporé.
— Bueno, pues habiendo decidido qué vamos a hacer, es hora de ponernos manos a la obra —declaré.
— Bien, nos vemos más tarde e intercambiamos novedades —respondió Gutts.
Consideré esas palabras una despedida y puse rumbo a las escalerillas.
— Espera Cross. Voy contigo —dijo Queen, deteniendo mi paso.
Cruzamos las miradas. Ambos sabíamos por qué había decidido acompañarme. No me gustaba la idea de tenerlo controlándome todo el rato, como un padre sobreprotector. Pero a la vez me consolaba ir junto a alguien que pudiera pararme los pies cuando la bestia asomara cabeza.
— No volváis a liarla como la última vez que fuisteis solos a un sitio, ¿me oís? —nos regañó Gutts, interrumpiendo el momento de introspección que habíamos tenido Queen y yo.
— Eso dígaselo a este, no a mí —me excusé.
— La civilización y los modales son los recursos del débil para no enfrentarse al caos.
Y con esa sentencia ininteligible, el muchacho moreno y yo nos largamos para casa de Clea.
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