Paso de este juego estúpido de los títulos
Le recuerdo, estimado/a lector/a, que yo no soy Cross. ¿Y eso qué quiere decir? Pues que paso de seguir con tonterías como la de hacer una estúpida introducción que no tiene sentido o la de poner un título profundamente idiota cada dos páginas.
Ya verá usted la faena que después tendrá el autor de esto cuando tenga que hacer índice. Así no hay forma de organizar coherentemente una historia, cojones.
Así que lo mejor que podemos hacer es ir a lo que nos toca:
En un momento en planté en el hospital. Con mi coche, claro. No soy de esos imbéciles que utilizan el coche oficial para cosas privadas.
Pasé la puerta de vidrio con los nervios repartidos por todo el cuerpo. En recepción pregunté por la habitación en la que se encontraba Margareth. Las recepcionistas ya estaban al tanto de lo que supuestamente había ocurrido y sabían de mi preocupación por la chica, así que me permitieron pasar. Antes de dirigirme hacia allí, sin embargo, pregunté por el médico que se encargaba de ella.
Por suerte, me pudo atender. ¿Y es que quién le dice que no al Toro de la Central? Había enviado a tantos delincuentes a aquel hospital durante mis años de patrulla y posteriores que ya me conocían de sobra.
La herida de Margareth evolucionaba bien. En pocos días podría dejar el hospital, pero el agujero todavía tardaría bastante en cerrarse. De momento, le hacía tanto daño que casi no podía mover la mano. Anímicamente, al médico le preocupaba aquella seriedad y tristeza que mostraba la niña. Sólo le había dirigido la palabra a él desde su ingreso y su actividad consistía en dormir durante ratos cortos y mirar sin parar por la ventana de la habitación. De vez en cuando, decía el médico, Margareth comenzaba a llorar y no paraba hasta pasada una veintena de minutos.
Yo, claro, esto último ya me lo esperaba. Aunque sí que me sorprendió que el médico me dijera que la niña dormía mucho. Según me había dicho Cross y según había podido observar en su demacrado aspecto, Margareth tenía pesadillas todas las noches que le impedían dormir bien.
Después de hablar con el médico, no tardé en dirigirme a la habitación donde se encontraba la joven. Los nervios y la angustia provocaban que cada paso que daba aterrizara como un meteorito. Muchos pacientes y enfermeras se asustaron al oír mis golpes de pie.
Inspiré y expiré unas veinte veces delante de la puerta de la habitación. Una vez cruzara aquel umbral ya no habría marcha atrás.
Cuando por fin me sentí calmado, abrí la puerta con cierto temblor de dedos.
Margaretg se encontraba en la cama, con el torso levantado y la manta a la altura de la cintura. Tenía las manos encima de las piernas estiradas.
En el momento en el que entré, dirigió la mirada hacia mí. Me pareció que había estado mirando por la ventana —situada a la izquierda de la habitación —hasta que hice acto de presencia.
— Hola Margareth. ¿Puedo pasar? —pregunté, nervioso.
— Hola, señor Gutts. Pasa, si quieres —respondió, con un tono extrañamente amable.
Entré. Observando aquella habitación tan blanca, vi una silla colocada al lado de la pared donde estaba la ventana. La cogí y la puse en el costado derecho de la cama. Me senté y me quité el sombrero.
— ¿Cómo estás? —pedí saber con un tono afectuoso, pero aún presa de los nervios.
— La mano me duele mucho. Aparte de eso, bien. El doctor dice que dentro de poco podré salir del hospital —afirmó, mirándose la mano vendada.
— ¿Y dónde irás? —dije, intentando conducir la conversación hacia donde yo quería.
— El doctor dice que me acogerá una nueva familia, aunque todavía falta saber cuál y que esa familia me acepte... —respondió, agachando la mirada y con una profunda tristeza.
— No sufras tanto, mujer, que...
— ¿Tú crees que me querrá alguien, señor Gutts? —me interrumpió.
Aquella pregunta fue como una flecha disparada con rabia. Se me clavó dentro y me llenó de desconcierto y de impotencia.
— ¿Y por qué no habrían de quererte? —pregunté, con los nervios concentrados en la garganta.
— No lo sé, es lo que creo. Desde hace tiempo noto que nadie quiere acercarse a mí. Además, he matado a mis padres. ¿Quién querría a alguien así en su casa?
La voz de Margareth se rompía cada vez más con cada palabra.
— Eso no lo sabrá nadie, mujer. Además, tú no los has matado. Te obligaron a hacerlo.
Margareth se llevó las manos a la cara y se puso a llorar. En aquel momento, una culpabilidad descomunal me invadió. No me sentía capaz de consolarla, no podía entender el enorme dolor que aquella pobre criatura debía de estar sintiendo. Así, sólo podía quedarme en silencio y dejar que Margareth se desahogara. Después de unos minutos, me atreví a hablar.
— Escúchame, Margareth. Te quiero proponer algo que no sé si te gustará.
La niña se quitó las manos de la cara y me miró con atención, con las lágrimas todavía bajando por su cara. Yo agaché la cabeza, huyendo de sus ojos. No quería ver su cara de rechazo una vez le hubiera dicho que lo tenía que decir.
— Estoy pensando en adoptarte. Que vengas a vivir conmigo. No quiero que acabes en un orfanato y que haya el riesgo de que te quedes allí hasta que seas mayor. Escúchame: sólo soy un viejo que nunca ha tenido hijos. Aun así, te prometo que haré todo lo posible por cuidarte y hacerte feliz. No quiero igualar a tus padres ni sustituirlos, eso lo puedes tener bien claro: sólo quiero que vuelvas a sonreír y que vivas tranquila y con normalidad. Pero, si no quieres, lo entenderé. Al fin y al cabo, no me conoces de nada. Además, hemos sido mi compañero y yo quienes te hemos dejado en este hospital y te hemos destrozado la esperanza...
En ese punto, Margareth volvió a llorar. Esta vez, de una forma mucho más fuerte que antes. Mis ojos estaban clavados en mis rodillas, así que no la veía, pero podía sentirla. Podía sentir, además, que aquel lloro era de rechazo. Mi alma se rompió en dos. Creía que había ido preparado, pero, una vez más, quedaba claro que el punto débil del Toro era su interior.
— Señor Gutts, mírame, por favor —me pidió.
Aquellas palabras fueron como otra flecha directa a mis costillas. No quería mirarla. No quería ver el rechazo en sus ojos. Quería disculparme lo más pronto posible y marcharme de la habitación. Pero, al final, lo hice: levanté la cabeza y clavé mis ojos en ella.
Y estaba sonriendo.
Una sonrisa dulce y cálida, una de las más bonitas que había visto nunca. Idéntica a las de mi mujer. Quién habría dicho que de aquel rostro tan melancólico podía surgir una sonrisa como aquella.
La confusión se apoderó de mi cabeza. En el resto de mi cuerpo, sin embargo, empezaba a nacer un rayo de esperanza.
— Señor Gutts, ¿sabes qué? —me preguntó, con cierta ingenuidad.
— ¿Qué? —contesté, extrañamente conmovido.
— Me acabas de hacer muy feliz —expresó ella, sonriendo.
La esperanza se comió completamente la confusión. Hice un pequeño salto de la silla y seguí mirando los ojos azules de Margareth. De repente, toda la negatividad había desaparecido.
— ¿Eso quiere decir que aceptas venir conmigo? —pregunté, necesitando una confirmación que consiguiera eliminar el desconcierto que sentía.
— Sí —reiteró ella, sonriendo una vez más.
Inspiré de la emoción. Y aun así, como con las desgracias y las alegrías más inesperadas, no me lo podía creer del todo. Mi baja autoestima no me permitía percibir los argumentos que habían convencido a la niña.
— ¿Y por qué? Sólo soy un viejo con mal humor y mi vecino es el salvaje que te ha hecho un agujero en la mano —insistí.
— ¿Y qué? Tú y Cross sois las únicas personas que sabéis lo que me ha ocurrido. Aunque la familia que me acogiera fuera muy buena, nunca podría contarles por qué estoy tan triste. Nunca me entenderían. Vosotros sí. Puedo vivir tranquila con vosotros porque sé que sabéis cómo me siento y por qué. Lo que menos quiero es disimular y tener que esconderme con una familia a la que no conozco. Porque, por mucho que contara la verdad, nadie nunca me creerá. Eso me da mucho miedo —explicó ella, con complicidad.
— Ya, pero...
— Gracias a vosotros ya no tengo más pesadillas. Ésta ha sido la primera noche en mucho tiempo en la que he podido dormir —interrumpió, intentando convencerme del todo.
Mi boca mostró una pequeña sonrisa. Me alegraba muchísimo oír aquello. Pero tenía que seguir preguntando. Quería saber que Margareth estaba segura de su decisión.
— Pero ha sido Cross quien te ha hecho esto en la mano. ¿Ya serás capaz de llevarte bien con él?
— Hay algo que vosotros no sabéis. Y es que os he estado vigilando desde el primer día en el que Cross encontró la pluma. Y, ¿sabes qué? Me lo pasaba muy bien vigilándoos. Vuestras conversaciones me hacían reír mucho, y me daba mucha rabia tener que atacaros para conseguir la pluma. Sois buenas personas, y por eso sé que podré vivir bien contigo. Lo que sí que no me gustaba era que Cross me mirara de aquella manera y se riera de mí con sus comentarios. Aquello sí que me hacía enfadar.
— Entonces, ¿ya nos conoces? —pregunté una vez más, incrédulo.
— Sí. ¿Cómo crees que me sé tu nombre?
Aquella pregunta me dejó petrificado. No había caído: ella me había estado llamando "señor Gutts" sin que yo le hubiera dicho nunca mi nombre.
Sonreí. La culpabilidad, la impotencia y los nervios habían desaparecido y la alegría y el bueno humor las habían sustituido. Ya estaba hecho, lo habíamos conseguido. Por fin había llegado el cambio que Peter Gutts necesitaba. Después de diez largos años esperando, era el momento de que la ilusión volviera a mi vida.
Miré con decisión y seguridad a Margareth. Ahora ya no éramos dos desconocidos. Ya no éramos una víctima herida y un policía preocupado. Éramos algo más. No me sentía capacitado como para llamarnos padre e hija, pero sí algo a medio camino.
Ahora ya sólo quedaba hablar de un tema.
— Por cierto, siento tener que volver a este tema, pero debo preguntártelo. ¿Por qué necesitabas la pluma de Cross?
— La Editora me dijo que si conseguía todas las plumas podría revivir a mis padres. Cross ha sido el último en conseguir la pluma, así que supuse que sería más fácil de derrotar.
— Entiendo. ¿Y sigues queriendo revivir a tus padres? —dije, sacando un tema que sabía que era arriesgado.
— Sí, pero ya me he hecho a la idea de que no los volveré a ver. Y no quiero volver a pasarlo tan mal. De momento prefiero venir a vivir contigo.
La madurez que la niña mostró con aquella respuesta me sorprendió muchísimo. A pesar de que volvió a llenarse de tristeza, mantuvo la mirada clavada en mí. Sinceramente, me esperaba que volviera a hundirse.
— Cross y yo conseguiremos todas las plumas, no te preocupes. Si encontramos alguna forma de hacer que vuelvan, te aseguro que los tendrás de vuelta —sentencié, intentando animarla.
Margareth hizo un gesto de agradecimiento y sonrió.
Después de unos segundos de silencio, me levanté. Me saqué un pañuelo del bolsillo y le sequé las lágrimas a Margareth. La chica no me puso inconvenientes y mantuvo la sonrisa.
— Muy bien, Margareth. Lo moveré todo para que vengas conmigo al salir del hospital. Tengo que irme, que Cross me espera. Mejórate, y a ver si la próxima vez te traigo un ramo de flores bien bonito —dije, acercándome a la puerta.
— Muchas gracias, señor Gutts —dijo ella, sonriendo todavía más.
— Gracias a ti, reina.
Cerré la puerta y, con paso ligero y con una sonrisa de idiota en la cara, volví al coche. Me faltó tiempo para llamar al contacto que tenía en los Servicios de Protección de Menores y poner en marcha el proceso de adopción. En unos pocos días lo tendría todo listo, ya que aquel tipo me debía un par de favores y, por lo tanto, no pondría obstáculos. Todos los jueves de la ciudad eran colegas míos, así que en ese sentido tampoco tendría problemas. El contacto que contestó que me presentase allí con toda la documentación que yo, oportunamente, ya traía de casa.
Por el camino tuve que volver a secarme unas lágrimas que esta vez eran de alegría.
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