Mierda.

Mierda. Mierda, mierda, mierda. ¡Mierda! ¿Qué coño acababa de ocurrir? Otra vez, ¿nuestro plan había fallado? ¿Pero por qué? ¿Habíamos vuelto a subestimar a ese cabrón que no dejaba de reír mientras me miraba?

— ¡Cross! —grité, intentando correr al montón de rocas en el que había quedado enterrado mi compañero. 

Una de las bestias de Daniel Queen aterrizó delante de las ruinas, bloqueándome el paso.

— No lo intentes, inspector. Si no se lo ha cargado mi pequeña, habrá quedado aplastado entre las rocas. Y, si no ha muerto, debe de quedar muy poco de Kyle Cross. Ahora quedamos usted y yo. En cuanto a mí, no tocaré a Cross. Derróteme y quizá podrá oír sus últimas palabras —dijo el chico.

Me mordí el labio. La impotencia me impedía pensar con tranquilidad. La rabia me enervaba. El desconcierto me confundía.

— ¿Cómo lo has sabido? —pregunté.

Daniel Queen volvió a reír sórdidamente. Señalándose el ojo izquierdo, rojo como la sangre, exclamó:

— ¡Habéis tenido muy mala pata! ¿Ves este ojo? Hace tres días se me puso así. ¡Ahora es mucho más preciso que un ojo humano! ¡Sólo me ha hecho falta echar un fugaz vistazo desde el principio de la calle para ver a Cross! Si esta escena se hubiera dado hace una semana, vuestro plan habría funcionado a la perfección. ¡Pero habéis llegado tarde!

Callé, intimidado. Queen miró al clon de Cross. Desde la aparición del chico, éste no se había movido.

— Y otra cosa: ¿de verdad pensabais que la gilipollez del clon funcionaría? ¡Por favor! No lo conozco demasiado, pero por lo que he observado, Cross es un nervio que no calla nunca. No puede estar más de diez segundos sin soltar alguna tontería. Cuando has empezado hablando tú, me he olido enseguida que ese no era Cross. Si no hubiera tenido este ojo y hubierais disparado al verme, el plan os habría salido redondo. Pero lo siento.

No había duda: lo habíamos subestimado una vez más.

Después de hacerle la señal a Cross, había decidido mantener una conversación con Daniel Queen para distraerlo. No sabía por qué, pero Kyle no había disparado al verlo. Quizá no se había percatado de mi señal o no lo tenía a tiro. Mientras Queen y yo hablábamos, una de sus arañas se había colocado en su lado izquierdo. Aquello me asustaba, pero no podía hacer nada. El plan no debía destaparse.

Aquella cosa empezó a crear una extraña membrana alrededor de la esfera que formaba su cuerpo. Conté unas doce capas de aquel material, colocadas una encima de la otra. Cada una era más gruesa que la anterior. De cada pata salió otra membrana — esta vez recta — que unía cada extremidad. Al final, la araña se había convertido en algo parecido a un cuadrado.

En instante en el que Queen dijo que quien no duraría más de diez minutos sería Cross, aquel monstruo acorazado pegó un salto tan potente que casi agujereó el suelo del impulso. Salió disparada hacia la ventana de Cross y destrozó poco menos que medio edificio, levantando una nube de polvo.

Las paredes cedieron y toda la fachada colapsó. De la habitación donde estaba no quedó nada. Todo al suelo en un montón de escombros.

No podía verlo en ningún sitio, cosa que me tenía profundamente preocupado. Había caído con las ruinas, eso era seguro. La araña, por su parte, había quedado lapidada entre la montaña de cemento. Se le veía alguna pata moviéndose erráticamente, agonizando.

La preocupación aumentó cuando vi que la sangre empezaba a emanar de las piedras y del polvo. Me angustiaba no poder saber si la sangre era de Cross o de la criatura.

Por primera vez en mi vida, no sabía cómo proceder.

— Bien, inspector, ahora le toca a usted. ¿Está preparado para liberar la furia del Toro? Quiero una auténtica batalla campal —dijo Daniel Queen, continuando la conversación de antes.

Saqué todo el aire sucio de mis pulmones e inspiré profundamente. No servía de nada preocuparse por Cross: si ya estaba muerto no podía hacer nada, y si estaba vivo, Queen no me dejaría acercarme.

Por lo tanto, sólo quedaba un objetivo: destruir completamente a ese hijo de puta. Los arrepentimientos, las tristezas y los posibles funerales ya vendrían después. El Toro debía centrarse y sacar a la bestia que tenía dentro.

Miré fijamente a mi enemigo. Ese que se había atrevido a torearme. Todas sus "pequeñas" se habían desperdigado por el perímetro y esperaban la orden de atacar.

Saqué las metralletas de la gabardina. Sonriendo, y quizá como último tributo a Cross, recité aquella frase de Julio César que tanto gustaba al detective.

Alea iacta est, cabrón. Si quieres parar a este Toro, lejos de un millar de arañas, lo que necesitarás será un millar de toreros.

Daniel Queen me devolvió la sonrisa. La suya, sin embargo, era tan exagerada que parecía que se le fueran a resquebrajar los pómulos.

En un segundo, las mangas de su chaqueta explotaron.

De la parte posterior de cada antebrazo un par de extremidades negras perforaron su piel y salieron al exterior, idénticas a las patas de las arañas. Surgían de ambas heridas y se inclinaban hacia atrás siguiendo sus brazos. Después, cambiaban de dirección y hacían el mismo recorrido hacia adelante, acabando en una afilada punta. Calculé que cada una pata de esas, extendida, debía ser tan larga como el propio chico.

La piel de su mandíbula se ennegreció. Levantó la cabeza y, como un furioso león, lanzó un rugido intenso y grave, más propio de una bestia que de un humano.

Sus criaturas empezaron a moverse. La gran mayoría en mi dirección. Queen se perdió entre aquella ola de pelotas andantes.

Con calma, apunté con las metralletas a la marabunta que cargaba contra mí.

La valentía de las balas funcionó: a los pocos segundos de apretar ambos gatillos, la primera línea de bestias había caído al suelo.

Las de segunda línea fueron lo suficientemente rápidas como para extender una membrana que las protegiera. Las balas, sin embargo, después de unos impactos, podían atravesar aquella protección. No obstante, gracias a los segundos que les daba aquel elemento, la distancia entre nosotros era cada vez más corta.

Comencé a correr tan rápido como pude. El clon, por su lado, se quedó inmóvil y pronto fue atropellado por las arañas, desapareciendo al instante.

Extrañamente, me sentía muy ligero y notaba que estaba corriendo bastante más de prisa de lo que era normal en mí. La fortaleza que llevaba incorporada en toda la ropa empezaba a potenciar mis capacidades.

Gracias a esto, las bestias no me atrapaban. Las que más se acercaban eran las que saltaban desde lo alto de los edificios para aplastarme. Mi velocidad, sin embargo, hacía que acabaran tragándose el asfalto. En el fondo, parecían animales muy mal hechos.

Seguí avanzando hasta un cruce. Una vez allí, giré a la derecha y me refugié en el primer callejón que encontré.

Me detuve al entrar. Había estado corriendo a más de mi máxima velocidad durante más de cinco minutos, y aun así, me sentía fantástico. Ni siquiera el corazón latía más rápido. Aquello subió mi moral.

Dejé en el suelo las metralletas mientras me ataba la gabardina hasta arriba. Hecho esto, chuté las armas para dejarlas justo delante del callejón.

Inspirando profundamente, crují mis puños. Era hora de probar si la fortaleza había aumentado también la potencia de mis golpes.

Las bestias empezaron a llegar. Me habían perdido de vista hacía ya unos minutos, así que no debían saber dónde cojones había ido. Lo único que sabían era que había girado a la derecha.

Desde donde me encontraba veía cómo corrían sin parar en línea recta, obviando el callejón. Ni siquiera habían visto las metralletas en el suelo. Aquellas arañas podían ser muchas y estar bien armadas, pero eran bastante estúpidas.

Me impulsé con los pies y salí disparado de mi escondite con los brazos extendidos hacia adelante. La gabardina reforzada me había convertido en una piedra inamovible: las criaturas que toparon conmigo salieron disparadas hacia adelante chocando con las que habían avanzado. La armadura funcionaba tan bien que casi no noté los golpes ni éstos variaron mi trayectoria.

No me detuve hasta que empalé con los puños a una de las arañas. Tuve que cerrar los ojos ante la cantidad de sangre que saltó de aquella pelota con patas. Notando el calor de su interior, abrí los brazos y la partí por la mitad. No me hizo especial asco acabar repleto de aquella sangre oscura y aquellos órganos desconocidos.

Un salto para atrás bastante más potente de lo que imaginaba me permitió colocarme cerca de donde había dejado las metralletas.

Las cogí y convertí en nidos de avispa a los monstruos que tenía a los lados, alejados de mi posición. Desde que había salido del callejón se habían detenido y habían retrocedido para, suponía, entender qué estaba pasando. Los de mi derecha todavía se estaban recuperando del choque con aquellos que habían tropezado conmigo.

Aproveché esta pausa para cargármelos. Eso de las metralletas cada vez me gustaba más. Eran potentes, no muy difíciles de usar, con un retroceso aceptable y eran un desestresante maravilloso. Nunca había disparado algo tan satisfactorio. No dejaba de preguntarme qué cojones había estado haciendo yo con una pistolita de mierda toda mi vida.

En medio de la ráfaga, una decena de arañas aterrizó en la acera de delante.

Y mientras las observaba, recibí por la espalda el golpe del tentáculo de otra criatura. Había atacado desde la azotea de un edificio, detrás de mí. Vaya, por fin se ponían serias.

Solté las metralletas y esperé un nuevo ataque. Las que tenía delante empezaron a desplegar sus armas y avanzaron hacia mí.

La de atrás, finalmente, me lanzó dos ataques de tentáculo más. Esquivé el primero con un movimiento rápido a la derecha. El segundo, que venía por la izquierda, lo intercepté agarrando con ambas manos aquella extremidad, de una buena decena de metros.

Ahora sabrían por qué el Toro de la Central era tan temido en toda la ciudad. Impulsé mis brazos empezando un movimiento de ciento ochenta grados. La araña no aguantó la fuerza y empezó a ser arrastrada.

Seguí con el movimiento hasta que la eché de aquella azotea. La bajé hasta mi altura, haciéndola chocar contra el suelo y dejándola inconsciente.

Una vez expulsada de su posición, fue fácil completar el movimiento. Dando un giro lo suficientemente enérgico como para tensar el tentáculo que tenía agarrado, me llevé por delante a todas las arañas que tenía delante utilizando el cuerpo de la que me había atacado. La solté cuando aplasté a mi nueva pero efímera mejor amiga contra la pared de mi derecha.

Volví a coger las metralletas e inspeccioné el terreno. Ahora ya notaba que mi respiración se había acelerado, pero el cansancio todavía no llegaba a mi cuerpo. La adrenalina, por otro lado, celebraba enloquecidas manifestaciones en todos mis vasos sanguíneos.

Las bestias de mi lado izquierda se habían alejado y esperaban detrás de los cadáveres de sus hermanas, cerca de una decena de metros de mí. Encima de los edificios no veía nada. El callejón a mi espalda estaba vacío y delante de mis ojos sólo tenía cadáveres. A mi derecha todo estaba desierto.

Algo estaba pasando. No era normal que aquellas criaturas se quedasen quietas tanto tiempo seguido. Además, y a pesar de que eran muy dadas a rodearme, sólo habían cerrado la calle por un lado.

Noté dos fuertes golpes en la espalda. Vinieron uno detrás de otro: primero uno contundente y después otro más débil pero cortante. La gabardina, por suerte, me protegió.

Me giré rápidamente, pero lo único que conseguí ver fue una sombra que se movía raudamente. Se detuvo delante de mí, donde se encontraban las arañas.

Era Daniel Queen. Se sujetaba a cuatro patas, manteniendo una posición parecida a la de un gran felino a punto de atacar. Las extremidades que salían de sus brazos me apuntaban, como el aguijón de un escorpión. Sus ojos parecían más salvajes que nunca. Seguía manteniendo esa sonrisa tan sórdida y exagerada.

— ¡Hey, Toro! ¡Definitivamente eres una máquina de matar! ¿A cuántas te has cargado ya?

— No lo sé, no lo he contado. Eres tú quien tendría que contabilizar las bajas.

— Tenía pensado hacerlo, pero cuando has empezado la matanza he decidido pasar. Además, también quería dejar que mis pequeñas te debilitaran para después acabar de rematarte yo. Pero, por lo que veo, te las cargarás a todas y lo único que conseguirán será hacerte sudar.

— ¡Mira que eres cobarde! ¡Ven aquí y dejémonos de juegos!

— ¡La cobardía es una convención humana! ¡Y yo, las convenciones humanas, me las paso por el forro! En la naturaleza, enfrentarte a un animal más fuerte que tú equivale a morir.

— ¿Eso significa que me consideras más fuerte que tú?

— Podríamos decir que eres mi enemigo natural. No te consideraré una presa hasta que no desaparezcan esa potencia física, esa rapidez y esa armadura que tienes.

— Pues adelante, ¡arráncale todo lo que has dicho a este Toro y empecemos a torear!

Daniel Queen se lanzó contra mí tan rápido que en menos de dos segundos ya se había plantado ante mí. En aquellos menos de dos segundos, por suerte, tuve tiempo de soltar las metralletas.

Me atacó con el brazo derecho, usando la garra negra que tenía por mano. Lo detuve con el brazo izquierdo. Predije que intentaría atacarme con el otro brazo, así que le clavé un puñetazo en la cara.

Aquella hostia habría atravesado a cualquiera de las arañas. A él, sin embargo, ni siquiera había conseguido moverle la cara. Había protegido su rostro con aquella armadura negra. Todavía con el puño enterrado en la cara, Daniel Queen sonrió y contraatacó con el brazo que tenía libre.

Conseguí predecir, esta vez con más precisión, la trayectoria del ataque. De esta forma, me agaché. El brazo de Queen pasó por encima de mí. Iba a por mi cabeza: mi único punto del cuerpo que no estaba protegido.

Contraataqué con una fuerte patada en el estómago del chico. El golpe fue tan poderoso que se elevó un poco. Él aprovechó la circunstancia y, al aterrizar, saltó. Levantó el brazo derecho en señal de ataque.

Haciendo un pequeño salto, esquivé el golpe. Pero me percaté de que las dos patas negras de su antebrazo se habían extendido. Apuntaban hacia mí. El ataque no había acabado.

Mediante un paso atrás, esta vez de más distancia, conseguí evitar su segunda ofensiva. Las puntas de las patas quedaron clavadas en el suelo.

Aproveché aquello y las cogí con ambas manos. Queen, que ya preparaba otro ataque, no se lo esperó.

Las desenganché del suelo y, como un lanzador de martillo olímpico, comencé a dar vueltas con el chico. Tras unos segundos cogiendo inercia, lancé a mi enemigo contra uno de los edificios. La casualidad hizo que fuera a parar a una ventana. El cristal se rompió y el joven acabó dentro del edificio.

Me quejé chasqueando la lengua. A pesar de que la sacudida sin duda habría sido dolorosa, mi objetivo era estamparlo contra una pared.

Tras una mirada al frente, me di cuenta de que las bestias que bloqueaban la calle ya se habían acercado considerablemente. Las dirigía una que no había visto hasta aquel momento.

De la esfera que formaba su cuerpo surgía el tronco de una persona, bastante delgado. Su cabeza se dividía en varias puntas por la zona de detrás. La boca ocupaba horizontalmente toda la mandíbula. Una especie de pinzas surgía del interior de sus labios, como si fuera un insecto. No tenía ojos.

Sus brazos eran iguales a los de una mantis, pero más redondeados. De cada omóplato salían tres patas como las que tenía Daniel Queen.

Al ver aquello, cogí las metralletas y me preparé para correr. Las bestias lo notaron, e iniciaron la persecución.

Puesto que no tenía más remedio, empecé la carrera por el único camino abierto. Aquello no me hacía ninguna gracia: si me habían dejado el paso libre era por algo.

Corrí en línea recta hasta que vi que, en otro cruce, las arañas habían bloqueado todas las calles excepto una. Avancé por esa.

Me estaban llevando a algún sitio, ya no quedaba ninguna duda. Y no era un buen momento para caer en trampas: el cuerpo ya empezaba a dar señales de cansancio.

Avancé hacia un parque en medio de los edificios.

Una vez ahí, una araña se plantificó delante de mí desde uno de los bloques de pisos y me atacó con tres de sus tentáculos. Conseguí esquivarlo y continué hacia su izquierda. Usando ambas manos, le agarré dos patas de un lado y se las arranqué. Me quedé una. De nuevo: vaya animales más frágiles.

La araña cayó al suelo. Con la extremidad robada realicé un golpe en horizontal. La partí por la mitad. Parecía que eran muy vulnerables a ellas mismas.

Oí un ruido. Dos bestias más, aparecidas de la nada, venían hacia mí corriendo. Otra, a unos cuantos metros de distancia, permanecía allí sin hacer nada.

Agarrando con fuera el arma improvisada que acababa de conseguir y tomando la postura adecuada, la lancé al monstruo que venía por mi costado derecho, como si fuera una jabalina. La pata, convertida en una lanza, la atravesó completamente. Cayó al instante.

La otra recibió el mismo ataque, con la extremidad restante que había arrancado y que permanecía a mis pies. En esa ocasión, sin embargo, fallé y la lanza sólo le destrozó una pata. Aquello, sin embargo, hizo que la criatura tropezara, momento que aproveché para llenarla de plomo. En diez segundos estuvo despachada.

Pero una continuaba parada. Su cuerpo se había abierto completamente y mostraba una boca en forma de estrella, repleta de dientes. Mi intuición me dijo que aquella bestia se preparaba para lanzarme algo.

Solté, una vez más, las metralletas. Por suerte eran de buena calidad y aguantaban mis sacudidas como campeonas. Otra cosa no, pero Cross tenía buen ojo a la hora de comprar armas.

Tomando la postura de un jugador de fútbol americano haciendo un placaje, me lancé contra la criatura.

Ella disparó su boca contra mí. El choque fue formidable. La fuerza que ejercía aquella cosa era brutal, y su saliva apestaba a horror. Gracias a que su forma era la de una estrella boca abajo, mi cabeza estuvo segura cuando intentó cerrarla. Mi anchura, además, impidió que completara esa acción.

Con toda la potencia que me podían dar mis piernas, inicié el contraataque. Aunque en un principio avanzaba poco, fui cogiendo velocidad. Al final, pegando un grito de furia que se alargó todo el placaje, me dejé de tonterías. El Toro hizo una de sus famosas embestidas. El terror de todos los criminales que se atrevían a huir. Recibirla de forma directa garantizaba, como mínimo, un par de huesos rotos.

La araña no pudo aguantarlo y empezó a ceder. La velocidad seguía aumentando, así como mis gritos. Finalmente, las fuerzas de la bestia se rindieron. Acabó aplastada contra una pared.

En cuanto vi que su boca aflojaba, retrocedí y cogí las metralletas. Mis piernas y brazos empezaban a estar un poco doloridos.

Revisé la zona. Aparte de los bancos, árboles típicos de todos los parques y cadáveres, no había nada más.

Súbitamente, vi una sombra precipitarse contra mí. Me agarró por la cara, y a velocidad incontrolable, empezó a arrastrarme. Fue tan inesperado que ni los celebérrimos reflejos del Toro consiguieron reaccionar.

No nos detuvimos hasta que estrelló mi cabeza en un árbol. Entonces, me soltó y desapareció. Era Daniel Queen, sin duda.

Me levanté con dificultad. Notaba cómo la sangre se escurría desde mi cabeza. La vista se enrojeció. Todo daba vueltas.

El hijo de puta de Queen sabía muy bien lo que hacía. Podría matarme fácilmente enviándome a su ejército. Pero eso no era divertido. En su lugar, me enviaba las arañas de una en una o en pequeñas oleadas con tal de cansarme lentamente y hacerme bajar la guardia. Una vez conseguido, aparecía, lanzaba su ataque, y se iba. Me estaba toreando. Era uno de esos cobardes que no se acercaba a más de un metro del toro. La peor clase de torero.

Decidí avanzar. El mareo y el dolor no me permitieron seguir a la velocidad de antes. Estuve unos minutos corriendo por varias callejuelas, recuperando los sentidos. Durante aquella carrera también aproveché para desabrocharme la gabardina, guardar una de las metralletas y volver a abrocharla. No preguntes por qué lo hice: la intuición me lo pidió. Finalmente, encontré una salida a la calle principal.

Allí, sin embargo, me encontré el peor panorama imaginable.

Las bestias de Daniel Queen cortaban un lado de la carretera. En el otro, la araña con tronco humano, esperándome.

Y más allá, detrás de ésta, a una decena o veintena de metros — a aquellas alturas y con la cabeza en ese estado, me era imposible calcular distancias —, había otra bestia con cuerpo humanoide. En esta última estaba montado Queen. Derecho, con los pies sobre el cuerpo redondo de la araña y la mano izquierda agarrada al hombro de su "pequeña".

Tamaño percal me dio a entender que tocaba un combate cuerpo a cuerpo contra ese nuevo monstruo. Aquello se había convertido en un improvisado coliseo. Tocaba luchar contra el león...

¡Pero qué estaba diciendo! Eso no era un coliseo. Seguíamos en la plaza, toreando. Simplemente había comenzado el último tercio: el de la muerte.

Mi cuerpo podía aguantar, pero mi cabeza ya estaba cansado de tanta lucha. Lo veía claro. Si seguíamos a ese ritmo, acabaría desfalleciendo. Y no había plan B. Era una batalla perdida. Todo estaba decidido.

Por primera vez desde que empecé el combate, un sentimiento de derrota empezaba a invadirme.

Y, con esa ominosa imagen en mi cabeza, la mirada de Cross vino a mí. Se me hizo un nudo en la garganta.

Del cielo nublado empezaron a caer pequeñas gotas de agua. Pronto, un torrente se precipitó sobre mí sin piedad. Tener que morir durante una tormenta todavía aplastaba más mi moral.

— Nunca habría pensado que diría esto. Pero, Cross, daría lo que fuera porque ahora mismo estuvieras a mi lado —imploré en voz alta a algún ser en el que no creía.

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