█Mi▒er▓▒da▄
Una fría lluvia interrumpió mi siesta y encendió mi consciencia.
Abrí los ojos y observé el oscuro cielo. Unas despiadadas gotas bombardeaban mi rostro i me devolvían a la realidad. Pronto deseé volver a la inconsciencia.
Mi cuerpo se encontraba enterrado bajo una montaña de escombros. Sólo la cabeza y el brazo derecho veían la superficie.
Casi no sentía dolor. Seguramente mi cerebro se había sobrecargado con tanto daño y había apagado todos los nervios. Y sin embargo, si intentaba mover alguna parte de mi cuerpo aun recibía un relámpago de sufrimiento.
De cintura para abajo no recibía información alguna. Como si ahí no hubiera nada, como si media parte de mi ser se hubiera evaporado. La caída o algún trozo de piedra clavado en un mal sitio había destruido mi medula espinal y me había dejado inválido. Me era imposible saber en qué estado tenía la mitad inferior. Tampoco quería saberlo. En el fondo, lo que quería era que no hubiera nada. Que el estado de mi cuerpo fuera incompatible con la vida. Así acabaría aquella pesadilla.
El resto del organismo estaba agujereado. Notaba cómo parte de los intestinos resbalaban hacia un lado de mi cuerpo escapando del aplastamiento, y cómo las rocas y los cristales clavados se movían al compás de mi respiración, desgarrando la piel un poco más con cada vuelta. Una barra de hierro me había empalado el brazo izquierdo y los escombros lo habían acabado de rematar y enterrar. Ahora no era más que una alfombra grotesca y agrietada. Gran parte de la dentadura había saltado por los aires a causa de los golpes recibidos en la cara. Y, aunque lo intentaba, no podía cerrar la boca. Un polvo espeso y áspero la llenaba. Mis fosas nasales habían sido obstruidas por la sangre, así que sólo me quedaba un conducto por el que respirar. Y, al hacerlo, aquellos granitos bajaban hasta la garganta y me hacían toser, provocándome un dolor terrible. Una roca se había estrellado en mi ojo izquierdo y lo había destrozado. Sentía el agua, la sangre y otros líquidos incomprensibles introduciéndose por el agujero y saliendo de él al mismo tiempo. Me planteé, usando el brazo en el que todavía conservaba la movilidad, apretar fuertemente aquella roca para conseguir la muerte lo antes posible. Ya me daba igual que fuese indolora o envuelta en más sufrimiento. Sólo quería que mi fin se confirmara.
Pero no lo hice. En su lugar, maldije mi mundo y al autor de ésto por no haberme asesinado. ¿Cuáles eran mis probabilidades de sobrevivir? ¿Cómo era posible que no hubiera muerto?
Quizá el error había sido utilizar la fortaleza. Si aquella armadura no me hubiera protegido, la muerte habría sido segura. Pero había evitado gran parte de los daños hasta que, derrotada, había colapsado.
Comencé a pensar en el viejo inspector. ¿Qué estaría haciendo? Quería ir a ayudarlo, pero me era imposible.
Observé a mi alrededor, con la esperanza de encontrarlo. Pero nada. Aquello estaba desierto.
Excepto un sombrero... ¿Un sombrero?
Sí, lo era. Parecía que mi cerebro empezaba a jugármela. Pero allí estaba.
En el límite izquierdo de mi visión, un sobrero de copa sobresalía casi de incógnito. Su dueño se había sentado a mi lado, y seguramente me miraba, como quien observa una paloma atropellada en mitad de la calle. Sólo era capaz de ver la punta de aquel alto accesorio. ¿Quién coño era ese tipo?
No entendía lo que decía. Su voz sonaba distorsionada, vibrante, y desde dentro de mi cabeza. Gesticulaba mucho. Muchísimo. Tanto, que los movimientos erráticos de su sombrero me mareaban.
Y entonces, Clea e Eve aparecieron de súbito en mi cabeza. No había pensado en ellas ni quería hacerlo. Pero por alguna razón, sentía que alguien las acababa de introducir en mi cerebro sin permiso.
Me maldije a mí mismo. ¿Ahora qué? ¿Eve tenía que perder a su padre con cinco años? ¿Clea había de perder a su marido sin haber podido solucionar las cosas?
De ninguna manera. No las podía abandonar.
— No, no las puedes abandonar. Y yo puedo te puedo echar una mano.
Mi propia voz me sorprendió.
Era él. Era yo. Era aquel que yo creía haber dejado atrás. Ahora lo veía, delante de mí. Mirándome desde arriba, de pie, como si se apiadase de mí.
— Eres tú... — intenté decir con un hilo de voz antes de volver a toser.
— Sí, soy yo. Y ya sabes que no tengo nombre. Al fin y al cabo, sigo siendo un número.
"Vete", ordené en mi cabeza, al verme incapaz de verbalizarlo.
— Nos necesitamos. Esta pluma que tienes nos ha ayudado a verlo. ¿Acaso no recuerdas cuando, juntos, salvamos a la niña? ¿O cuando juntos enseñamos a Clea quién era la autoridad?
"Hijo de puta. No lo hicimos juntos. Fuiste tú. Tú arruinaste mi vida".
— Por aquel entonces nuestra conexión todavía era débil. Pero ahora, gracias a la pluma, te puedo ayudar con más precisión.
"No".
— Las perderás...
"Fuiste tú quien provocó que las perdiera".
— Nosotros sólo contestamos a un desafío. Y, aun así, huimos. Ahora podemos recuperarlas.
Una quemazón empezó a recorrer lo que quedaba de mi cuerpo. No quería que aquella bestia volviera a llevarse mi alma. Tanto el viejo Arnold como yo habíamos luchado mucho para convertirme en el hombre que era. Habíamos domado al monstruo. Pero ahora volvía a reclamar su sitio. No lo quería. Quería que desapareciera. Me daba pánico.
Sus palabras y su mirada estaban cargadas de un odio infernal e inhumano. Un odio que ya conocía y en el que me sentía demasiado a gusto. No podía volver a aquella comodidad. Me miraba cargado de impaciencia y menosprecio, y sólo deseaba que lo acompañara en aquel remolino de violencia.
— Dime, Kyle Cross, ¿cómo te sientes?
Callé. No quería entrar en su monstruoso juego.
— ¿Qué sentimientos recorren este cuerpo destrozado?
Al final, cedí. Ya había hecho el esfuerzo de detectar los daños en mi cuerpo. Y ahora, impulsado por aquella visión del pasado, deseaba hacer lo mismo con mi estado anímico.
"Furia". Fue lo primero que se me pasó por la cabeza.
— La furia, para ti, es un sentimiento sumamente fuerte. Potente e imparable, como un animal rabioso. Podríamos invocarla.
"Rabia".
— La rabia... Tú la distingues de la furia. La furia se puede sentir y, a pesar de ser potente e imparable, se puede controlar. La rabia, en cambio, es la furia llevada a la práctica y al máximo. El descontrol más salvaje, de ese que no se puede detener de ninguna forma. Yo creo que si la materializamos saldrá lo mismo que si escribimos furia, pues la rabia es la furia exteriorizada. Así que creo que lo mejor es escribir "rabia" en las balas del rifle. Eso hará que sean aún más poderosas e imparables.
Señaló a algún sitio del edificio en ruinas.
— El rifle está allí. Está destrozado, pero si escribes en él "felicidad", parecerá nuevo. Sigamos: ¿qué más sientes?
"Dolor".
— Dolor... El dolor es como un parásito. Tanto si es físico como si es emocional, empieza siendo pequeño y va en aumento, alimentándose de la felicidad y la salud. Hay veces en las que aparece de repente y no se va en mucho tiempo. ¿Y si lo colocamos también en las balas? Será como un veneno. Un cristal maldito que corromperá hasta la medula a aquel que lo sufra.
"Miedo".
— El miedo es capaz de todo: puede provocar asesinatos involuntarios, suicidios, locura... Pero hay una característica que nos puede ser muy útil: es capaz de paralizar. Lo pondremos en las balas.
Comencé a notar algo extraño. Una mezcla entre sueño y mareo. La muerte venía buscarme. Desesperado, apreté con fuerza el puño y lo levanté. Juraría que allí estaba la pluma, pero no. Vete a saber, quizá había acabado destruida entre las ruinas.
Él me agarró la mano con firmeza.
— Tranquilo, Kyle Cross. Tú descansa, yo me encargo de todo. Daniel Queen acabará bajo tierra.
"No lo mates", imploré.
— Eso depende de ti. Si llegas en el momento oportuno, dejaré que seas tú quien decida.
Y se paralizó. Todos sus movimientos se detuvieron. Mi mano cayó, agotada, atravesando su imagen.
El sombrero se levantó. Por fin podía ver a su dueño.
Era una silueta negra. Delgada y mal dibujada. Vibraba, como si su imagen no se pudiera mantener en la realidad. Me miraba con ojos enormes, grises y granulados. En un movimiento continuo y arbitrario, parecían estar hechos de ruido blanco. Una sonrisa borrosa pero macabra, de oreja a oreja, me regalaba una extraña felicidad. Y, coronando todo el conjunto, ese sombrero de copa, propio de un mago o de Gutts.
Y en la mano, la pluma. La tenía él.
Acercó el utensilio a mi cara. Con un trazo delicado y suave, empezó a escribir en mi mejilla.
De repente me sentí rejuvenecido. Una sonrisa decoró mi rostro.
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