Los prólogos siempre son aburridos, pero suelen ser necesarios


— Después de haber visto mi nido, ¿de verdad piensas que saldrás de ésta? —exclamó el monstruo que lo perseguía.

La noche se cernía imperturbable sobre aquel pobre desgraciado. Había metido la nariz donde no debía, y las consecuencias de aquello lo llenaban de terror. Había despertado a la bestia. Maldecía esa mala costumbre, esa curiosidad que había reprimido durante años. La pluma le hacía sentir una falsa valentía. Ahora, todo eso se hundía.

— Mira, si dejas de correr, te daré permiso para invocar un bonito sentimiento antes de matarte.

Aquel demonio caminaba con una soberbia irrespetuosa. Pero, aun así, parecía imposible dejarlo atrás. Adaptaba sus pasos a la velocidad del perseguido. La táctica clásica: acosar a la víctima con una lentitud enloquecedora, asegurándose de que nunca se deshiciera de cierta esperanza. Y cuando se agotara, atacar sin piedad. Aquello no era una persecución, era una cacería. La presa cada vez lo veía con más claridad.

— Podría usarla... —dijo en voz alta, sin darse cuenta.

— Adelante, hazlo. Será divertido —respondió su perseguidor.

No, no podía. No sabía qué resultado obtendría. Tampoco se le ocurría qué escribir. Y el simple hecho de detenerse ya suponía un peligro mayúsculo. Continuó corriendo entre aquel contraste de luces y oscuridades hasta llegar al límite de la azotea.

Delante de él, otro edificio continuaba la jungla de cemento. Tenía que saltar, pero la distancia era terrorífica. Bien mirado, prefería morir aplastado por la caída que devorado por el demonio de sus pesadillas.

Pero apareció una figura de color negro, bloqueándole el paso. Una esfera negra, ovalada y enorme, de la que surgían cuatro extremidades rectas del mismo color. Se alzaban en diagonal unos dos metros, cambiaban de dirección y caían otra vez. Al final, un afilado pincho las perfilaba. Un puñal preparado para agujerear cualquier piel.

Se asemejaba a una araña gigante. Pero pronto comprendió la naturaleza de aquella aberración. No tenía facciones, ni pelo, ni parecía respirar. Todo en ella era artificial, simétrico. Un ser incapaz de nacer según las leyes de aquel planeta. Y, sin embargo, estaba viva. Viva, y con un instinto asesino inconmensurable. Ya creía haber visto el horror, pero aquella cosa traspasó la última de las barreras. Había subido por la pared del edificio hasta llegar al techo en el que se encontraba él, con un ánimo depredador insaciable. Sus esfínteres no aguantaron, y mojó los pantalones. Comenzaba a convencerse de su fatídico destino.

— Te pillé.

En efecto, ya no tenía escapatoria. En una última súplica y un fútil perdón por los pecados cometidos, se giró y lanzó una húmeda mirada a su perseguidor. La sonrisa de aquel monstruo con forma humana, sin embargo, continuó inmutable.

Su silueta, dibujada en la luz de una Luna espectral, le confería una autoridad natural. Era el depredador, y él la presa. Los roles no podían cambiar, así habían sido establecidos. Era un chico joven con el cabello de punta, inclinado hacia atrás y de color negro. Unos ojos verdes, felinos y furibundos, escapaban los reflejos del astro blanco y brillaban con fluorescencia. De sus antebrazos salían dos antenas que emulaban las patas del monstruo que le había bloqueado el paso.

— Ahora que hemos llegado a este punto, si me pides perdón por tocarme los cojones, sentiré cierta pena cuando mis pequeñas te devoren pedazo a pedazo —declaró el demonio.

Aquello no era humano. Los valores del mundo civilizado le eran ajenos. No conocía el perdón. Ni con todas las súplicas del mundo conseguiría piedad de esa abominación. Sólo podía huir. Y lo intentó una última vez.

Pero fue imposible.

Sus piernas se habían petrificado. Sus pies se fundían con el cemento de aquella azotea, anclándolo sin remedio. Detrás de su perseguidor apareció una figura. El fulgor lunar sólo resaltaba su cabello plateado, larguísimo y descuidado. Y en la oscuridad contrastaban unos ojos de mirada maniática, de un amarillo antinatural. Lo acompañaba una mujer, camuflada en la negrura.

— Hey, ¡no me petrifiques a la presa! —exclamó el demonio, cargado de una súbita furia.

El hombre cerró los ojos y regaló una sonrisa burlona a ambos actores. Había visto el espectáculo desde la distancia. Siempre listo para actuar. Cuando lo necesitara, recuperaría aquella pluma deseada. La primera en la colección, después de meses de planificación.

Pero ahora que había entrado en la función, se dio cuenta de que no era su momento. Tocaba hacer nuevos planes.

La piedra que sujetaba las piernas del perseguido se disolvió, dejando tras ella una incómoda quemazón en los pies de la víctima. Ya era libre.

O no.

Un nuevo elemento interrumpió su movimiento. Y éste sería el último.

Una estaca negra, de textura lisa, acababa de atravesarle el pecho.

Había dado la espalda a aquella araña demoníaca. Había cometido el peor error. Pero, bien visto, cualquier movimiento habría sido una equivocación. Su destino ya estaba decidido. Su papel en aquella historia, completado. Ya no servía para nada más. Sólo le quedaba morir, como un personaje sin nombre condenado al olvido.

Pero no se rindió. Tenía que luchar. Alguien debía vengarlo. Un nuevo actor que acabara la obra. Era la última esperanza que le quedaba. El relevo era la pluma.

La sangre, que corría desesperada por aquel organismo en decadencia, encontró rápidamente un agujero por el que salir. Un vómito rojizo le indicó que ya no le quedaba mucho tiempo. Con las últimas fuerzas que encontró, realizó un errático movimiento en dirección a su espalda. La pluma, en la mano que realizaba la acción, de alguna manera incomprensible, entendió la intención de su amo.

La bestia que lo había ensartado propinó un grito al ver mutilada su extremidad. Dolorida, perdió el equilibrio y cayó al suelo. De milagro no acabó edificio abajo.

Ya sólo quedaba una cosa por hacer. Debía aprovechar la distracción y la sorpresa causada en sus enemigos. Dando unos últimos y torpes pasos, lanzó la pluma al aire, con la esperanza de que aquellos desgraciados la perdieran de vista. Agotado, cayó al suelo mientras su vida se escapaba.

— ¡Mierda! ¡La pluma! —gritó el demonio.

— Oye, esto es más divertido de lo que creía —apuntó el actor secundario.

— Empiezo a estar hasta los huevos de ti, ¡medio mierda! —exclamó el monstruo, redirigiendo su rabia.

Mientras su mente se desconectaba de su cerebro, los últimos sonidos que acudieron a su muerte fueron los de una cruenta batalla. Pero a él ya le daba igual. Su papel había llegado a su fin. Era la hora de dar el paso a otro que cargara con el peso de ese instrumento infernal.

En pocos segundos, expiró su último aliento y su conciencia se apagó definitivamente.

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