Llevo dos años sin sexo y estoy desesperado
Los tampones son lo único que consigue calmarme...
Y ahora es cuando dejo que tu cerebro se imagine lo que quiera. Cuando acabe esta historia me habré convertido en un ídolo sexual, ya lo verás. Y ahora, dejémonos de tonterías aleatorias y volvamos a la trama.
Al volver a mi piso no supe qué hacer. Ya empezaba a ser tarde, y la conversación con la Editora me había quitado las ganas de cenar. Mi cabeza me pedía reflexionar, pero los nervios por lo que ocurriría la mañana siguiente me paralizaban los pensamientos. Al final, opté por apagar todas las luces de la casa y estirarme boca arriba sobre el suelo del comedor, entre el sofá y la televisión. La visión del techo de casa, junto con el frío del suelo, era lo que más me ayudaba a calmar el cerebro.
Durante aquellos instantes, varias cosas pasaron por mi cabeza. Lo que primeramente ocupó mis pensamientos fue Margareth Crown, y no pude evitar preguntarme dónde estaría y qué debía estar sintiendo. Como sólo podía hacer suposiciones, pronto mi cerebro me redirigió a la mañana siguiente.
La niña había escogido como campo de batalla uno de los mayores parques de la ciudad. Eso significaba que necesitaría un espacio amplio y abierto, sin obstáculos. Teniendo en cuenta que era capaz de invocar más de una bestia al mismo tiempo, era muy posible que materializase un pequeño ejército de una sola vez, aprovechando el espacio con el que contaba. Por lo tanto, si Gutts i yo nos presentábamos allí sin un plan, seguramente aquellos monstruos nos espachurrarían enseguida. Y huelga hablar de aquella nube lanza-estacas. Necesitábamos alguna cosa equivalente: otro pequeño ejército que nos permitiera luchar en igualdad de condiciones. Pero, ¿qué sentimiento nos permitiría conseguir tal cosa? Mi cabeza era incapaz de predecir cómo se materializarían las diferentes emociones que en aquel momento me pasaron por la mente.
Y, de repente, Clea y Eve aparecieron como un súbito rayo. No sé cuál fue la secuencia de ideas exacta que me llevó a pensar en ella. Supongo que alguno de los sentimientos que fui nombrando dentro de mí inició la asociación. Frustración, culpa, tristeza... Podría haber sido cualquiera de éstos.
La cuestión era que, en unos segundos, mi cabeza acabó monopolizado por la bronca con Clea. No sentía ninguna culpa, pues yo no le había mentido, pero me imaginaba los efectos que aquella conversación habría tenido en ella. Clea tiene una vida interior inmensa, y cualquier cosa que la afecte personalmente se puede acabar convirtiendo en un monstruo que la devore por dentro. Sentía rabia por el hecho de que se sintiese todavía más decepcionada conmigo, y por dentro me flagelaba por no coger el teléfono enseguida y pedirle perdón una vez más.
Pero me encontraba en una contradicción. Mi orgullo me impedía hacer aquello que el corazón me pedía. Ese no era el mismo caso que el de dos años atrás. Todo lo que había hecho era decirle la verdad y asegurarme de que mi hija no corriera peligro. El mayor pecado, quizá, había sido confesarlo todo de una manera tan abrupta y por un canal inadecuado. Pero no podía hacerlo de otra forma, ya que me era imposible mirarla a la cara.
Levanté el tronco y me senté en el suelo. Si la culpa me pedía llamarla y el orgullo me lo impedía, teníamos que encontrar una solución intermedia.
La llamaría, ya estaba decidido. Pero no para pedir perdón, sino para volver a formularlo todo, con tranquilidad. Si así lo necesitaba Clea, me disculparía tanto por haber sacado un tema que no debía sacar como por las formas. Sin embargo, mi objetivo era claro: conseguir que me creyese.
Decidido, me levante y marqué el número de mi mujer desde el fijo. Un nudo en el estómago me mantuvo paralizado mientras el timbre del teléfono sonaba de forma intermitente. Aquellos segundos de espera se me hicieron eternos.
— ¿Diga? —preguntó la dulce voz de Clea.
Tragué saliva justo antes de ordenar a la velocidad de la luz el caos que poblaba mi mente.
— Buenas noches, Clea —dije, temblando.
El silencio se apoderó del otro lado del auricular. Parecía que ella no esperaba aquella llamada.
— Espero que hayas llamado para pedir perdón.
Ya me esperaba que, con aquella voz áspera que utilizaba cuando se enfadaba, Clea me contestase aquello. Ahora me tocaba a mí reconducir la situación hacia un punto favorable. No sería nada fácil.
— Sólo me disculparé por la contestación que te di después de tu enfado. Lo demás lo continúo manteniendo.
Noté un largo suspiro. A Clea no le gustaba nada lo que acababa de oír.
— ¿Y por qué has llamado, entonces? ¿Para reírte todavía más de mí?
Debo decir que mi mujer es la persona más tozuda que he conocido en mi vida. Me costaba creer que pensase que me estaba riendo de ella. Pero, si digo la verdad, después de lo que le hice tampoco sería extraño.
— Yo no me río de ti. Si me dejases explicártelo, lo entenderías.
— Y si te dejara explicar por qué hiciste aquello hace dos años, ¿también lo entendería?
Bam. Aquella última frase cargada de ironía entró en mi cráneo como una bala. Aquello había sido un golpe bajo. Clea estaba realmente molesta, puesto que nunca habría sacado este tema si no quisiera hacer daño. En cualquier otra situación, yo habría retrocedido y habría agachado la cabeza como un perro arrepentido. Pero mi llamada tenía un objetivo, y no dejaría que las crueles pullas de mi mujer destrozasen mi orgullo.
— Mira, Clea: no vale la pena volver a discutir. Si quieres escuchar mis explicaciones...
— Lo que quiero escuchar es lo que verdaderamente está pasando, no tonterías inventadas con la intención de gastarme una broma de mal gusto —me interrumpió ella.
Ya volvíamos otra vez a lo mismo. Cuando se pone nerviosa, Clea tiene la manía de interrumpir sin parar. No quería volver a caer en el ciclo, y aquella última frase ya me había tocado bastante los cojones. Debía cortar el bucle de interrupciones de forma contundente, aunque fuese cruel. Y así lo decidí.
— ¿Quieres saber qué pasa, Clea? Lo que pasa es que mañana hemos quedado con Gutts para darnos de hostias con la niña de los monstruos lilas, no sé si la recuerdas. Aquella que ha intentado matarme en dos ocasiones y que casi lo ha conseguido. Mañana no sabemos qué nos encontraremos, así que... ¿quién sabe? Quizá la próxima vez que nos veamos yo estaré dentro de una caja y tu irás vestida de negro. Si eso pasa, te tendrás que comer todos los remordimientos por no haberme creído ni haberme entendido. Y espera: ¡esto no es todo! Todavía quedan tres enemigos más, ¡uno de ellos ni siquiera es humano! Así que si sobrevivo a mañana, ¡vete a saber cuánto duro! Pero da igual, porque todo es una invención ¿verdad? Lástima que la muerte no se pueda fingir, Clea. Te lo diré una vez más: si quieres escuchar mis explicaciones, dime una fecha para vernos. Si no quieres no pasa nada, pero al menos sé comprensiva y no me tomes por un enfermo de la cabeza. Esto era todo lo que quería decirte, y espero una respuesta definitiva por tu parte.
Y así, irónico, egoísta y cruel, acabé mi discurso. Mi tono de voz, calmado, serio y sincero, parece que permitió que Clea decidiese escucharme y no interrumpir. Ahora tocaba esperar que su voz me liberara de la oscuridad o me hundiera bajo tierra. Los nervios volvieron y mis piernas empezaron a temblar.
Pero no hubo respuesta. Durante cerca de un minuto estuve esperando en el otro lado del auricular. No sabía cómo interpretar aquel silencio. Ni siquiera la oía respirar. Quizá había tenido que irse, o se había enfadado tanto que no pensaba darme una respuesta. ¿Había perdido o había ganado? Millones de posibilidades pasaron por mi cabeza en cuestión de segundos.
Al final, agotado, me derrumbé. No sabía qué hacer, y lo único que me quedaba era intentar buscar alguna palabra en el silencio de mi mujer.
— No sé en qué estás pensando, Clea, ni siquiera sé si estás en el otro lado. Sé que lo que estoy haciendo es cruel, ya que estás confusa y ya he abusado demasiado de tu confianza. Pero, aunque no lo parezca, esto es una llamada de auxilio. Te necesito conmigo para pasar todo lo que tengo que pasar. Si no eres mi aliada, yo no soy nada contra mis enemigos. Querría ir mañana a la batalla, por lo menos, sabiendo que me darás una oportunidad más. Sólo esto ya me dará el empuje suficiente. Así que, por favor, Clea, no me dejes con este silencio...
En aquel punto se me rompió la voz. Un pequeño sollozo me permitió evitar que las lágrimas cayesen. Manda huevos la cosa: mira que soy orgulloso y más macho que nadie, pero cuando me encuentro delante de una mujer que me importa, siempre acaba cayendo de rodillas y suplicando piedad.
Los segundos continuaron pasando, y el teléfono se mantuvo en silencio. Perdí la esperanza, ya no valía la pena alargar el sufrimiento. Cuando pudiera, pasaría por casa de Clea para intentar arreglar las cosas.
Caído en un pozo de depresión, comencé a alejar el auricular de mi oreja. Poco a poco, fui bajando la mano para colgar. No culpaba a Clea por no comprenderme: al fin y al cabo yo era un hijo de puta que se había atrevido a ponerle la mano encima. Si un hombre es capaz de hacerle eso a la mujer que más ama, ¿qué le impide hacerla sufrir todavía más con burlas e invenciones? No sería la primera vez. La culpa, como siempre, era mía.
Y cuando el auricular del teléfono estaba tocando el hueco diseñado para sujetarlo, un ruido captó mi atención. Era una voz proveniente del otro lado de la línea, aquella que tanto había esperado. Su reaparición fue breve, y enseguida volvió a ser substituida por el silencio.
Un rayo de esperanza e ilusión hizo que volviera a ponerme el auricular en la oreja.
— ¿Has dicho algo, Clea? No te he podido oír —improvisé, lleno de nervios.
— He dicho que te estaré esperando.
Y con aquella última frase, seca y rotunda, colgó.
La euforia me impidió desengancharme del auricular. Todo mi cuerpo suplicaba que aquellas últimas palabras fueran repetidas por obra de alguna maravilla tecnológica incorporada en mi teléfono o por obra de un ser celestial que se apiadase de mí. Me daba igual, lo único que deseaba era repetir aquel instante de esperanza, aquel momento que me acababa de devolver a la vida.
Respiré profundamente para calmarme, ayudándome del tono del teléfono. Una vez devuelto a la tranquilidad, colgué el teléfono y me dispuse a hacerme la cena. Parecía mentira cómo me podían cambiar las palabras de mi mujer: incluso me habían devuelto las ganas de comer. A veces Clea no es consciente del poder que es capaz de ejercer en mí. Y yo estoy encantado de ser su esclavo emocional.
Mientras hacía la cena (una hamburguesa que tenía por la nevera), mi cabeza empezó a maquinar cómo abordar el encuentro con Clea. Miles de cosas se me ocurrieron para animarla, y estaba seguro de que todas funcionarían (al fin y al cabo soy quién mejor conoce tanto a ella como a su humor). Pero, por mucho que pensara, en el fondo sabía que, una vez delante de ella, ni siquiera sería capaz de mantenerle la mirada. Y ella tampoco a mí.
Ojalá volvieran los viejos tiempos, aquellos en los que Clea y yo éramos una pareja la mar de divertida con una hija maravillosa. Pero no volverían nunca, como mucho volverían unos parecidos. Sé que Clea seguirá viviendo toda la vida con el miedo de que se repita lo de hace dos años. Y todo por tu culpa, Kyle. Todo por tu culpa y por culpa de aquel maldito 253 que todavía no te has podido sacar de encima.
En aquel punto, pensando en mí mismo, dejé de cocinar y tiré la hamburguesa a medio hacer. Se me había pasado el hambre. Pensar en mí y en aquel día me asqueaba. Una repulsión incomparable me mosqueaba y me ponía de mala leche durante un buen rato. Y así, decidí irme a la cama y olvidar todo aquel asco que había sentido de repente...
— ¡Hostia! ¡Claro! ¡Asco! —exclamé al recibir una súbita revelación mientras me desvestía.
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