Interludio de dos que saben más que tú

Ya he enviado las coordenadas al Lápiz. Debería haberse encendido una lucecita roja.

Sí, lo ha hecho. Entonces, ¿ya está listo?

Sólo queda esperar a que la luz se vuelva verde. Una vez hecho, ¡todo listo! También tengo controladas tus coordenadas. Si ocurre algo, te sacaré de ahí.

Muchas gracias, Easy. Te pido disculpas por hacerte trabajar a estas horas y con tanta prisa.

La jefa misma va a probar mi prototipo, ¡eso compensa de sobra las horas extra! Cuando vuelvas quiero un informe completo de la experiencia.

Chica, no me das mucha confianza si tan poco sabes de tu invento.

Bueno, no te voy a negar que la posibilidad de que te quedes varada a merced de un montón de entidades que hablan ruso está ahí.

Como ocurra algo te juro que te cierro el grifo.

¿Más? ¡Si parece que tu única función en este departamento es recortarnos el presupuesto!

A pesar de la impertinencia, Clea no pudo evitar sonreír. Easy era, con total seguridad, la mente más brillante y a la vez más desconocida de todo el planeta. Su único problema era su inutilidad a la hora de tratar con números. Inflaba presupuestos con una facilidad pasmosa. "Cuanto más, mejor", decía. Como si su sección fuera la única del departamento. Se despidió de ella y colgó el teléfono, feliz de poder contar con su ayuda si algo se descontrolaba.

Mientras el atardecer se colaba por las ventanas de la habitación, Clea esperaba sentada en la cama a que aquella luz diera la señal. A pesar de que la conversación con Easy la había animado, la tensión pronto volvió a su cuerpo. Repasó una vez más sus errores, y se lamentó nuevamente de su estupidez.

Si ella quisiera, todo acabaría con una simple orden. Pero eso no era divertido. Le gustaba jugar. Demasiado. Jugaba y jugaba... Hasta que el juguete se rompía. Y entonces, se volvía contra ella. Nunca parecía aprender, seguramente nunca lo hiciera. Estaba en su naturaleza. Pero ello no la hacia sentir mejor. Al contrario.

La culpa, en realidad, era suya. Ella había insistido a Anna para que se acercara a Kyle. Quería convencerla de que era un aliado y así brindara su ayuda. Pero había conseguido todo lo contrario. No contó con Wilhelm Strauss, a pesar de ser consciente de su retorcida y maquiavélica mente. Cuando su marido apareció por casa pidiendo información, se percató enseguida de que Anna iba a estar en peligro.

Pero le había perdido el rastro. Las fuentes que la habían encontrado en su momento ya no sabían nada, y siempre era la chica de cabello blanco la que aparecía ante ella. No pudo encontrarla, y ahora se maldecía por su inutilidad.

Localizarla por métodos menos ortodoxos era inviable. Habían tardado tres días en localizar las coordenadas de la Editora. Y eso sólo ahí abajo... Trazar una línea recta desde la Segunda Capa de Transición y triangular su posición hasta la Rex Extensa llevaría como mínimo otro día más. Y eso sin contar que para utilizar los instrumentos de navegación debía entregar un requerimiento a su superior.

Puta burocracia —se quejó.

Tampoco podía pedir ayuda al gato que la miraba a los pies de la cama con sonrisa tramposa. Ya acumulaba demasiadas deudas. Su boca estaría sellada hasta que recibiera lo que le pertenecía

Así que el único plan que quedaba era hacer uso de la última genialidad de Easy: el Lápiz. Una versión portátil y en fase de pruebas de las pesadas máquinas que tenía en su taller. Clea lo llevaba consigo porque le parecía un instrumento de lo más cuco, aprovechando que todavía debían diseñarse las primeras pruebas para experimentar con él. Era un estilete de metal gris bordeado por una pieza de negro acero que se retorcía formando preciosas filigranas alrededor del tubo. En mitad de ésta, un led asomaba como si de una joya engastada se tratase. Y en la parte superior, la pieza fundamental: un pequeño conducto de irrompible cristal envuelto en la filigrana oscura y en cuyo interior se encontraba una pequeña esfera negra. Etérea, flotante, siempre girando en silencio. ¿Cómo habría conseguido meter algo como aquello en un lugar tan pequeño? Sólo Easy lo sabía, a falta de su informe sobre el invento. El resto del equipo siempre decía que la ingeniera tendía peligrosamente al barroquismo. Pero a Clea sus diseños siempre le parecieron de un gusto exquisito, a pesar de lo bruta que solía ser en otros aspectos.

Y tras un rato de espera, mientras se sumergía en sus pensamientos, la lucecita roja se tornó verde. Era el momento de probar el invento. Recordó las instrucciones que le había dado Easy. Podía salir muy bien o muy mal, y en ese momento no había margen para errores. Clea confió en que su preparación pudiera suplir los posibles fallos del Lápiz. Para algo llevaba tantos años entrenando. Un entrenamiento cuyos resultados no eran visibles desde el exterior, pero que la había cambiado para siempre por dentro.

Notó la esfera agitarse y ovalarse ligeramente. Colocó el dedo encima del led, que a su vez era un botón. Dirigió el Lápiz hacia su nuca, mirando en diagonal hacia arriba. Paseó su punta por la parte trasera de su cuello. Entonces, el lápiz vibró. Ese era el punto. Pulsó el botón y sintió la punzada atravesando su carne. En menos de lo que imaginaba, todo se volvió oscuro.

Y un terrible estallido golpeó a la frágil Editora. Se desequilibró, sintiendo agrietarse todo a su alrededor. ¿Qué ocurría ahora? El terror volvió a atacarla sin piedad.

Alguien quería entrar. Pero no estaba llamando a la puerta. La estaba tirando a golpes.

Una porción del mundo a su derecha se resquebrajó finalmente. Una oscuridad ocupó su lugar, formando unos pétalos que parecían sujetarse a la realidad como un parásito. Una flor venida de otro mundo se instaló ante la chica roja, como unas fauces abiertas de negro insondable.

Y dos pies extranjeros tocaron su suelo con osadía. Una silueta femenina, desnuda, completamente negra. Como una sombra que cobraba vida. Su cabello largo y gris bailaba en el aire a pesar de no haber viento que lo moviera. Y sus ojos azules, imposibles de descifrar para la aturdida chica roja, se posaron sobre ella sin pudor.

Tras dar unos pocos pasos y salir de la oscura flor, Clea pensó en Easy. Ver sus coordenadas cambiar a las planeadas le habría provocado un ataque de euforia. Se miró en su nuevo estado. Le gustaba. El entrenamiento había servido. La sencillez de formas y la ausencia de detalles optimizaban los viajes y aligeraba la conexión. Gracias a ello podría estar más tiempo de lo previsto por Easy en ese mundo.

¿Quién eres tú? ¿Cómo has entrado?

La intrusa miró hacia la silueta granate y la repasó de arriba abajo. Era como se esperaba, aunque parecía algo más taciturna y agotada de lo que se imaginaba. Quizá estaba llegando a su límite. No pudo evitar sonreír. Sabía que no debía hacerlo, pero las ganas de jugar la superaban.

¡Así que tú eres la famosa Editora!

Su voz escapó de sus labios con un zumbido abrumador, distorsionándose hasta esconder el fino tono de Clea entre ruidos ensordecedores. Todo pareció vibrar a su alrededor, y la Editora no pudo esconder una mueca de dolor.

Todavía había detalles por pulir, pensó Clea. Intentaría no gritar demasiado, aunque el retumbo de sus palabras podría ser útil para conseguir lo que buscaba.

¿A qué has venido? —exigió la Editora, escondiendo el miedo que sentía.

Soy Clea Larone, encantada. Te interesa conocerme porque Kyle Cross es mi marido.

El desconcierto se sumó al cúmulo de sensaciones que sobrecogía a la figura roja. Pero el enfado la asaltó con especial violencia al sentir que ninguna de sus preguntas estaba recibiendo respuesta.

¿Qué haces aquí? ¿Eres consciente de dónde estás?

Vengo para que me digas dónde están Anna Santllehí y mi esposo.

La Editora rio. Hizo acopio de valor, orgullo y arrogancia, quizá con el objetivo de mitigar el miedo que esa mujer tan impredecible le transmitía. Pero esta vez sabía que era un frágil autoengaño.

Vienes aquí, destrozas la puerta para entrar en mi casa y aún tienes ovarios de exigirme información. Puedo aplastarte como a una pulga, estás mi territorio. Así que será mejor que te vayas.

La amenaza de la Editora no provocó ningún efecto en la intrusa. Al contrario, la sonrisa de Clea se ensanchó. A la figura granate no le gustaban los ojos de la figura negra. Aquella que la atravesaba era la mirada de alguien que sabe demasiado.

Sé lo que eres, pequeña. Y créeme, eres más frágil y mundana de lo que crees. Que creas lo contrario es un efecto secundario de haberte tragado tu propio ego.

Las hirientes palabras de Clea sí afectaron a la chica de rojo, sumadas al malestar que le causaba esa voz distorsionada. La rabia se descontroló en su interior. Pero decidió mantener la máscara para no delatar sus debilidades.

¿Ah sí? Pues bien por ti. Pero este es mi mundo y se rige por mis reglas. Estás en desventaja. Así que, si no quieres salir escaldada, más te vale irte.

¿Estás segura de que estoy en desventaja?

La Editora no tuvo tiempo de reaccionar a la pregunta de Clea.

La paralizó un dolor monstruoso, similar al que le había provocado el Ente de la Mesa. Pero a la vez distinto. Si aquella vez sintió que algo destruía sus entrañas desde dentro hasta salir a la superficie, ahora su cuerpo estaba siendo devorado.

La flor negra aumentó su tamaño. Ella era la culpable. Iba entrando en el espacio de la silueta roja destrozando todo lo que encontraba a su paso. Gritó: el dolor era ya insoportable.

Si quieres que me vaya, lo tienes muy fácil —sugirió Clea.

En el puerto. En una nave con las puertas rojas.

El dolor se detuvo, y la Editora pudo respirar por fin.

Clea procesó la información recibida. ¿Anna había vuelto al puerto? Quedaron en que ese lugar no era seguro. Por eso no pudo encontrarla: no se le ocurrió mirar dos veces en el mismo sitio. Tampoco servía de nada pensado en ello. Se giró, dispuesta a abandonar ese mundo.

Pero una última duda la abordó. Quiso resolverla, a pesar de que no había ninguna necesidad de ello. Pero quería jugar, como siempre. Se dirigió de nuevo a la Editora.

Una última pregunta. ¿Qué pluma le has dado a Anna? ¿Una pluma de luz o algo así? —preguntó.

Tras unos segundos de lucha interna, la Editora por fin se rindió y contestó.

No. No es algo tan simple. La suya es la Pluma de la Necesidad. Materializa aquello que más desea y necesita el Escritor que la tiene. Y una vez lo hace, ahí se detiene: no volverá a invocar nada distinto. Lo que sí hará, sin embargo, será cubrir una necesidad en cada materialización.

Clea ató cabos. Anna materializó luz cuando estaba a oscuras y la necesitaba más que nunca. Y ahora podía vivir incluso de su fulgor, con el que estaba obsesionada. Tras ese último pensamiento, se imaginó los efectos secundarios.

¿Y el efecto secundario es la adicción?

Sí, y a la vez ser consumida por la propia necesidad. Anna es adicta a invocar luz, y a la vez esa luz la está consumiendo poco a poco a la vez que le facilita todo lo que necesita.

Esa revelación provocó un nudo en el estómago de Clea. Ahora sentía más presión por abandonar ese lugar.

Eres un monstruo —espetó.

Me lo dicen mucho.

La figura negra volvió a la gigantesca flor y emprendió el viaje de vuelta. Despertó de súbito, tirada en la cama y con los nervios a flor de piel.

Algo no encajaba. No reconocía la luz que entraba por las ventanas. Miró el reloj del despertador.

Una hora. Había perdido una hora entera en el mundo de la Editora. Easy debía saberlo y ponerle remedio: era un fallo garrafal que el viaje tardara tanto en producirse. Pero eso ya se haría. Primero debía llagar, pues Gutts estaría deseando matarla por tardar tanto.

Cogió el teléfono casi temblando.

¡Clea! ¿Sabe algo de su marido? —respondió el inspector, eufórico y desesperado al mismo tiempo.

En el puerto, Gutts. En una nave abandonada con la puerta roja. Un antiguo almacén que ya no se usa, el extremo este, bastante apartado.

Y Gutts colgó sin más.

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