"Intenta aprender de tus profesores, no de lo que te enseñen...

...ahora bien: a los profesores de universidad menosprécialos tanto como puedas, son escoria". Esta fue la frase que me soltó el viejo Arnold el primer día que pisé un instituto, a los catorce años. Se me quedó grabada a fuego, y en cuanto pude la apliqué. Nunca pisé la universidad, así que no puedo confirmar la segunda parte de la cita. La primera, sin embargo, es una verdad como un templo.

La adolescencia que pasé al lado del viejo Arnold la recuerdo como un periodo en el que mi cerebro trabajó a máxima potencia las veinticuatro horas del día. Arnold era un profesor formidable, con una paciencia a prueba de bombas. Me sacó de la calle y durante dos años me estuvo educando para que tuviera un futuro en la sociedad. Tuvo que aguantar mucho: me lo intenté cargar en tres ocasiones. En una de ellas, lo dejé inconsciente después de tirarle una cazuela a la cabeza. Y a pesar de todo, él siguió confiando en mí y poco a poco entendí que también había personas que querían mi bien.

Los días con el viejo seguían una rutina muy especial: cuando volvía del instituto, le tenía que explicar qué había tratado en cada clase. Entonces, él me volvía a explicar la lección y me la ampliaba, muchas veces criticando la manera en la que me lo habían hecho entender y ofreciéndome claves para reflexionas y cuestionar lo que me habían enseñado. Acabada la lección, me daba una serie de libros para que profundizara en el tema y lo interpretara a mi manera. Cuando llegaba a una interpretación contraria a la que me había ofrecido Arnold, discutíamos y debatíamos durante horas. A últimas horas de la tarde hablábamos de mujeres y me enseñaba a cocinar todo tipo de platos. Me pedía que observara muy bien mi instituto y, si veía actitudes interesantes, se las comentara. Especialmente entre las chicas.

La verdadera enseñanza no era la que recibía del instituto, sino la que me daba Arnold. Paradójicamente, eso hacía que estuviera muy atento en clase para captar todos los detalles y después comentarlos con el viejo. Él me permitía acabar de entenderlo y me hacía reflexionar.

Era el hombre más culto que he conocido nunca. Además, tenía una biblioteca en el piso de arriba del nivel de la de Montaigne. Gracias al viejo, pasé de ser un completo analfabeto y un troglodita incivilizado a un adolescente más culto y avanzado que sus compañeros. Acabé haciéndome más amigo de los profesores que de los colegas de clase, y por fin entendí lo que me había dicho el primer día: podía aprender mucho más teniendo una conversación con ellos que con una clase de una hora.

"Recuerda, Kyle: aprender es disfrutar. Que no te convenzan de lo contrario. Si sacas malas notas, no te sientas mal porque crees que eres inútil. La utilidad sólo existe para el sistema. Tú no perteneces al sistema. No seas útil: simplemente disfruta, ya que el verdadero saber no es nada útil".

Y así lo hice. Arnold me convirtió en un chico inquieto y curioso. Él defendía todo tipo de conocimiento y rechazaba profundamente las universidades. "Las universidades te torturan y te modelan para que seas útil al sistema. Se rigen por la ley del 'o vales o no vales'. Son deshumanizadoras y frías. No hay debate, sólo adoctrinamiento. Son todo lo contrario a las centrales de saber que pretenden ser. Tu alma mater, Kyle, serás tú mismo, no un edificio lleno de hipócritas" —decía con desprecio.

Habrás notado que, para lo que significó para mí, hablo muy poco de él. Si soy sincero, me cuesta mucho hacerlo. Catorce años después de su muerte, todavía no la he superado. Le echo de menos, y me habría encantado que mi hija lo hubiera conocido. Además, después de lo que pasó con Clea, siento que le he fallado. Es como si todo su esfuerzo por convertirme en un hombre de provecho se hubiera evaporado. Y, al menos en esos momentos, sentía que lo necesitaba más que nunca. No negaré que en la señorita Elizabeth vi una suerte de sustituta del viejo Arnold.

Aquella educación que recibí por parte de mi maestro es la que he intentado aplicar a mi hija. No sé si estoy consiguiendo lo que quiero, pero al menos sé que Eve sigue su propio camino y no el que le imponen en la escuela.

Pensando en todo esto llegué a la puerta de barrotes metálicos de la escuela de Eve. Era un centro que aglutinaba infantil y primaria, acostumbrado a los niños tranquilitos y quietecitos como lechugas. Una leona como mi hija era demasiado para las pobres profesoras.

— Eh, chico. ¿Sabes quién es Eve Cross? —pregunté al primer chaval que pasaba por delante de la puerta (por lo que parecía, era la hora del recreo). Tenía unos ocho años.

— No, señor —respondió, algo intimidado.

— Es una chica de P-5. Ve a buscarla. Si hace falta, pregunta por ella. Si me la traes, esto es para ti —ordené, sacando una bolsa llena de caramelos.

— ¡Sí! —contestó con alegría antes de irse disparado.

Mientras el joven iba a buscar a Eve, llamé al timbre de la escuela. La voz de la conserje me preguntó qué quería, y le dije que era el padre de Eve Cross, de P-5, y que quería hablar con su profesora. Me respondió que esperara, que enseguida iba a recibirme.

Al cabo de un par de minutos, el chico apareció con Eve. Un chaval espabilado y eficaz, sin duda. Le di la bolsa con mucho gusto y se largó bailando de alegría.

— Papá, ¿qué haces aquí? —preguntó Eve, desde detrás de los barrotes.

— Vengo a hablar con tu profesora y a buscarte. Tú y yo nos vamos de juerga.

No dijo nada, se la veía confusa. Enseguida apareció su profesora y me abrió la puerta. Era una chica de cabello castaño, delgada y bastante guapa. Debía tener unos pocos años menos que yo.

— No sé si tendrá tiempo para charlar un rato conmigo. De todas formas, no la entretendré demasiado —dije, con educación.

— Ahora estamos en medio del recreo, así que no tengo mucho tiempo. Pase y hablamos en la sala de reuniones.

— No hace falta, sólo quería decirle que se puede ir a tomar por culo.

— ¿Perdone? —preguntó, desconcertada.

— Pues eso, que por mucha hiperactividad que tenga mi hija y por muchas ganas que tenga usted de enviarla a un psicólogo, la tendrá que aguantar tal y como es. No pienso medicarla sólo porque usted tiene poca paciencia.

El desconcierto de la pobre profesora era realmente cómico. Yo, sin embargo, mantenía un tono serio e irónico para intimidarla. Eve observaba la escena con atención.

— Señor Cross, por favor. Si quiere hablar, hágalo con respeto y vayamos dentro. Su hija está delante.

— Sí, está aquí, ¿y qué? ¿Acaso mi hija es idiota? Dígale a la cara todo lo que dice de ella a mi mujer. Escúcheme: yo no tengo problema con que enseñe a mi hija. De hecho, escogí yo esta escuela porque me pareció un lugar donde Eve podría aprender y pasarlo bien. Pero no toleraré que intente aplicar todos los engaños que aprendió en la carrera en mi hija. Ni mi hija es hiperactiva ni tiene esa invención de las farmacéuticas llamada TDAH. No necesita ni un psicólogo ni medicación. Si no se comporta en clase, castíguela y dígale por qué lo que hace está mal. Le vuelvo a repetir: Eve no es idiota.

— Entiendo lo que quiere decir, señor Cross, pero, por favor, no saque las cosas de contexto ni exagere. El problema es que su hija interrumpe las clases y juega de una forma que perjudica a sus compañeros.

— Pues siéntese con ella y explíquele de forma pausada cómo ha de comportarse. Si eso no funciona, hable conmigo o con mi mujer. Pero, por favor, no vuelva a recomendarnos que la llevemos a un psicólogo o nos las veremos.

— A ver, señor Cross...

Cogí a Eve de la mano. Interrumpiendo a la profesora, me dirigí directamente a ella.

— Eve, ¿dónde tienes la mochila?

— En clase.

— ¿Llevas algo importante?

— El almuerzo y los lápices.

— Pues que te la guarden hasta mañana.

Empezamos a avanzar hacia la calle. La profesora, volviendo a la confusión, alzó la voz.

— Señor Cross, ¡no puede hacer eso!

— Llame a la policía, adelante. No, es más, llame y denúncieme directamente al Toro de la Central. Le tengo muchas ganas a ese sinvergüenza.

Una vez más, la sorpresa se apoderó de la profesora. Captó que no sería capaz de detenerme.

Una vez lejos de la escuela, subí a Eve a mis hombros, a caballito, y paseamos un rato en silencio.

— ¿Dónde vamos, papá? —preguntó unos minutos después.

— A pasarlo bien un rato. ¿No tienes ganas?

— ¡Sí que las tengo!

— Antes, sin embargo, tenemos que hablar.

Al oír aquello, Eve hizo el típico silencio de las criaturas cuando esperan una bronca.

— ¿Qué problemas tienes en la escuela?

— Es que me aburro mucho en clase. Cuando hacemos cosas divertidas sí que me porto bien, pero cuando me hacen pintar cosas me aburro y me dan ganas de salir a jugar. El otro día la profe me riñó porque teníamos que hacer un laberinto y yo lo reseguí todo y no busqué el camino como se tenía que hacer.

— Ya te entiendo, Eve, pero si vuelves loca a la profesora los otros no podrán hacer clase. ¿Lo entiendes?

— Sí, ¿y qué hago?

— Haz lo que te digan y procura hacerlo bien y rápido. Escucha bien la explicación de la profesora para entender cómo se hace. Cuando hayas acabado, ya podrás hacer lo que quieras. Si la profe te riñe, dile que ya has acabado y no tienes nada que hacer. Quizá te deja hacer algo más divertido.

— Ya, pero me aburriré igual.

— Eso es inevitable, hija. La vida es así, no te lo puedes pasar bien siempre. Tú piensa que si te estás aburriendo es porque lo que vendrá después te divertirá muchísimo.

Eve calló un rato para pensar.

— A ver, Eve, en la escuela, ¿con qué juegos te lo pasas mejor? —dije, después de unos instantes de silencio.

— A mí me gusta tirar piedras, pero la profe no me deja porque dice que hago daño a los otros niños. ¡Pero es que son muy flojos! ¡A mí un golpecito de piedra no me hace nada!

— ¿Y juegas con niños?

— Sí, las niñas juegan a casitas y con muñecas muy feas y a mí eso me aburre mucho también. Me dicen que tendría que jugar con ellas pero a mí no me gusta dar de comer a muñecos.

— ¿Eso te dicen? No les hagas caso, quieren que caigas en estereotipos. Tú haz lo que te divierta. Y que no te extrañe que los niños se quejen de tus pedradas. Tú eres una mujer y ellos son bebés. Lo que tienes que procurar es no tirarlas demasiado grandes, ni demasiado fuerte, ni a la cabeza.

— ¿Qué quiere decir caer en estereotipos?

— Ser como todo el mundo.

— ¿Y yo no soy como todo el mundo?

— Tú eres mejor que todo el mundo.

Eve rio un instante y a continuación siguió pensando.

— ¿Vamos a tirar piedras? —propuse, interrumpiendo su silencio otra vez.

— ¡Vamos! —respondió con alegría.

Le propuse aquello porque estábamos cerca de un parque lleno de graba y piedras. Entramos y bajé a Eve al suelo. Pronto se puso a recoger las que encontró. A pesar de no fijarme en el parque entero, supuse que estábamos solos.

En unos pocos segundos, llegó con el vestidito que llevaba cargado de piedras. Las aguantaba con la falda, doblándola hacia arriba para formar una improvisada cesta.

— No las lleves así, que ensucias el vestido y vas enseñando las braguitas.

— Perdón —dijo, dejando caer las piedras al suelo.

Durante los siguientes minutos, nos marcamos varios objetivos, como árboles o columpios. Siempre me sorprendía la gran puntería de Eve. Acertaba cerca del noventa por ciento de los tiros, mientras que yo no debía llegar al ochenta por cierto. Cuando pasaba alguien paseando el perro, dirigíamos nuestras piedras hacia el animal. Me llevé la bronca de más de un dueño, pero los envié a freír espárragos y se marcharon. Cuando ya no estaban, Eve y yo nos partíamos la caja.

En cuanto nos aburrimos, fuimos a los columpios. Cada uno se movía en la dirección opuesta a la del otro, y cuando nos cruzábamos nos mirábamos. Así estuvimos hablando un rato sobre bastantes gilipolleces, como la forma de dormir de los delfines o qué pasaría si saliéramos disparados del columpio.

— ¿Y qué, ya tienes algún chico que te tire la caña?

— Mis amigas dicen que le gusto a Eric. Pero a mí no me gusta ningún chico de la clase, son todos unos flojos.

— ¿Pero a ti seguro que te gustan los chicos?

— ¿Qué quieres decir? —preguntó Eve, sorprendida.

— Nada, cosas mías.

Detuvo el columpio y se me quedó mirando, en esa postura que hacía ella cuando demandaba información. Hice lo mismo, sonriendo.

— Cuando seas mayor te lo explicaré.

— Qué rollo. Por cierto, papá, ¿ya has ganado a los malos?

— ¿Cómo?

— Mamá dice que no puedes venir a verme porque estás luchando contra los malos.

— Ah, es verdad. Pues resulta que uno de los malos a los que he derrotado se ha vuelto amigo.

— ¿Sí? ¿Me lo presentarás?

— No lo creo, lo tengo que enviar a la cárcel.

— Jolín.

— Pero a quien sí te puedo presentar es a la hija adoptiva de Gutts.

— ¿El señor Gutts tiene una hija?

— No es suya, es una chiquilla que se ha quedado sin casa y que se quedará a vivir con Gutts. Es un poco tímida y está sola, así que hazte amiga de ella.

— ¿Y se dejará tirar piedras?

— Tú tírale lo que quieras. Conociéndola, te las devolverá.

— ¡Bieeeen! ¿Y cuántos años tiene?

— Doce años.

— Es grande. Las niñas mayores de la escuela no se acercan a nosotras.

— Pero Margareth es más buena niña que esas burras que hay en la escuela, ya verás.

— ¡Ay, qué bien! ¡Una amiga nueva!

Volvió a columpiarse, repleta de alegría. Eve y Gutts se conocían de cuando mi hija venía cada fin de semana a mi casa. Puesto que pasábamos la mayor parte del tiempo fuera, ambos sólo se veían cuando volvíamos al atardecer o cuando venía por la mañana. Aun así, habían charlado algunas veces y se trataban con mucho cariño. Gutts siempre dice que mi hija es más educada que yo. A Eve, por su parte, Gutts le parece un hombre muy entrañable y divertido.

Eve volvió a detener el columpio.

— Por cierto, papá. Esa mujer no ha parado de mirarnos desde que hemos llegado.

Se me encendieron las alarmas.

No había caído en que, con mi hija, yo era un blanco fácil. Además, no me había tomado la molestia de examinar a fondo el parque y me había estado columpiando de cara al exterior. Con cierto miedo, me giré para ver quién nos observaba.

Lo hacía desde un banco situado delante del columpio, al otro extremo del parque (que debía estar a unos pocos metros). Era una mujer mayor, con cabellos rizados y un sombrero que la protegía del sol. Una silla de ruedas acompañaba el asiento en el que estaba. Reconocí enseguida sus ojos. El estado de alerta en el que me encontraba se evaporó y lo sustituyó un sentimiento de sorpresa.

— Ven, Eve, te presentaré a una persona muy especial.

Bajé del columpio y cogí a Eve de la mano. Ella se dejó llevar, y sus ojos se llenaron de curiosidad. Nos acercamos a la mujer y nos colocamos ante ella. Levantó el sombrero y nos miramos a los ojos.

— Qué sorpresa, señorita Elizabeth. Precisamente tenía pensado ir a verla hoy o mañana.

— Yo también me he sorprendido al veros entrar. No he querido interrumpir vuestro momento, así que me he quedado mirando y tengo que decir que me lo he pasado muy bien. Tiene una hija muy guapa, por cierto.

Elizabeth y Eve se miraron con ternura.

— ¡Encantada! ¡Me llamo Eve! —dijo mi hija en el preciso instante en el que iba a presentarlas.

— Encantada, me llamo Elizabeth.

— ¿Eres amiga de mi padre?

— Algo así. Ha venido a verme un par de veces y yo he querido ayudarle tanto como he podido.

— Ahora está luchando contra los malos. Dice que uno se ha vuelto amigo.

Debo decir que a veces la incontinencia verbal de Eve me cabreaba. Pero la gracia con la que hablaba hacía que el cabreo desapareciera al momento.

— ¿Ah sí? Pues ahora tiene un ayudante para hacer frente al resto de malos.

Elizabeth levantó la cabeza y me miró, pidiendo información.

— Resulta que Daniel Queen y yo ya nos conocíamos de antes. La próxima vez que nos veamos le daré los detalles.

— Vaya, pues me alegro de que los problemas con él hayan acabado bien. Siempre me ha dado mucha pena ese chico. Sólo venía a verme de vez en cuando, y raramente manteníamos una conversación de más de cinco minutos. Tenía la sensación de que me investigaba, como si fuera un animal de laboratorio. Cuando me atrevía a decirle algo, enseguida mostraba desinterés.

Me senté en el banco, justo a su lado. Eve se sentó en mi regazo, y enseguida giró la cabeza en dirección a la silla de ruedas. Se había enamorado de ese aparato, y sus ojos, brillando de curiosidad, eran incapaces de disimular las ganas jugar con la máquina.

— ¿Qué te pasa, chica? —preguntó Elizabeth al verle la cara.

— ¿Puedo jugar con la silla, por favor? —pidió Eve, con timidez.

— Eve, la señorita Elizabeth la necesita. Si se rompe lo tendrá difícil para volver a casa.

Eve no respondió. Había entendido por qué no podía usarla y se estaba resignando.

— No pasa nada, adelante. Pero ten cuidado: es complicada de controlar —dijo Elizabeth.

La cara de Eve se iluminó y me miró. Le di permiso, pero avisándola una vez más de que fuera con cuidado. Elizabeth le enseñó a quitar los frenos y la chica subió. Con el mando que salía del brazo derecho la arrancó y, aunque al principio no dejaba de ir para adelante y para atrás, pronto tomó el control y empezó a dar vueltas por el parque, no muy lejos de nosotros. A pesar de no ir a mucha velocidad, se lo estaba pasando pipa.

— Me parece que la silla no volverá —dije.

— Su hija es un nervio.

— Sí, es incontrolable. Por cierto, ¿qué hace por aquí?

— ¿A qué viene esa pregunta? ¿No puedo salir a dar una vuelta?

Touché. Perdón por la indiscreción.

Elizabeth rio. Y a continuación respondió.

— Acostumbro a pasear por esta zona. Hay algunos parques bastante agradables para pasar un rato. ¿Y usted qué hace aquí? ¿Su hija no debería de estar en el colegio?

— He decidido que se tome el día libre. Llevábamos tiempo sin pasar un día juntos. Y ahora que tenemos un aliado más, he decidido yo también tomarme un día con tranquilidad.

— Le noto diferente, Cross. Con un gesto más serio y, en cierto modo, más melancólico de lo habitual.

Esa mujer era más lista que el hambre. Enseguida había captado lo que me atormentaba.

— El pasado, señorita Elizabeth. Ha vuelto de una forma que no me esperaba, y todavía lo estoy digiriendo.

— ¿Problemas con su mujer?

— No, es algo que viene de antes de que la conociera. Con mi mujer todo va mejor que nunca, gracias a su consejo.

— ¿De verdad? ¡Cuánto me alegro!

— Hoy mismo hemos tenido nuestro primer contacto físico en dos años. Y ha sido ella quien se ha acercado a mí. Y todo gracias a usted. No sé cómo se lo puedo agradecer, pero tengo una deuda con usted de por vida.

— No diga tonterías, ¡no me debe nada! Saber que lo he ayudado ya me hace muy feliz. Y ahora que conozco a su hija, me falta conocer a su mujer. Me gustaría mucho tener una conversación con ella.

— ¿Sobre mí?

— Sobre cosas de mujeres —respondió con picardía.

— Ya la entiendo —dije, sonriendo.

Nos miramos una vez más. La señorita Elizabeth llevaba un vestido de una sola pieza de un blanco impecable, que parecía iluminarse con la luz del sol. El sombrero, una pamela blanca, le daba un aire más juvenil. Aunque la sombra que hacía ese accesorio le oscurecía la cara, sus ojos verdes seguían tan encendidos y brillantes como siempre.

Nos quedamos unos segundos mirando cómo Eve daba vueltas y perseguía a las palomas que aterrizaban en el parque para buscar comida.

— Dígame, señorita Elizabeth: ¿tiene hijos? —pregunté, lleno de curiosidad.

— No. Mi marido y yo lo intentamos, pero mi cuerpo no nos permitió nunca engendrar un hijo. Con los años, por suerte, nos dimos cuenta de que tampoco lo necesitábamos. Supimos prolongar nuestro amor sin la necesidad de ampliar la familia.

— ¿Su marido ya no vive?

— No, hace cinco años que lo enterré. Se lo llevó un aneurisma cerebral que no se detectó a tiempo por la manía que tenía de no ir al médico. Creía que yo no duraría mucho después de su muerte, pero aquí me tiene.

— Tiene que ser difícil vivir sin él.

— Lo es. Era un arquitecto de éxito y un marido fabuloso. Ambos dedicamos nuestra vida al otro. Ahora que se ha ido y siéndole sincera, lo único que hago en mi vida es esperar. No tengo prisa por morir, ya que mi marido no me perdonaría que me suicidara o hiciera una locura semejante. Pero el día que venga a verme la muerte, le daré la bienvenida con mucho gusto.

Me quedé en silencio unos segundos. Aunque me dolería mucho perder a Elizabeth, respetaba su visión y modo de vida. Y me recordaba a alguien.

— Su historia y forma de vivir me recuerda mucho a mi compañero de fatigas, Peter Gutts. Él perdió a su mujer hace diez años y todavía no lo ha superado. Como usted, ambos dedicaron su vida al otro y de tanto que se amaban no quisieron tener hijos. Hasta hace unos días, él también se sentía como usted.

— ¿Y qué lo ha hecho cambiar?

— ¿Recuerda a Margareth, la chica de la pluma morada? Ha decidido adoptarla y ella ha aceptado. La verdad es que verlo con un proyecto de futuro me anima.

— ¡Vaya, qué alegría! Desde que me dijo que la niña estaba en el hospital me preguntaba qué pasaría con ella. También me alegro por su compañero. ¿Me lo presentará algún día?

— Dentro de poco, de hecho. Como me está ayudando, le he hablado de usted y quiere que les presente. Es el inspector de policía más veterano de la ciudad. Sin él yo no habría podido superar lo que le hice a mi mujer. Es un hombre con un corazón inmenso, estoy seguro de que ambos se caerán muy bien.

— Me gustará conocerle. Una buena conversación puede hacernos mucho bien a ambos, ya que hemos pasado por vicisitudes parecidas. La mayoría de mañanas acostumbro a estar en casa, así que pasen cuando quieran.

Nos quedamos en silencio. Al mirar el reloj que había en medio del parque, en lo alto de un poste de farola, me percaté de que empezaba a ser muy tarde. Eve y yo todavía teníamos que buscar un lugar donde comer, y cada segundo que pasaba encima de esa silla de ruedas era un infierno para mí. No por ella: por quien sufría era por la silla. Como la rompiera no me lo perdonaría.

— Bueno, señorita Elizabeth, me ha encantado charlar con usted, pero Eve y yo tenemos que irnos a comer.

— De acuerdo, yo todavía me quedaré un rato por aquí.

Hice un grito a Eve, ordenándole volver. Estaba cerca de los columpios, dibujando círculos en el suelo dando vueltas con la silla. No tardó en llegar y no hicieron falta palabras para que entendiera que tenía que bajar. Una vez lo hizo, coloqué la silla en la posición original en la que la habíamos encontrado.

— ¡Gracias por dejarme jugar! —dijo Eve mientras yo hacía la maniobra con la silla.

— De nada, pequeña. Gracias a ti por tratarla bien. Y gracias a los dos por este rato —respondió Elizabeth.

— Igualmente. Ya nos veremos dentro de poco, cuídese —me despedí.

— Pasadlo bien —finalizó ella.

Nos fuimos del parque y, en la salida, volví a subir a Eve a caballito. Cuando nos encontrábamos bastante lejos del lugar, comencé una nueva conversación.

— ¿Qué te ha parecido la señorita Elizabeth?

— Muy simpática, pero...

El cambio en la voz me sorprendió.

— ¿Pero?

— No sé, hay algo que no me gusta.

— ¿El qué?

— Ay, no sé. Sus ojos.

Esa respuesta me confundió todavía más.

— ¿Qué les pasa a sus ojos?

— No sé. Es como si no encajaran. Como si no fueran suyos.

— Mujer, pues yo no sé ver eso que dices. Para mí tiene unos ojos muy bonitos.

— Demasiado bonitos.

La última frase de Eve acabó de rematarme. Puesto que no entendía una mierda de lo que me estaba diciendo, decidí cortar el tema Elizabeth en ese punto. Seguimos hablando durante el resto del camino sobre dónde ir a comer.

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