Gutts no quiere creerme, debe de ser cosa de la demencia senil
Acabados los experimentos, decidí hacer una pausa para comer. Eran ya las cuatro de la tarde y todavía no había probado bocado en todo el día. Habría estado genial que aquella pluma hubiera podido materializar estofados.
Con el estómago lleno, salí de casa y me apoyé un rato en la barandilla del balconcillo mientras me fumaba un cigarro. Después de un rato, vi que llegaba Gutts. Subió las escaleras y entró en su casa. Unos segundos después salió, esta vez con ropa menos formal. También llevaba una cerveza y un refresco. Me dio este último y se apoyó en la barandilla.
— ¿Cómo ha ido? —pregunté.
— Por lo que parece, aquella cosa negra que mató a nuestro hombre es orgánica, no es ningún arma conocida —me respondió el viejo con desgana.
— ¿Ah sí? ¿Y de qué animal se trata?
— No lo sabemos, tiene unas células rarísimas. El forense dice que nunca había visto algo tan extraño.
— Entonces, ¿a nuestra víctima se la han cargado unos extraterrestres?
— No puedo negárselo.
Hice una ligera sonrisa mientras me sacaba la pluma del bolsillo.
— Pues yo he encontrado algo muy divertido —dije.
— ¿El qué? ¿Un tampón usado, como siempre?
Me quedé en silencio durante unos segundos.
— Ya me gustaría, pero es otra cosa —respondí mientras le mostraba el utensilio de escritura.
— Una pluma bastante curiosa. ¿Eso es todo?
Le expliqué todas las conclusiones que has leído en el capítulo anterior, repitiendo ciertas cosas para que lo asimilara todo bien y dando todo tipo de detalles. Pero no sirvió de nada.
— Tengo la esperanza de que algún día le encierren en un manicomio y pueda mejorar su salud mental, Cross —dijo el inspector después de escucharme.
Al oír aquello, una idea se me pasó por la cabeza.
— Oiga, Gutts, déjeme su pistola —dije.
— ¿Qué coño quiere hacer, loco?
— Usted déjemela.
El viejo entró en casa y me trajo su pistola. Necesitaba hacerlo con la suya, ya que, si lo hacía con otra, podría pensar que había algún truco. Saqué el cargador y en una de las balas escribí la palabra "esperanza". Para ello, coloqué la punta del plumín en la bala y, a continuación, con el mismo trazo, escribí la palabra en el aire. Una vez escrita, redujo su tamaño hasta caber en el exterior de la bala y engancharse en él. Volví a introducirla en el cargador y éste lo metí dentro de la pistola. Apunté hacia el cielo. Gutts me miraba en silencio, con una expresión de desconcierto. Todavía estaba procesando lo que acababa de ver.
— Esta pistola tiene seis balas, ¿no? —pregunté.
— Sí, ¿por qué lo dice?
— Ya verá.
Disparé una vez, al mismo tiempo que decía "una". Lo mismo hice con el segundo tiro, diciendo esta vez "dos". Así seguí hasta llegar a seis.
— Vaya, gracias por asustar a los vecinos y de paso malgastarme todas las balas, Cross —exclamó Gutts, molesto.
— Calle y mire —respondí, con los nervios de aquél que está a punto de hacer algo que sabe que alucinará a los espectadores.
"Siete" y... ¡BANG! Una bala que aparentemente no existía salió del cañón de la pistola a toda velocidad. "Ocho"... ¡BANG! "Nueve"... ¡BANG! Seguí la secuencia hasta llegar a once. Entonces me detuve y observé a Gutts, que me miraba estupefacto.
— ¿Cómo cojones...? —balbuceaba.
Extraje el cargador y se lo enseñé a Gutts. En su interior sólo había una bala con un brillo de color verde. La saqué y se la mostré al viejo. Era la bala en la que había escrito "esperanza".
— Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, ¿no? Por lo tanto, esta bala no desaparecerá de la pistola hasta que usted muera. Le presento uno de los sueños húmedos de los ejércitos de todo el mundo hecho realidad: la munición infinita.
Y, por fin, Gutts me creyó. Pero cuando al final lo había hecho, el cabrón va y me suelta:
— No me puedo creer que haya usado un sentimiento tan bonito para una cosa como ésta.
Ahora me salía con la vena sentimental el maldito viejo...
Acabada la demostración, continuamos apoyados en la barandilla, Gutts bebiendo cerveza y yo bebiéndome el refresco. Estaba seguro que ambos pensábamos en la pluma y su posible origen. Después de unos tragos, sin embargo, cambié de tema y le pregunté:
— ¿Mañana también nos toca trabajar?
— Yo, por mi parte, sí. ¿Por qué lo dice?
— Mañana es sábado y me toca estar con mi hija.
— Ah, es cierto, sólo puede verla los fines de semana. No se preocupe, tómese este finde libre.
— Ha sido más comprensivo de lo que había pensado, Gutts.
— Sera mejor que calle o tendré que cambiar de opinión.
— ¿Y usted no tiene pensado descansar un poco o qué?
— De momento no. Ya sabe que me juré hace mucho tiempo que el Toro de la Central no descansaría jamás.
— Y que no se quiere jubilar también lo sé.
— Me jubilaré cuando vea que no puedo más. Pero todavía queda Peter Gutts para rato.
Alcé la lata de refresco y dije:
— Larga vida a los viejos inútiles.
Gutts, con su lata, hizo un brindis conmigo.
— Váyase a la mierda, Cross —respondió a continuación con una sonrisa.
Después de un rato, Gutts decidió volver a la comisaría, a ver si había alguna noticia. Me dijo que había venido a casa a descansar porque los agentes que trabajaban con él lo habían visto muy tenso y frustrado. Gutts es de aquellos que, cuando pone en marcha algo, se concentra en ello y no existe nada más. Y, cuando el proyecto no va bien, se desmorona y se desespera.
Yo, por mi parte, todavía tenía que pensar lo que haría con la pluma.
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