El número de la bestia
— Vamos, Toro, ¡danos un buen espectáculo! Si lo haces bien, ¡te indultaremos!
— ¿Eso significa que me dejarás con vida?
— ¡Eso significa que te dejare en la otra vida!
Daniel Queen se burló de mí por enésima vez. Yo, por mi parte, observaba la araña de tronco humano detenidamente. Intimidaba, pero no parecía especialmente fuerte.
Apunté hacia ella con la metralleta y disparé. Las balas rebotaron. Genial. El revestimiento de aquella cosa era más grueso que el del resto.
Ella sacó un tentáculo de su costado derecho, debajo del brazo. Era una especie de hoja que reforzó con una serie de membranas.
Disparé a las piernas, pero las balas también rebotaron. Ante aquello, solté la metralleta. Ni la valentía era capaz de perforar aquella piel de acero.
Cargué contra ella. La araña, sin embargo, saltó, intentando aplastarme. Conseguí evitarlo, pero mis pies resbalaron cuando corría hacia un lado y acabé en el suelo. La lluvia empezaba a tocarme los huevos.
La araña no lo desaprovechó y lanzó un ataque con sus manos de mantis. Sus piernas le permitían tanto alzarse varios metros por encima de mí como quedar a ras de suelo. Tuve que rodar para esquivarla. Una vez alejado, me levanté y corrí hacia sus extremidades.
Un tentáculo con una boca dispuesta a devorarme surgió de su parte inferior. Extendí el brazo para que la manga lo detuviera, con la esperanza de que la fortaleza impidiera la culminación del mordisco. Así lo hizo, pero consiguió romper la deslizante armadura de la fortaleza y sus dientes llegaron a tocar mi piel.
La negra serpiente hizo marcha atrás, arrastrándome a mí.
Conseguí ponerme de pie mientras me arrastraba. Pasamos por al lado de una de las patas. Los reflejos del Toro actuaron como esperaba: no dudé en tirar del brazo restante y agarrarla.
La araña tropezó y el tentáculo me soltó. Por suerte, la inercia me hizo resbalar unos centímetros, alejándome de la bestia y salvándome de morir aplastado. Rápidamente me giré y disparé un puñetazo con el brazo izquierdo.
El tronco de la araña se giró en el momento oportuno para detener el impacto con su brazo derecho. Éste saltó por los aires. Confirmado: los golpes bien dados aún servían.
Ella se levantó y comenzó a expulsar más tentáculos por toda su mitad humanoide. Hui corriendo para evitarlos, pero pronto se volvieron más rápidos que yo.
Me detuve y me protegí la cabeza con los brazos. La fortaleza de la gabardina me salvó del millar de impactos que recibí en ese momento. Comencé a avanzar lentamente, con la intención de acercarme a la araña y poder atacar. La cosa se alargó unos cuantos minutos.
De repente, los impactos cesaron. Sin pensar, aparté los brazos de mi cara y me preparé para salir disparado.
Pero volví a detenerme. Una hoja rectangular, cortante y contundente, se acababa de incrustar en mi pecho. Había reventado todos los botones y ahora la gabardina estaba abierta. Un dolor inmenso me encogió.
Ahora entendía la razón de ser de aquellas membranas que había visto al iniciar la batalla.
La araña había estado reforzando aquella afilada extremidad para convertirla en un machete gigante, con la fuerza suficiente para atravesar mi armadura.
Cuando la hubo preparado, pausó sus ataques y esperó a que bajara la guardia. Y eso fue exactamente lo que hice cuando volví a cargar contra ella.
Lanzó la hoja contra la parte derecha de mi pecho, destrozando la protección de la gabardina. El golpe fue brutal.
La criatura sacó el machete de mi cuerpo.
Cansado y dolorido, me coloqué la mano en la herida, debajo de la gabardina. Me dejé caer hacia atrás, derrotado.
La araña empezó a acercarse.
— ¡Vaya, Toro! ¡Esperaba una mejor actuación! Lo siento mucho, pero te has quedado sin indulto. Pequeña, te lo puedes comer. Disfruta tu premio —dijo Daniel Queen, entre risotadas.
La bestia extendió el tronco hacia mí. Entonces, abrió la boca.
Desde el suelo veía cómo aquella obertura llena de dientes negros recortaba distancias conmigo. Era mi oportunidad.
— ¡Bocadillo de balas, hija de puta! ¡Ese es tu premio!
Levanté la metralleta que guardaba en la gabardina y, apuntando a la boca abierta de la vestía, la cosí a tiros.
La araña retrocedió, gritando y con la cara repleta de sangre. Yo me levanté y, sin prisa pero sin pausa, le arranqué el brazo restante y las piernas. La parálisis que le provocaba el dolor impedía que pudiera moverse, cosa que me iba de puta madre.
Me avancé a ella y miré hacia Daniel Queen.
— ¿Cómo coño lo has hecho? —preguntó, excitado.
— ¿Te crees que soy tan idiota como para protegerme sólo con la gabardina?
El chico sonrió.
En efecto: la fortaleza no sólo estaba en la gabardina. Cross y yo la llevábamos incluso en los calzoncillos. Era cierto que el golpe de la bestia había sido fuertísimo, y la herida resultante no era moco de pavo. Pero gracias a la protección ésta no había profundizado lo suficiente como para llegar a órganos vitales. Además, me había abierto la gabardina, facilitándome el acceso a la metralleta que había guardado durante la huida.
De repente, la araña derrotada despertó del dolor y me lanzó uno de sus tentáculos. Con un sutil movimiento, me aparté y dejé que pasara de largo.
Me acerqué a ella. Adoptando la posición de un boxeador, preparé el movimiento. Un puñetazo en horizontal mandó su cabeza a volar.
Daniel Queen empezó a reír. Bajó de la criatura en la que se había montado y ésta avanzó hacia mí.
— ¡Venga, la siguiente! —exclamó con energía.
Suspiré. En cierta forma, me lo esperaba.
Ahora sí que me sentía derrotado del todo. Estaba agotado, mareado, dolorido y la sangre no dejaba de escaparse de las heridas del pecho y de la cabeza. Necesitaba un descanso que no tendría.
La nueva bestia se colocó delante de mí. Yo, por mi parte, ni siquiera adopté una posición de pelea. Ya me daba todo igual.
Cross ya no estaba. No me sentía con fuerzas para consolar a su mujer e hija. Sin él, no podría criar bien a Margareth. Una vez muerto el detective, valía más que muriera yo también.
¿De qué servía continuar luchando? No lo vengaría. Su muerte había sido en vano. Sin su presencia, en mi vida ya no quedaba nada. Esta historia había perdido a su protagonista y había enviado a la perdición a su coprotagonista.
Era hora de aceptar la derrota, de morir. Una muerte deseada desde hacía diez años. Un deseo que había apartado gracias a Cross pero que ahora volvía con más fuerza que nunca.
En medio de la lluvia, miré a la bestia a la cara. Ella sería mi asesina. Desde esa posición alta, despreciándome como una hormiga a la que aplastaría, mi verdugo preparó la guillotina que me partiría en dos. Por suerte, la muerte sería rápida.
Cerré los ojos. Por fin podría reunirme con mi querida Margareth. Una discreta sonrisa se dibujó en mis labios, húmedos por las impías gotas de agua.
Un ruido sordo interrumpió mis pensamientos. Pero no me molestó. Ya nada podría detener mi fin.
— ¿Qué...? —preguntó Queen.
La guillotina no cayó. Aquel retraso, sumado a exclamación de Queen, me llenaron de impaciencia. Abrí los ojos.
La cara de aquella araña, que segundos antes me observaba con arrogancia, ahora ya no estaba. Un montón de pinchos inclinados hacia atrás, de un rojo vidrioso, la habían sustituido.
Otro ruido sordo. Lejano, efímero, pero familiar. Era un disparo. Y otro. Y otro. Tres balas impactaron contra el tronco de la bestia, brotando de cada orificio aquellos cristales rojos.
Y finalmente explotó, cayendo su cadáver a mis pies.
Queen y yo nos miramos, estupefactos. Ninguno de los dos sabía qué ocurría.
Las arañas que bloqueaban el paso detrás de mí empezaron a ponerse nerviosas. Unos ruidos extraños venían del otro extremo de la calle.
Echamos un vistazo a los edificios pues, al menos yo, empezaba a ver formas extrañas.
Pronto, esas figuras ocuparon todo el paisaje.
Perros. Gigantescos. Negros, de ojos rojos y envueltos en un fulgor granate. Parecidos a lobos gigantes, unos colmillos monstruosos sobresalían de sus mandíbulas.
Estaban en todas partes. En ambas líneas paralelas de farolas de la calle. Encima de los rascacielos y edificios más bajos. En los balcones. Agarrados en las paredes, como lagartos.
Y todos observando el ejército de Queen. En silencio, pero acumulando una furia inefable. El rabioso instinto asesino que emanaban aquellas criaturas infernales era casi visible.
Esperaban. No sabía a qué, pero lo hacían.
Miré a Daniel Queen. Observaba la escena, aterrorizado.
— ¿Qué coño está pasando, inspector? ¿Qué significa esto? ¿Es cosa tuya?
— No, te juro que...
De repente, una bala pasó por encima de mi hombro derecho. La recibió Queen en el hombro izquierdo, y de su herida rápidamente salieron aquellos pinchos cristalinos.
El impacto lo hizo retroceder. Ser miró el punto de impacto. Y a continuación, se encogió. Unos gemidos llenos de dolor se escaparon por su boca. Gritó. Todo su cuerpo temblaba.
— ¡Apartad, cojones! Quiero saber quié... —intentó exclamar
Pero se quedó sin palabras. Las bestias, en el mismo instante en el que Queen envió la orden, abrieron paso y mostraron lo que provocaba su nerviosismo.
Era Cross. Había vuelto de entre los muertos.
Era él, no había duda. Con el rifle en alto y la ropa hecha girones, caminaba lentamente. Seis de esos perros infernales lo acompañaban. Su mirada era roja, furiosa. Ya desde donde me encontraba podía sentir aquella ira incontrolable. Un odio inhumano. Unos ojos de monstruo, que jamás había visto en ningún asesino. El terror se apoderó de mi alma. Su cuerpo estaba tatuado por unas manchas de sangre que no se iban con la lluvia. Unas marcas asimétricas, que no correspondían con heridas, como si fueran salpicaduras. Y, rematando el cuadro, un "felicidad" se dibujaba en negro en su mejilla izquierda, como una quemadura cicatrizada. Pronto me di cuenta de que ese al que estaba viendo podría no ser el Kyle Cross que conocía. No, no era él. Me negaba a creer que ese monstruo era mi amigo.
Por fin había vuelto. Desconocía cómo lo había hecho y en qué condiciones, pero había vuelto. El terror que me infundía, sin embargo, me impedía sentir alegría.
Se detuvo. Bajó el rifle.
Cogió aire con una decisión imperturbable. Y propinó un grito aterrador. La voz que salió de sus cuerdas vocales era vagamente humana. Al mismo tiempo que él, los centenares de perros que habían invadido la ciudad gritaron al unísono.
Y la voz de éstos era la misma que la de Cross. Un escalofrío cargado de miedo me paralizó.
Comenzó el contraataque. Todos esos demonios se lanzaron contra el ejército de Queen. Los rugidos de los depredadores se confundieron con los gritos de auxilio de las víctimas.
Una matanza inimaginable tuvo lugar en cuestión de segundos. Los perros devoraban sin piedad a las arañas de Queen. Lanzaban sus órganos contra los edificios. Aplastaban sus cuerpos con desprecio. Y se revolcaban en su sangre como cerdos.
No se las comían. Disfrutaban descuartizándolas. Las más cercanas a mí huyeron en dirección a Queen, pero pronto fueron interceptadas por las bestias que caían desde los edificios.
Queen observaba la escena con un terror impropio de él. Veía morir a aquellos seres en los que había depositado su esperanza. Sus pequeñas eran desolladas ante sus ojos. Los gritos de sufrimiento perforaban sus tímpanos.
— ¡¿Cómo puede ser?! ¡¿Por qué?! ¿¡Por qué?! —gritaba, con una voz llena de dolor.
Cross, que continuaba avanzando, agarró el rifle con ambas manos. Apuntó hacia nosotros y otro proyectil atravesó el hombro derecho de Daniel Queen. Retrocedió por el dolor una vez más. Los cristales aparecieron en la herida casi al instante. De éstos surgió una mancha roja que comenzó a extenderse por el cuerpo del chico.
No dejaba de temblar. Parecía presa del miedo.
Aun así, sacó la pluma. Dibujó una redonda y dos líneas en diagonal a cada lado de ésta. La tinta, roja como la sangre que inundaba la calle, comenzó a brillar y apareció otra araña.
Cross, caminando y apuntando al mismo tiempo, volvió a disparar. Daniel Queen intentó utilizar la araña como escudo, pero no funcionó.
La bala atravesó tanto a su creación como la rodilla derecha del chico. Los cristales les surgieron de nuevo. La criatura se hundió, fulminada.
Daniel Queen cayó de rodillas. Gritaba sin parar, aquejado de un dolor terrible. Nunca me habría imaginado que un ser como él pudiera sufrir de esa forma.
Cross siguió avanzando, manteniendo aquella mirada asesina. Cuanto más se acercaba, su figura cada vez era más terrorífica. Sus ojos marcaban su objetivo: destruir a su enemigo de la forma más horrible. No eran los de alguien que buscaba venganza. No eran los de alguien cabreado.
Era la mirada de alguien que quería ver la destrucción hecha realidad. Alguien que necesitaba imperiosamente sentir que hacía daño. La mirada de un monstruo al que no tendría ningún problema por enviar a la cárcel de por vida nada más verlo.
Aquellos tatuajes rojos, visibles gracias al paupérrimo estado de su ropa, agravaban más aquella visión. Continuaban allí pese a la lluvia, y se dibujaban de formas aleatorias por toda su cara y tronco. Uno de ellos, de hecho, reseguía toda su boca, como si acabara de devorar un cuerpo crudo.
La masacre provocada por los perros ya casi había llegado a su fin y ahora acompañaban a su amo. Las criaturas de Queen ya sólo eran un mar de sangre y vísceras regadas por la calle.
Finalmente, llegó adonde me encontraba yo. Los perros se detuvieron un poco antes. Al dirigirme la mirada, mi corazón se aceleró.
— Gutts —dijo, más serio e intimidante que nunca.
— ¿Qué...? —pregunté, sintiéndome amenazado.
— Buen trabajo, y perdón por el retraso. Me alegro de que haya aguantado tanto.
Pese a sus buenas palabras, su tono de voz era oscuro y turbador.
Volvió a apuntar con el rifle a Daniel Queen, que lo miraba cargado de resentimiento. No pedía piedad, y sus ojos están repletos de hostilidad. Pero, aun así, cualquiera que viera su deplorable estado sentiría un nudo en el estómago.
Pero en ese momento, la clemencia que podía guardar Cross había desaparecido. Disparó de nuevo y la bala atravesó la rodilla izquierda de Queen, acabando con el poco equilibrio que le quedaba. Paralizado, con los brazos colgando, se quedó sentado sobre sus piernas inmóviles.
El detective se colocó ante él y le puso el cañón en la frente.
— Veni, vidi, vici —declaró, sin un ápice de burla.
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