El entierro del Toro
Mientras avanzaba entre las lápidas, mi cabeza intentaba desentrañar qué iba a decirle. Mis manos temblaban por culpa de un nerviosismo de origen ridículo. Pues, al fin y al cabo, mis palabras aterrizarían en la fría superficie de una roca inerte. Pero aun así no podía evitar tener los sentimientos a flor de piel.
Había salido temprano de casa, como siempre. Me había encontrado con Queen y había tenido que darle la funesta noticia sobre Elizabeth. No pareció importarle en demasía. De hecho, estaba más preocupado por Cross. Yo también. La muerte de Elizabeth le había afectado mucho. Tanto el chico como yo sentíamos la necesidad de estar alerta,
Finalmente llegué a la tumba de Margareth Gutts, y ni siquiera tenía claro qué iba a decirle.
Suspiré y me senté delante de ella.
— Buenos días, reina. Hoy no es miércoles, ni traigo flores, lo siento. Y si el cielo o cualquiera de esas cosas que se imaginan los supersticiosos existen y me has estado observando, estoy seguro de que ya sabrás por qué hoy salgo de la normalidad. Vengo a disculparme.
Una suave brisa empezó a acariciar las tumbas, colándose entre los espacios que separaban unas de otras y levantando los pétalos de las flores dejadas en ellas.
Me quité el sombrero en señal de respeto.
— Te pido disculpas. He estado a punto de fallarte, de caer presa de la desesperación. Tanto que me ayudaste siempre a controlar mis emociones, y mírame ahora. Me confié. Creí haber superado tu muerte. Cuando me cargué de valentía y adopté a Margareth, me convencí de que el asunto ya estaba zanjado. Era un nuevo Peter. Pero estaba equivocado. En cuanto la remota posibilidad de volver a verte cruzó mi vista, me lancé a ella de cabeza. Me devoró la esperanza, y con ello estuve a punto de llevarme por delante a los únicos que me anclan a la realidad. Lo siento. Ya queda poco del hombre fuerte e íntegro del que te enamoraste. Ahora ya sólo queda un idiota que llora y se culpa cada día por tu muerte.
Me detuve un segundo a digerir mis propias palabras. Pronto continué, pues mi cabeza ya se había puesto en marcha.
— Pero no todo es malo. Me he dado cuenta de algo. De que tengo las herramientas para superarlo, pero no me había parado a pensar en cómo usarlas. Ahora lo sé. Estuve a punto de caer en el pozo, y una mano me agarró y tiró de mí. La de Cross. Tengo al mejor amigo que podría pedir. Ni siquiera me lo merezco. Estaba dispuesto a abandonarlo, a dejarlo tirado. Él me necesita y yo a él, y aun así casi lo tiro todo por la borda. Habría abandonado al único que se jugaría la vida por mí. Y habría dejado huérfana a una niña maravillosa. Quise marcharme pensando que ya no dejaba nada en este mundo. Cuánto me equivocaba.
Pausé de nuevo el soliloquio para secar la humedad de mis ojos y nariz.
— No te lo he contado al principio, pero hoy también vengo de entierro. Hoy enterramos el cadáver del Toro de la Central, ese que tanto daño nos ha hecho a ambos. A partir de hoy ya no existe. Seguirán llamándome así, pero Peter Gutts nunca volverá a ser el Toro. Será un policía más a la espera de su jubilación, con una chiquilla de la que cuidar y un gran amigo con el que salir a beber.
Y me levanté, poniéndome el sombrero.
— Me voy, reina. Te pido disculpas de nuevo. Te he fallado, pero el error ha servido de algo. Nos vemos el miércoles que viene. Vendré acompañado. Lo juro.
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