De psicópatas, misóginos, papeles y secretos

Una sonrisa se esbozó en la cara de Clea en cuanto pasó con el coche por la calle de la cafetería Gaudim. Nunca había visitado ese local, y desde la llamada del filósofo se preguntaba por qué demonios había escogido aquel lugar. Seguramente entrañaría algún enigma, algún secreto o ironía oculta que ambos entendieran.

Pero no. Resultaba que la cafetería Gaudim estaba en la misma calle que la facultad de filosofía de la Universidad Autónoma. El pragmatismo de Wilhelm Strauss le resultó enternecedor.

Aparcó el coche lo más cerca posible y caminó por aquella calle despejada y poco transitada hasta la entrada del lugar. Una cafetería muy casera, con una gran ventana que daba a la calle y varias de sus mesas adosadas a ella, poblada de asientos de cuero en vez de sillas. De colores ocres, suelo de azulejos e iluminación discreta.

Se dio la vuelta y miró a su alrededor antes de entrar. Justo delante había una iglesia. Eso, desde luego, sí era irónico.

¿Índice de éxito? —preguntó Clea.

Todavía lo estoy calculando. Por tus antecedentes y tu preparación, no dudaría que un 75%. Pero la mente del sujeto ha sufrido... Cambios. Eso hace difícil predecir.

¿Y vas a decirme cuáles son esos cambios?

Eso es información clasificada. Paga, y lo tendrás.

Clea se echó a reír. Aunque tuviera lo que el Archivo le pedía, dudaba de que decidiera acceder a tal información. No podía negarlo: se divertía. Le encantaba su trabajo.

Entró en el local y escogió una mesa tocando a la ventana, al fondo. La camarera acudió rauda a por su nueva cliente. Pero Clea rechazó pedir nada: estaba esperando a alguien. La chica, de coleta rubia y cuerpo ligero, se dirigió a la barra, ansiosa. El local estaba vacío.

Las cinco y treinta y cinco. Llegaba tarde. Clea odiaba la impuntualidad. Aunque ya se había acostumbrado a ella por culpa del descerebrado de su marido. Depositó la carpeta negra que llevaba sobre la mesa.

Pensó en Anna. Habían pasado toda la mañana juntas. Paseando de aquí para allá, sin rumbo fijo. A la joven no le gustaba encerrarse en lugares a tomar algo ni interactuar con nadie más que no fuera Clea. A la mayor le costó horrores convencerla de ir a un restaurante a comer. Era como si la chica de cabellera plateada no tuviera hambre.

Se lo pasaron en grande. Charlaron de las vidas de ambas, de la ciudad, del trabajo de Clea, de Eve. Y de Kyle. Anna parecía más receptiva a acercarse a él. La morena quería que Anna se sintiera arropada por ella y su entorno. Así no se alejaría y no estaría tan expuesta al peligro. Clea no podría acompañarla siempre debido a su trabajo, y sabía que si se juntaba con Kyle también lo haría con Gutts. El inspector era garantía de seguridad.

La chica aún estaba dolida por las confesiones de su madre. Se sentía vacía, sin rumbo. En un pedacito de su interior, muy en el fondo, aspiraba a volver a casa. A volver a aquella infancia que recordaba con nostalgia. Y ahora acababan de destruir ese anhelo. Nadie la había querido. Tampoco la querrían nunca más.

Clea hizo todo lo posible aquella mañana para hacerle pensar que tenía una nueva familia. Le pareció que la había convencido, al menos en parte. En cuanto se acercó la hora de la cita con Strauss, ambas se despidieron. La morena no quería dejar a solas a su compañera, pero no podía desperdiciar la oportunidad de verse las caras con el filósofo.

Y mientras Clea pensaba en su día, un tipo alto de grandes gafas entró en el local. Su cabello, largo y estropeado, repleto de canas, estaba recogido en una coleta. No llevaba la ropa con la que Clea lo había conocido. Una camisa blanca, junto con una elegante americana, corbata y pantalones negros contrastaban con la colorida camisa con la que lo vio la morena la última vez.

Estaba feliz. Estaba eufórico. Estaba radiante. Todo había salido bien. Era un día grandísimo. Dos plumas más. Los planes sólo tenían que salir rodados dos veces más. Y lo habría conseguido.

Estuvo a punto de gritar. Y de destrozar el local de la emoción. Pero se contuvo. Se mordió los dedos con tanta fuerza que casi se los arrancó. Debía controlarse. Había ido él a la cita porque su cordura era la más intacta. No podía dejar que el caos se apoderara de su mente.

Avanzó a través de las mesas. En cuanto Clea sintió su llegada, giró la cabeza y se levantó.

Ambos se encontrar xon finalmente. Durante varios segundos no pronunciaron palabra. Uno miraba la profunda mirada azul de un ser misterioso. La otra observaba con detenimiento unos ojos dorados enloquecidos, sin un ápice de compasión hacia nada que no fueran ellos mismos.

Clea alargó su mano derecha en señal de saludo. Will no reaccionó.

Darse la mano es un saludo tradicionalmente masculino. ¿Intentas eliminar un posible rastro de debilidad en los dos besos asociados a la feminidad?

Clea lanzó una pícara mirada al filósofo.

Ya me han dicho ex alumnas tuyas que eres un ser profundamente machista.

Will sonrió.

Se equivocan. Como siempre, usan las limitadas miras del feminismo hegemónico para dar sentido a sus inseguras vidas, usando como sinónimos misoginia y machismo.

¿No te consideras, entonces, un machista?

Soy, en todo caso, un misógino. No creo que el hombre sea por naturaleza superior a la mujer. Tampoco creo que las mujeres deban tener menos derechos por serlo, ni me gusta ofender mediante comentarios machistas a menos que sea en un contexto de humor. Pero sí veo a las mujeres como seres superficiales, aburridos, intranscendentes, dados a victimizarse. El súmmum de la mediocridad. No quiero ningún mal al género femenino. Pero tampoco lo quiero cerca de mí.

¿Ni siquiera has sentido atracción sexual por una mujer? ¿O eres homosexual?

Nunca he sentido atracción sexual. Por nadie. Me aburren. Todos. Excepto tú. Tú sí me resultas interesante.

Clea no pudo evitar reír ante aquello. Ambos se sentaron, una delante del otro. Aunque Will se colocó unos centímetros desviados a la derecha de la mirada de Clea. Así podía mirarla tras poner ambos pies sobre la mesa. Se encendió un cigarro sin mostrar reparo alguno. Le importaba todo una mierda.

Siguieron mirándose, hasta que la camarera acudió.

Disculpe señor, pero en este local no se puede fumar.

El cartel dice que sí —respondió Will, sin mirarla ni cambiar su postura.

La cara de la chica se desencajó.

¿Qué cartel?

Ese de ahí.

El filósofo señaló al fondo de la barra. Y en efecto, ahí había un cartel rojo que informaba de que en ese establecimiento estaba permitido el tabaco. La camarera corrió a verlo, incrédula e impactada.

Clea sonrió y miró a Will.

¿Has usado la pluma?

Su interlocutor sacó la brillante pluma del bolsillo y se la mostró a Clea, sin colocarla en la mesa. El color dorado de la tinta empezaba a verse ensuciado por el morado, el rojo y el verde de aquellas cuyo poder había absorbido. Volvió a guardarla.

No vas a decirme qué poder tiene, ¿verdad?

Por supuesto que no. Sí puedo decirte que es el mejor poder que podría desear un filósofo. No sabes cuánto me ha abierto los ojos este objeto.

¿En qué sentido?

Will esbozó una traviesa sonrisa que Clea descifró enseguida.

No soy idiota, Clea Larone. No voy a caer en tus tácticas baratas para hacerme hablar.

Esperaba que tu locura hablara por ti.

Mi locura está bien controlada ahora mismo. No tienes de qué preocuparte. Es más, se me ha ocurrido una idea. Yo te confieso el poder de mi pluma. A cambio, tú me dices dónde trabajas y quién eres en realidad.

La traviesa sonrisa ahora vino por parte de Clea. Se iba a divertir mucho con ese cabrón. Mantuvo el silencio.

¿Tan importante eres como para mantener semejante secreto? —le reprochó Will.

No soy para nada importante. Simplemente en mi trabajo se requiere cierta discreción.

Will soltó una ruidosa carcajada. Tan esperpéntica que asustó a la camarera, que ya había decidido no volver a acudir a aquella mesa.

¿Discreción es que desaparezcas de la faz de la tierra después de sacarte el título y trabajar un par de años? No hay nada sobre ti desde ese punto. En ningún lugar. Ni currículum, ni contratos de trabajo, ni perfiles en Internet. Y cuando intento observarte con los medios que me ofrece la pluma, todo se corta en cuanto pasas por el umbral de la puerta del edificio en el que trabajas. Edificio que pertenece al gobierno. Pero no figura en ningún lugar cuál es su función ni de qué área depende. ¿Quién coño eres, Clea Larone?

Clea siguió en silencio unos segundos. Le encantaba que ese cerdo tan listo no pudiera encontrar nada de ella. No podía ocultar su sonrisa.

Una oficinista, sin más. Estudié periodismo y psicología al mismo tiempo, y luego me saqué la carrera de criminología. Y entonces empecé a trabajar.

Cuéntalo todo, ¿no? Tu padre fue uno de los periodistas más prestigiosos de este país. No muy conocido, pero durante toda su carrera estuvo trabajando en el periódico líder. Ha firmado todo tipo de noticias y reportajes. Y en cuanto acabaste la carrera, heredaste su agenda de contactos. Unas fuentes que abrirían las puertas de todo a cualquier juntaletras. Encontraste trabajo en varias revistas mientras estudiabas criminología. Hasta que te fichó el gobierno y desapareciste.

¿Qué puedo decir? Nunca quise hacerme famosa.

Will miró de nuevo a Clea con cierta complicidad. Se rindió.

Y bueno, esto es todo lo que puedo decir de ti. Ahora le toca a usted, señorita.

La morena lanzó una malévola mirada al filósofo. Abrió la carpeta de encima de su mesa. Y sacó una ingente cantidad de papeles. Los dejó sobre la mesa. Y esperó.

Strauss soltó otra sonora carcajada al ver semejante cúmulo de papeles. Reconoció algunos de ellos. Y seguía sin poder explicarse cómo los había conseguido.

Clea empezó a narrar.

Wilhelm Strauss, nacido aquí de unos padres de origen alemán. Si una observa tu trayectoria, no hay nada extraño: un joven con buenas notas, discreto, que se sacó matrícula de honor en bachillerato. Luego empezaste tu meteórica carrera en la universidad: te sacaste la carrera con honores, hiciste el doctorado, varios másteres y finalmente conseguiste la cátedra con apenas treinta años. El catedrático más joven de este país. Y tu tesis doctoral, que más tarde publicarías en forma de libro, se convirtió en un éxito de ventas. Una obra que cuestionaba absolutamente todo el conocimiento adquirido por el hombre. Una crítica mordaz a la ciencia, a la moral y al dogma. Y a partir de aquí saltaste a la fama, con entrevistas en televisión, reportajes, montones de expertos llamándote ignorante y papanatas... Y tú no tuviste reparos en participar de la polémica y ridiculizarlos.

En efecto, esta ha sido a grandes rasgos mi vida. Pero no te has conformado con eso, ¿verdad?

Por supuesto que no, querido. Yo sé que hay algo detrás. Eres un hombre exitoso, con una carrera labrada y un futuro prometedor. Y, aun así, aquí estás, usando unas plumas encantadas y poniendo en juego tu propia cordura. Tiene que haber algo que haya marcado el rumbo de tu vida y que explique el porqué de tu comportamiento. Y como psicóloga y criminóloga, cuanto más investigaba sobre tu carácter y forma de ser más sentía que había algo que no funcionaba del todo bien. Y al final, lo encontré.

Clea agarró uno de los numerosos papeles. Unas finas hojas grapadas. Un informe encargado a un psicólogo, décadas atrás. Luego sacó otro muy parecido, aunque más reciente.

Will sonrió al ver aquellos papeles. Sentía cierta nostalgia.

A los siete años, le rompiste las patas al cachorro que tus padres habían adoptado. El pobre acabó muriendo. Y todo porque querías llevártelo de paseo en tu mochila y no cabía en ella. A eso se sumó una actitud con tus amigos que llamó a atención de tus profesores. Siempre te sobrepasabas en los juegos y acababas haciéndoles daño. Alguno incluso tuvo que ir a urgencias. Y nunca pedías perdón o sentías la más mínima pena por ellos.

Así que decidieron llevarme a un psicólogo —continuó el filósofo, dejándose llevar por los recuerdos.

Y el doctor fue claro. Wilhelm Strauss mostraba una personalidad con claros rasgos psicopáticos. Recomendó a los padres unas pautas para intentar que la actitud antisocial de su hijo no fuera a más. Pero no lo consiguieron. En el instituto, otro psicólogo confirmó que seguías siendo un psicópata. Esta vez, como los muchos que hay, completamente insertado: un estudiante modelo, discreto y sin amigos, pero que nunca causaba problemas.

Cedí, por mi propia supervivencia. Era mejor mezclarse entre la sociedad, más seguro. Y, aun así, seguí y sigo sintiéndome ajeno. Al mundo, a la sociedad, a los demás. No hay nada que esta realidad pueda aportarme. Llámalo egolatría, pero todo me aburre. Sólo hubo y hay un único motivo que impulsa mi vida...

El profundo odio a la ciencia —interrumpió Clea.

Exacto. El odio a la ciencia y a sus dogmas. Y a la gente que cree en ellos. Porque yo la sufrí. La ciencia me había marcado como defectuoso. Wilhelm Strauss, psicópata. Los psicólogos siempre me dijeron que no tenía por qué ser malo, sólo una condición. Pero cuando alguien hablaba de delincuentes, siempre hablaba de psicópatas. Cuando miraba obras culturales, el psicópata siempre era el monstruo. Egocéntrico, manipulador, agresivo, sin empatía. Comentar con alguien mi inquietud al respecto ya me etiquetaba. Y todos se alejaban. Por eso nunca me sentí parte de ningún grupo. Yo podría no haber acabado odiando el mundo que me rodea. Pero te aseguro que el mundo no hizo nada por ayudar a ello.

Toda tu vida es una venganza, entonces...

Podría ser, sí. Y por eso me decanté por la filosofía. La madre que ahora es repudiada por su hijo. El método científico había decidido que yo era un puto psicópata. Pero, ¿por qué habría que creer a ese método? ¿Qué lo hacía realmente infalible? ¿De verdad es posible explicar el mundo a través de la ciencia? El dogma había llegado hasta el punto de que aquello que no podía ser explicado por la ciencia no existía. Cualquier información con datos científicos es aceptada como verdadera. ¿Por qué? ¿Es la ciencia realmente el camino a la verdad? ¿O es el camino que nosotros hemos escogido? Y si hemos escogido un camino para la verdad, también hemos escogido una verdad que nos interesa por encima de otras. Decidí volarlo todo por los aires.

Clea se relamió. Menudo personaje. Quería saber más.

Y te propusiste llegar a la cumbre.

Para luego implosionarlo todo. Soy un ser profundamente nihilista, no puedo negarlo. Mi estado natural es la nada y la ironía. ¡Un psicópata filósofo! Me parto de risa sólo con pensarlo. Por eso me interesa aquella filosofía que trata de explicar el mundo. Huyo de la moral. Y de la sociología, otro de los cánceres derivados de las ciencias sociales. De ella sólo rescato a Giddens, de los pocos que no ve al individuo como un ser inexistente.

Y de las filósofas también huyes, ¿no?

Will sonrió con cierto desprecio. Clea se lo devolvió de la misma forma. Le encantaba meter cizaña.

Eres mujer, era de esperar que insistieras en el tema de siempre. Sí, en efecto. No sólo considero que las filósofas y sociólogas femeninas no hayan aportado absolutamente nada al pensamiento, sino que varias de ellas nos han llevado al desastre. Mira a Beauvoir, o a Butler, pusilánimes asquerosas que han parido a la horda de niñas débiles que hoy recorren las calles. Podríamos debatir quizá sobre Hannah Arendt, la más inteligente de todas, sin duda. Pero sus reflexiones me siguen pareciendo intranscendentes. Quien no sepa que el mal objetivo, visto como un monstruo inhumano que posee a las personas, no existe, es directamente gilipollas. La mujer siempre ha fallado en explicar el mundo. Sólo es capaz de explicar el mundo en el que querría vivir. Y quejarse por ello. Me aburre.

Clea no estaba de acuerdo con aquello que decía su interlocutor. Pero no podía sentir asco por él. Menospreciarlo la haría caer en la trampa que él le reprochaba. Decidió dejar ese tema y avanzar en el diálogo.

¿Y la pluma te ha dado la oportunidad de cumplir lo que deseas?

Mi pluma ha roto las cadenas. Ahora sé cómo es el mundo. Lo sé mejor que nadie. No he vislumbrado la verdad, pero sí he asomado la cabeza fuera de la caverna. Necesito algo más para volarlo todo por los aires. Las demás plumas, como ya sabrás. Nada ni nadie va a interponerse en mi camino. No hay nada que perder. ¿No se supone que soy un psicópata? Pues bien, hagamos realidad el tópico.

Una macabra y enloquecida sonrisa acompañó aquella declaración de intenciones. Clea no pudo disimular un terror que crecía en su interior.

Su enemigo era peor de lo que imaginaba. No sólo era sumamente inteligente, sino que no tenía escrúpulo alguno. Tampoco tenía nada que perder. Alguien que no teme a la muerte es lo más peligroso que puede existir. Nada iba a pararlo. Y no sólo eso: ese filósofo había destruido con sus propias manos el Protocolo. Clea podía sentirlo claramente. Si hubiera tenido los medios, lo habría matado en ese mismo instante.

Pero ese cerdo escondía muchos secretos. Tenía varios ases en la manga. Iba a ser duro enfrentarse a él. Y Clea tenía demasiados puntos débiles.

Noto por primera vez el miedo en tus ojos, Clea Larone. Y eso que tú sabes más de mí que yo de ti.

Me pareces un monstruo, no puedo negarlo. Y en nuestra situación actual, no puedo más que aceptar tus palabras como una declaración de guerra.

No lo dudes, lo son. De hecho, la guerra ya lleva tiempo empezada. Y está llegando a su clímax.

Clea sintió cierto malestar.

¿Qué quieres decir?

Will se levantó. Tiró el cigarrillo, ya reducido a su mínima expresión.

Tú ahora estás descubriendo quién es tu enemigo. Pero este enemigo ya hace tiempo que tiene sus tropas en movimiento. Su estrategia ya está hecha, sólo va cambiando ligeramente según sus circunstancias.

Lo sé. Nos engañaste a todos haciéndote pasar por un loco descerebrado. Acabaste con los niños de los dos institutos porque sabías que ahora un inspector te buscaba. Mantuviste ocupados y en jaque a todo el cuerpo de policía para distraerlos. Has usado a mi marido para conseguir las plumas una a una.

Will rio de nuevo.

¡Me encanta tu inteligencia! Pero siento decirte que tus deducciones no sirven de nada si van un paso por detrás. Deberías empezar a pensar por adelantado. O seguirán ocurriendo cosas como las de hoy.

Un escalofrío recorrió la espina de Clea.

¿Cosas como las de hoy?

Habla con tu marido y lo sabrás.

Clea se levantó de un salto, alterada.

¿Qué has hecho?

Will sólo respondió con otra sonrisa enloquecida.

Y se marchó, sin más. Clea agarró el móvil. Estuvo a punto de llamar.

Pero no podía hacerlo. No debía. Si llamaba, Kyle empezaría a sospechar. Haría preguntas... Y Clea tendría que confesar. Y desde ahí, caería un secreto tras otro.

Guardó el teléfono, llena de rabia. Cruzó los dedos, deseando que su marido se encontrara sano y salvo.

Había llegado tarde. Y se fustigaba a sí misma por hacerlo. Lo odiaba con todas sus fuerzas. Y por encima de todo, odiaba tener que hacerse la tonta.

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