Creo que Elizabeth y Gutts podrían hacer buena pareja

Pero resulta que los dos estaban tan enamorados de sus dos respectivas parejas que no habría habido quien los juntara. Si soy sincero, entiendo a Gutts, pero no a Elizabeth. Cuando me muera antes que Clea me gustaría que pasaran dos cosas: o que se mantenga soltera por voluntad propia (y no porque siga enamorada de mí) o que a los dos días encuentre un nuevo novio. Y si encontrara novia, desde el infierno lo celebraría con una fiesta.

No vale la pena que una mujer llore por una basura como un hombre. Hombres del mundo, asumidlo: somos de usar y tirar. Yo he hecho llorar a mi mujer en multitud de ocasiones, y me flagelo cada día por haberlo hecho. Unos medio mierdas como nosotros no tendríamos que representar nada para ellas.

Esa mañana salió un sol radiante. Aunque yo no salí al balconcillo hasta una hora después de levantarme, estoy seguro que Gutts también saltó de la cama a las ocho. Ambos sabíamos que ese día estaría dedicado exclusivamente a prepararnos para la noche. Mientras me vestía, sin embargo, me di cuenta de que tampoco había mucho que preparar. Y dedicarle todo el día era estúpido y una pérdida de tiempo.

Al salir al balcón me lo encontré apoyado en la barandilla, con su sombrero de copa y su gabardina. Yo también me había vestido para salir.

— ¿Cómo nos hemos levantado hoy, Toro?

— Mentalizándome para esta noche. Algo me dice que pasará algo raro.

— Con ese loco, nada de lo que ocurra puede ser normal.

— No me refería a eso. Quiero decir algo más grande. Siento como si ya hubiéramos vivido este momento.

— ¿Ahora me sale usted con un déjà vu? Se ha levantado esotérico, por lo que veo.

— Diga lo que quiera, pero esta noche saldremos marcados. Mi intuición no se equivoca nunca.

— Pues ya veremos qué pasa. ¿Qué hacemos hoy?

— Prepararnos. Por cierto, Cross...

— ¿Qué?

Gutts agachó la mirada y se puso rojo, muerto de vergüenza. Esa actitud me pareció ridícula para alguien de su edad.

— ¿Tiene usted pensado usar las metralletas que me dejó? —preguntó.

— ¡Ah, es verdad! Aún las tiene usted, ¿no? Eso también me recuerda que todavía tengo el rifle en casa. Tengo que devolverlo a la oficina.

— Sí, les metralletas están en mi casa. Pero responda a la pregunta, por favor.

— Hombre, en principio sí. ¿Por qué me lo pregunta?

Sus ojos volvieron a caer y el rubor de su cara se intensificó.

— Es que, el otro día, contra Queen, le cogí el gusto a estas máquinas. Y me preguntaba si me dejaría volver a usarlas.

— ¡Ajá, compañero! ¡Y usted que decía que no le gustaba este tipo de armas! Se las puede quedar, si quiere, yo ya me las apaño con las pistolas y la pluma. Pero cuando acabe todo esto devuélvamelas, que no son baratas.

— Descuide. Ya me compraré unas yo.

— No creo que se las pueda pagar.

— ¿Y usted sí?

Tragué saliva. Como siguiera hablando, mi fortuna saldría a la luz.

— Yo las encontré de oferta en la Deep Web y además llevaba años ahorrando —improvisé.

— Moveré cuatro hilos y haré un par de amenazas a los peces gordos de las mafias de la ciudad, ya verá cómo consigo dos gratis.

— Joder, Gutts. Y después va de poli ejemplar.

— Yo soy el Toro, y el Toro se mueve por donde le sale de los huevos y hace lo que le sale de los cojones. Si alguien tiene un problema con mi forma de hacer las cosas, que venga e intente torearme.

Reí. De repente, una idea se me pasó por la cabeza.

— Oiga, Gutts, le propongo un itinerario para hoy.

— Diga.

— Puesto que prepararnos es, al fin y al cabo, reforzar las gabardinas con la pluma y reunir el armamento que necesitamos, es una tontería dedicarle todo el día.

— Le doy la razón.

— Entonces, propongo que durante la mañana visitemos a la señorita Elizabeth (ya que usted la quiere conocer) y que dediquemos la tarde a prepararnos. ¿Qué le parece?

Gutts mantuvo el silencio unos instantes.

— ¿Ya sabe esa señora que iremos?

— Ayer me la encontré y se lo dije. Podemos ir cuando queramos.

— No me parece mal plan. En marcha, entonces.

El viejo inició el camino hacia el coche. Yo lo seguí, sorprendido por su celeridad a la hora de aceptar la propuesta.

Subimos al vehículo, un todoterreno enorme y de color negro. Es un coche que parece hecho para familias numerosas, pero Gutts lo conduce él solo. Todo el mundo en la ciudad sabe que ese tanque es del Toro, y al viejo le encanta pasearlo. Recuerdo que una vez me dijo que lo siguiente que se compraría sería una Harley.

El viaje no fue muy largo y no nos dirigimos la palabra en todo el trayecto. Debo ser sincero: si en persona soy un alborotado, en un vehículo soy el tipo más aburrido del mundo. Qué quieres que le haga, el inquieto paisaje que se ve desde la ventana hace que me ponga a pensar en mis cosas y me olvide de que viajo acompañado.

— ¿Desde cuándo hay una mansión así aquí? —preguntó Gutts al llegar.

— Yo tampoco me había fijado mucho, y mira que está bastante cerca de casa de mi mujer.

— ¿Y no le parece extraño?

— ¿Ya volvemos a desconfiar, Gutts? ¿Qué insinúa, que la mansión ha aparecido aquí por arte de magia?

— ¿Y por qué no? Después de lo que hemos visto, yo ya me espero de todo.

Ignoré ese último comentario. Avanzamos hasta la puerta de la mansión, pasando por un pequeño pero colorido jardín que yo ya había atravesado en dos ocasiones. Llamé al timbre.

— Pase, está abierto —dijo la voz de Elizabeth.

Abrí la puerta y di un paso hacia adelante, ocultando a Gutts, que venía detrás.

— Buenos días, señorita Elizabeth.

Elizabeth se encontraba en ese sofá del comedor, vestida con una bata rosada y unas zapatillas. Al verme, hizo cara de sorpresa y se dio prisa en apartar la taza y la jarra que tenía sobre la mesa.

— ¡Ah! Pase, pase. Perdón por el desorden, me estaba tomando un té.

Avancé y detrás de mí entró el viejo.

— Le presento a Peter Gutts. Ya le dije que vendríamos.

— Encantado, señorita Eilburn —se presentó Gutts, quitándose el sombrero.

Elizabeth lo observó unos segundos, quedándose en silencio. Como había hecho conmigo, analizó a Gutts de arriba abajo, fijándose especialmente en los ojos.

— ¡Vaya! ¡Pero si es el Toro de la Central! Nunca habría creído que lo conocería. Encantada, soy Elizabeth.

Gutts rio. Su cara expresaba cierta gratitud hacia Elizabeth. Nos acercamos a la mesa.

— Me parece que no cabremos los tres en el sofá —señaló Elizabeth, riendo.

— ¿Voy a buscar unas sillas a la cocina? —preguntó Gutts, que había hecho un análisis panorámico de la casa.

— Sí, por favor. Si pudiera las traería yo misma, pero ya ve que con qué me tengo que mover —explicó la dueña de la casa, señalando la silla de ruedas, al lado del sofá— Y, si quieren, prepárense un café. Esta es su casa.

El viejo se dirigió a la cocina y volvió con dos sillas. Las colocó una al lado de la otra, justo delante de la mesita y del sofá. Yo me senté a la derecha.

— La verdad es que intimida un poco tener a dos hombres delante de mí. Y más sabiendo que uno es detective y el otro el policía más temido de la ciudad —bromeó Elizabeth.

— Por mí no sufra, que ya me conoce. Quien desconfía de usted es Gutts —dije.

— ¿Ah sí? Bueno, al fin y al cabo es su trabajo —respondió la señorita, sonriendo.

Gutts la miraba fijamente, en silencio. Su mirada era idéntica a la que utilizaba para analizar las escenas de los crímenes y para interrogar a los sospechosos. Una mirada persistente, agobiante, que parecía ver a través de todo lo que se le pasara por delante. A mí me recordaba a la de un depredador imprevisible: los ojos te dicen que en cualquier momento va a atacar, pero el resto del cuerpo no. Esa incerteza, esa falsa sensación de seguridad que te hacía encender las alarmas, desarmaba a cualquier persona que fuera objeto de la mirada del inspector. En ese momento, Peter Gutts no existía: era el Toro de la Central en plena faena. No me gustó mucho que hiciera aquello, no quería que Elizabeth se sintiera incómoda.

— Es un hombre de mirada firme, señor Gutts. ¿Me está poniendo a prueba? —lo provocó Elizabeth, mirando fijamente al inspector y manteniendo una inquietante sonrisa.

— Y usted es una mujer con un buen par de ovarios. Hay delincuentes que no aguantan esta mirada más de dos minutos.

— Eso es porque están cargados de miedos y secretos. Yo no tengo miedo ni secretos que esconder, así que no necesito sentirme intimidada.

— ¿Seguro que no tiene nada que esconder? —insinuó Gutts, con un tono pausado y tranquilo.

— ¿Y usted? ¿Tiene algún secreto que no quiera revelar, Gutts?

La mirada de Elizabeth cambió. Se volvió idéntica a la de Gutts. Si soy sincero, me pareció incluso peor que la del viejo. La mirada de Elizabeth tenía cierta malicia. El inspector se quedó patidifuso. No se esperaba que aquella mujer tan afable lo desafiara. A continuación, soltó una sonora carcajada. La señorita Elizabeth volvió a la mirada de siempre.

— ¿Vive sola, señorita Eilburn? —preguntó el viejo.

— Sí, desde que murió mi marido. Si Cross no estuviera aquí, ¡esto sería una reunión de viudos!

Gutts clavó sus ojos en mí de forma sigilosa. La discreta mirada que me lanzó, sin embargo, estaba repleta de furia. La muerte de su mujer no era un secreto, pero no le gustaba que las personas cercanas a él lo fueran contando a la ligera.

— Vaya, he dicho algo que no tenía que decir —se percató Elizabeth, con un tono de voz inocente.

— No se preocupe. Simplemente no me gusta que la historia de mi mujer vaya circulando así como así. No quiero esconderlo, entiéndame, pero tampoco quiero que me lo recuerden.

— Ya le entiendo. Pido disculpas. Para echarle una mano a Cross, le diré que cuando me habló de usted y de su mujer lo hizo con un afecto y un respeto enormes.

Gutts me volvió a mirar. Esta vez se burlaba de mí. Se estaba riendo de mi sentimentalismo. Cuando quería, el viejo era un hijo de puta de cojones.

— ¿Cómo se llamaba su marido, Elizabeth? —preguntó Gutts.

— Xavier Eilburn.

— ¿A qué se dedicaba?

— Era arquitecto.

— ¿Y fue un buen marido?

— Aún hoy día pienso en él y lo echo de menos.

Gutts bajó la mirada y suspiró. Estoy seguro de que en ese momento, Elizabeth y el viejo conectaron. Yo, por mi parte, mantuve la misma estrategia que el día anterior: callar para que los dos desconocidos ganaran confianza.

— ¿Tiene alguna fotografía suya?

— Detrás de usted, encima de la televisión. Es el último retrato que le hice.

El inspector se giró y localizó el retrato. Se levantó y lo cogió.

— Me habría gustado conocerlo, debió de ser un gran hombre. Hoy en día pocos maridos son capaces de mantener una unión tan firme con su mujer.

— No lo dé por perdido. El problema es que los jóvenes de ahora prefieren huir de los problemas antes que enfrentarlos. Nosotros nos conocíamos desde la infancia, y desde que empezamos la relación nos prometimos que duraría para siempre.

— Toda la razón. Es más fácil separarse que reunirse y proponer soluciones.

Con ese último comentario me sentí un poco aludido. Enseguida se me pasó, ya que estaba seguro de que Gutts no lo decía por mí. Tanto él, como Clea, como yo sabíamos que si no me iba de casa el problema habría ido a más. Mi mujer no tenía ninguna culpa, era yo quien debía encontrar solución.

— ¿Y su mujer cómo se llamaba, señor Gutts?

— Margareth Gutts. Tenga, le enseñaré una fotografía.

El nombre de su mujer me sorprendió. Era la primera vez que lo oía, y la coincidencia con Margareth Crown no se me escapó. El viejo devolvió el retrato enmarcado al lugar donde estaba y volvió a sentarse. Se quitó el reloj de bolsillo que llevaba colgado del cuello y, pulsando el botón de la parte superior, lo abrió. En ese momento entendí, por fin, por qué el viejo siempre lo llevaba y por qué lo cuidaba tanto.

— Este reloj pertenecía a mi mujer. Es el único recuerdo, junto con algunas de sus fotos, que me permiten revivir sin sentir dolor los momentos que pasé con ella.

Elizabeth cogió el reloj abierto. Seguía funcionando, y en la tapa exterior tenía enganchada, por el lado interior, una pequeña fotografía de su mujer. Me fijé en ella cuando Gutts lo sostuvo en sus manos antes de dárselo a su interlocutora. En ese retrato Margareth Gutts debía de tener unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años, y sonreía delante de la cámara, con un campo lleno de verdor al fondo. Estoy seguro de que el fotógrafo fue el propio Gutts. Era la primera vez que la veía en persona, pues el viejo nunca me la había descrito físicamente ni me había mostrado ninguna fotografía. Era una mujer rubia, con una melena brillante y un rostro que connotaba dureza, pero que, gracias a esa sonrisa, denotaba delicadeza y alegría. Llevaba un vestido azul muy claro, casi blanco.

— Es preciosa. Por sus ojos, estoy segura de que no fue una mujer fácil de conquistar.

— Y que lo diga. Me llevé unos cuantos gritos e insultos antes de conseguir que me sonriera.

Elizabeth rio y devolvió el reloj a Gutts, que se lo volvió a colgar en el cuello.

— Debo darle las gracias, señor Gutts, por abrirse de esta manera conmigo, a pesar de que nos acabamos de conocer. Siempre he sido de las que creen que, cuando dos personas se conocen, deben mostrar todo lo que tienen.

— Si le soy sincero, no sé cómo lo ha conseguido, pues soy bastante duro de corazón. Pero si lo he hecho ha sido porque me he sentido cómodo. Ha sido muy gratificante.

Ambos se sonrieron mutuamente. Parecían haber acabado. No necesitaban decirse nada más. Seguir hablando del tema sería llenar la conexión que acababan de establecer con información innecesaria. Si alguno de los dos quería más información, ya se la darían en otro momento. En ese instante, habían conseguido entenderse por completo, y con eso ya tenían más que suficiente. Elizabeth me miró, con cierta extrañeza.

— Por cierto, Cross, se ha quedado mudo —dijo.

— No quería romper el buen rollo. Veo que han congeniado, y espero que por parte de Gutts no queden más sospechas.

— Normalmente no me fío de usted, pero esta vez tenía razón. Da mucho ánimo encontrar por fin una persona sincera entre la locura que envuelve a las plumas —respondió Gutts.

Elizabeth rio.

— Ya le dije a Cross que se podía llevar mi pluma cuando quisiera. Llévensela hoy, si lo desean. Pero les tengo que reconocer que me da mucha pena. De vez en cuando todavía la sostengo en las manos y recuerdo los grandes momentos que me ha dado.

— ¿De verdad? —pregunté, sorprendido.

— Cuando la Editora me la dio, yo me encontraba inmersa en un abismo. Usé la pluma una sola vez, y gracias a ella salí de esa situación. Ya no necesito utilizarla más, pero todavía significa mucho para mí. Ah, ¡pero tampoco piensen mal! Se la pueden llevar, estará más segura con ustedes.

Gutts y yo nos miramos y nos pusimos de acuerdo. Si la pluma de verdad significaba tanto para Elizabeth, no valía la pena quitársela porque sí. El único peligro real que existía era el loco de las gafas y, si no se la había quitado antes, tampoco lo haría en esos días. Si todo iba bien, en poco tiempo podríamos deshacernos de él. Me dio curiosidad por saber cuál era el poder de la ploma, pero teniendo en cuenta la forma con la que Elizabeth hablaba de ella, hacerlo era un poco agresivo. Además, preguntándole a la Editora directamente obtendría más información.

— No se preocupe, quédesela. Ya la recogeremos cuando todo haya pasado —dije.

— Gracias —agradeció Elizabeth, con una sincera sonrisa.

— Lo que sí que nos gustaría es saber más sobre otros Escritores y sobre la Editora —pidió Gutts.

Elizabeth suspiró, intentando recordar.

— No les puedo decir mucho sobre los otros escritores, ya que no los he conocido mucho. Con quien más relación he tenido ha sido con Margareth y con Daniel Queen. De los otros no sé casi nada, ya que no han pasado nunca por aquí.

— ¿Y qué nos puede decir de la Editora? —pregunté.

— La conocí hace unos meses. Cuando me dio la pluma, me explicó cómo funcionaba y me aseguró que solucionaría todos mis problemas. No estaba equivocada, pero esa chica no me gustó. Desde entonces, no hemos tenido más relación. He intentado visitarla en otras ocasiones, pero no he podido. Creo que no quiere saber nada de mí.

— Seguramente porque no ha vuelto a usar la pluma. Queen tampoco le gustaba porque utilizaba la suya para temas bastante turbios y que no tenían relación con otros Escritores —puntualizó Gutts.

— Puede ser. ¿Saben? Yo creo que la Editora no tiene la culpa de lo que está pasando.

Gutts y yo nos quedamos parados después de oír las palabras de Elizabeth.

— ¿Por qué lo dice? —pregunté.

— ¿No se ha fijado en ella nunca? Su silueta es triste y errática. No parece la de una chica sana. Sus ojos están llenos de ira y de tristeza y, al menos la primera vez que nos vimos, me transmitió una simpatía y una picardía que parecían fachada. Creo que, en realidad, la Editora está pidiendo auxilio.

Como siempre, la capacidad de observación de la señorita Elizabeth me dejó petrificado. Había visto en un encuentro lo que yo no en más de dos. Y, a medida que iba a argumentando, empecé a darme cuenta de que debía fijarme más en ese ser.

— ¿Puede ser más precisa? —pidió Gutts.

— No puedo serlo mucho, ya que son percepciones personales. Pero piénselo: la Editora entrega a seis Escritores seis plumas con poderes diferentes. No da instrucciones de para qué objetivo deben utilizarlas, pero, según me ha dicho, rechaza a los que la usan de la forma a la que ella no le gusta. Quiere que las plumas se utilicen, pero al mismo tiempo las diseña con efectos secundarios que perjudican a los Escritores e incluso puede provocar que dejen de usarlas. Además, sabe que algunos Escritores van a por ella y, en lugar de detenerlos, les ofrece ayuda e información. Todo en ella es muy contradictorio. Si no tuviera un objetivo concreto, nos daría las plumas y dejaría que hiciéramos lo que quisiéramos. Si persiguiera un fin, lo que sería lógico sería manipular y dirigir a los Escritores para que no se salieran de las líneas marcadas, y establecería las reglas del juego. Pero en todo momento se mueve entre dos aguas. Igual me equivoco y realmente sí tiene un objetivo, pero creo que la Editora es presa de una contradicción que no la deja actuar. Es como si, cuando intentara hacer una cosa, algo dentro de ella conspirara para hacer todo lo contrario.

Gutts y yo escuchábamos en silencio, intentando procesar la información que recibíamos. Lo que decía Elizabeth era lógico, pero no conocíamos a la Editora. Yo seguía manteniéndome escéptico y mis prioridades no cambiarían: estaba seguro de que la Editora no era fácil de comprender y que, mientras tuviéramos encima el peligro de los otros Escritores, profundizar en ella sería imposible. Todo en esa figura roja parecía salir de una historia de fantasía o de ciencia ficción, y prefería no plantearme si tenía un objetivo o no. Para mí, era una entidad superior al entendimiento humano.

— De momento, lo único que sabemos es que no es humana y que reside en una especie de dimensión paralela en la que sólo pueden acceder los Escritores. Y no es el cuerpo físico lo que se transporta a la dimensión, sino que sólo lo hace la mente. El cuerpo entra en una especie de coma, según lo que he observado en usted, Cross. Además, puede actuar en nuestra realidad hasta cierto punto. Puede crear objetos materiales con capacidades sobrenaturales como las plumas, es capaz de mover grandes cantidades de materia y eliminarla (como cuando limpió la ciudad de los cadáveres de las bestias de Queen) y puede actuar en las mentes de la gente, hasta el punto de controlar las acciones de todo un distrito —dijo Gutts, ampliando la información de Elizabeth.

— Enfrentarnos a ella será complicado —afirmé.

— Pues sí —se lamentó Elizabeth—, lástima que yo ahora mismo sea más una carga que una ayuda. Si fuera treinta años más joven, enseguida me apuntaría a la batalla.

— Usted ya ha hecho mucho ampliando la visión que teníamos de la Editora, no se sienta inútil. Espero que Cross se fije en ciertas cosas la próxima vez que la vea —dijo Gutts, mirándome.

— En la vagina no tiene nada de especial, eso es seguro. Es la parte de su cuerpo que más me he mirado.

— Mira que es cerdo, Cross —me insultó el viejo.

Elizabeth rio.

Gutts miró el reloj. El tiempo había pasado volando y ya era casi la una del mediodía.

— Señorita Eilburn, nos gustaría quedarnos todo el día con usted, pero tenemos trabajo y estoy seguro de que usted es de las que almuerzan pronto —empezó a despedirse Gutts.

— Pues sí, la verdad es que tendría que empezar a hacer la comida.

— Ha sido un placer conversar con usted. Ya pasaremos otro día y seguiremos charlando.

— Estaré encantada de recibirlos en cualquier momento. Pórtense bien, no querría que se hicieran daño.

— Descuide, sabemos cuidarnos, aunque no siempre lo parezca —declaré.

Elizabeth rio una última vez antes de despedirnos. Cerramos la puerta de la casa y salimos del jardín. Subimos al coche y empezamos el viaje de vuelta a casa.

— ¿Qué le ha parecido la señorita Elizabeth? —pregunté a Gutts mientras conducía.

— ¿No lo ha notado? Una mujer fantástica, la verdad. Tenemos que visitarla más veces.

— Ya le había dicho que no teníamos que preocuparnos por ella.

— Tiene razón, pero...

Un sentimiento de extrañeza me recorrió toda la cara.

— ¿Pero...? —pregunté.

— Hay algo que no me encaja en ella. No sé qué es, pero algo no me acaba de gustar.

Todo mi cuerpo se congeló. Era demasiada coincidencia que tanto Eve como Gutts compartieran la misma opinión.

— ¿Pero no ha dicho que le parece una mujer fantástica?

— Y lo es, no lo dude. Pero mirándola he tenido una sensación extraña, como si la fachada que es su cuerpo ocultara algún secreto. He sentido esta sensación con más intensidad cuando le miraba los ojos un rato. Era como si pertenecieran a otra persona.

Como con mi hija, callé para reflexionar. Durante el resto del trayecto no volvimos a decirnos nada. Elizabeth ocupó nuestros pensamientos.

Al llegar, cada uno entró en su casa para hacerse el almuerzo. Nos esperaban una tarde y una noche moviditas.

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