Balada por la muerte de una doncella
Tras abrir los ojos, vislumbré de nuevo mi caída. La isla en medio de aquel pozo se alejaba cada vez más. Mi mejilla seguía ardiendo, y mi cuerpo se estremecía al desconocer qué habría en el fondo de semejante fosa. Alargué el brazo derecho, intentando sujetarme a algún elemento ficticio que por azares del destino decidiera salvarme.
Otra mano respondió a mi gesto. Me agarró y tiró de mí. Y en un instante, volvía a estar allí. En mitad de esa hierba mal puesta. Rodeado del agua que se precipitaba hacia el abismo. Con la Luna iluminando un mundo diminuto.
A mi lado, la bestia. Ella me había salvado. Me miraba con sus ojos enfurecidos, sin hacer amago de querer dirigirme ninguna palabra.
— ¿Por qué me has salvado?
— Me lo ha pedido él.
Señaló hacia el fuego. Entre los llameantes escombros, rodeado de las ruinas incendiadas, como si el fuego no pudiera hacerle daño, un niño. Yo, con diez años.
253 era la rabia nacida del orfanato.
Kyle Cross era la personalidad copiada al viejo Arnold.
Y ese niño era la tabla en blanco sobre la que se escribieron ambos.
Desperté con un sobresalto, encerrado en aquellas sábanas empapadas por el espeso sudor que recorría mis poros. Me levanté, sin más. No deseaba pensar en lo que acababa de ver. Me di una ducha fría y procedí a hacerme el café. Eran las siete de la mañana, temprano incluso para el ahora difunto Toro. Mientras la cafeína recorría mi garganta, eché un vistazo al desastre. Costaría una millonada arreglar la casa. Pero tardaría en hacerlo. De momento, ese destrozo era un aviso. Una advertencia de lo que podía ocurrir si la bestia despertaba de nuevo.
Volví a mis planes originales. Elizabeth estaba muerta. Iba a vengarla. Con ayuda de 253 o sin ella. Y para ello necesitaba localizar a ese cabrón. Pero no teníamos nada. Nos había engañado desde el principio. Estábamos en la palma de su mano. Debíamos escapar de ella y sorprenderlo. ¿Pero cómo?
Salí de casa. Necesitaba seguir pensando. Y sólo en movimiento podían funcionar mis pensamientos. Caminé hasta la parada del bus, poniendo el foco de mi mente en el sujeto de las gafas. Pensaba también en Gutts, y en su historia. La sentía tan cercana, tan ligada a la mía, que mi cuerpo ardía con tan sólo recordarla. El viejo y yo somos débiles. Incapaces de superar las pérdidas. Y, a pesar de ello, admiraba más que nunca al inspector, por su tesón a pesar de su debilidad. Por convertirse en verdugo de sí mismo. Yo no sería capaz de ello. Huiría, pues era y soy incapaz de luchar contra mis demonios. Perder a Clea o a Eve, en cualquier circunstancia, acabaría con mi vida. Ni siquiera tendría la fuerza de Gutts para obligarme a vivir. En el fondo, soy un cobarde que finge luchar. Ahora lo veía, cuando la bestia estaba desatada. Mi deber era luchar contra ella, destruirla. Pero sin ella perdería el recurso necesario para enfrentarme a mis enemigos. Y así, me maldecía sin hacer nada. Ponía palos en las ruedas, tanto a 253 como a mí mismo. Yo era el causante de mi propia inutilidad. La inutilidad que mató a Elizabeth.
Si dejaba que la bestia tomara el control, perdería a Clea y a Eve. Si la destruía, mis enemigos tendrían vía libre para acabar con ellas. Y el equilibrio entre ambas situaciones sólo conseguía que otros se aprovecharan de mi debilidad, al tiempo que el monstruo se enfurecía.
Por fin llegó un vehículo. Al ver su número sentí un pinchazo en el estómago. Era justo el autobús que no quería ver. Porque era precisamente el que cogía para ir a ver a Elizabeth.
Subí en él, empujado por un impulso. Como si mis piernas creyeran que todo seguía como siempre y que la anciana me esperaría con su preciosa sonrisa. Y así, mi cabeza se puso en pausa mientras duró el viaje, autoengañada. Por alguna razón que no entendía, mis piernas temblaban, impacientes y nerviosas.
Me planté ante la casa de Elizabeth una vez más, deseando verla de nuevo.
Pero Elizabeth seguía muerta. Las cintas de la policía me devolvieron a la realidad.
Me sentía solo. Necesitaba ayuda. Un auxilio que sólo aquella figura materna podía darme. No quería hablar con Clea, acabaría haciéndole daño. Gutts no podría entenderme. Queen era una bestia en sí misma. En una situación como aquella, sólo podía contar con alguien como Elizabeth. Pero no estaba. Me quedé mirando la entrada ese patio tan bonito y acogedor. Solo. El ladrido de un perro cercano era la único que rompía el silencio.
— Es una casa muy barroca. Fea a matar.
Oí aquella voz, y sentí el grito de la bestia en mi interior. Mi brazo salió disparado sin que mi mente tuviera tiempo siquiera de procesar qué acción pretendía llevar a cabo.
Pero el puñetazo falló. El hijo de puta había desaparecido, como siempre. Estaba detrás de mí.
Al girarme recibí yo un golpe en la cara. Y su responsable se retiró rápidamente. Al ubicarme de nuevo, saqué la pistola y apunté rápidamente al frente. Pero al ver a quién tenía delante del cañón, me detuve. El desconcierto paralizó junto con el resto del cuerpo el dedo que debía apretar el gatillo.
A quien tenía en la mira era a la chica de cabello blanco. Con los brazos extendidos y una furiosa mirada, protegía al cabrón de las gafas. El hijo de puta sonreía. Despertó en mí el irrefrenable deseo de destruir esa sonrisa de un balazo. Reventar sus dientes a golpes de culata. Pero un obstáculo me lo impedía.
— ¿Qué cojones haces protegiendo a ese cerdo? —grité, exigiendo una respuesta ante una situación tan dantesca. Mi piel empezó a arder.
La chica, Anna si no recordaba mal, no movió ni un músculo.
— Él tiene la luz más bonita que he visto después de la del Sol. No voy a dejar que la apaguéis.
Deseaba arrollarla. Disparar y quitarla de en medio. Pero no debía hacerlo. Me agarré la muñeca, en un intento por controlar mis impulsos. Mi mirada se enrojeció.
— Es un asesino. ¿Eres consciente acaso de por quién estás arriesgando la vida?
— Tiene la luz que tú jamás tendrás. Y con eso me basta.
Puto diálogo de besugos. No me llevaría a nada hablar con esa imbécil. Debía encontrar una forma de sacarla de escena.
— Bueno, Kyle Cross, nosotros sólo veníamos a saludar. Mándale recuerdos a Elizabeth.
Y un estallido salió del cañón. Un acto reflejo. Oí su nombre pronunciado por ese monstruo y la bestia disparó. Sin más.
Pero ya no estaban. Se habían esfumado. Corrí hasta su posición y miré a los alrededores. Di varias vueltas al vecindario. Pero no los encontraba. Siempre se escapaba.
Golpeé la pared con el puño. Varias veces. Lo sentía. Habían frustrado mi venganza, y el monstruo de mi interior seguía rugiendo. Me mordí la muñeca como mecanismo de autocontrol hasta que la sangre manchó mis dientes, y ni siquiera el dolor era capaz de devolverme a la cordura. Mi cuerpo me pedía que colgara sus cabezas en las farolas. Que machacara todos sus dedos a mordiscos. Que desgarrara sus piernas con mis manos. Mi mirada se enrojeció una vez más. Y las manchas de sangre aparecieron por mi piel, abrasándola. Iba a explotar. No era capaz de aguantarlo.
Unos ladridos congelaron temporalmente mi furia. Miré detrás de mí. Era el perro que hasta hacía poco taladraba el silencio del barrio con sus ruidos. Esta vez me ladraba a mí, alterado.
Un perro. Justo lo que necesitaba.
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