Aquí empieza la acción de verdad
Eran las nueve de la mañana cuando sonó el despertador. Era sábado, así que tenía que ir a buscar a Eve, mi hija. El domicilio de mi mujer estaba bastante lejos y yo no tengo coche, así que me tocaba caminar.
Mi mujer se llama Clea y llevábamos dos años separados. Antes vivíamos los tres juntos en la misma casa (la casa en la que vivía y vive mi mujer). Ella trabaja en una oficina, aunque no sé de qué.
Clea es, ha sido y será la primera y última mujer a la que he querido y querré en toda mi vida.
Se podría decir que los años en lo que vivimos todos juntos fueron los más felices de mi vida. Pero durante esa época me obsesioné demasiado con mi trabajo (entonces yo ya era detective privado), de forma que, cuando llegaba a casa a las doce de la noche, Clea y yo acabábamos discutiendo. Ella estaba harta de que yo no pasase por casa y que las ignorara, mientras que yo quería que entendiera la importancia del caso que tenía entre manos y que aquella situación sólo era temporal. Al final, en una fatídica noche de lluvia, en medio de una discusión, dominado por los nervios y movido por un odio irracional que no he vuelto a experimentar, le pegué una bofetada. Ella cayó al suelo y yo me quedé estupefacto, asustado de lo que había hecho.
Aquella noche dormí en el sofá y, la mañana siguiente, me fui de casa. No lo hice porque estuviera enfadado, sino porque tenía miedo de que el asunto se me fuera de las manos. No quería saber qué le acabaría haciendo a Clea si el conflicto continuaba. Así, después de pasar unos días durmiendo en mi oficina mientras pensaba en qué hacer (sí, tengo una oficina porque soy un tipo más profesional de lo que creías), decidí volver a mi piso de soltero en el bloque en el que vive Gutts. Una vez instalado, decidimos con mi mujer que podría ver a Eve los fines de semana. Desde entonces, nuestra relación ha sido muy extraña. No nos llevamos mal, pero para nada es lo mismo que antes.
Y, después de rememorar esta parte de mi vida, llegué a casa de mi mujer. Llamé al timbre y me abrió Eve, que inmediatamente se abalanzó sobre mí.
— ¡Hola papá! —gritaba.
Eve era una chica de cinco años muy enérgica. Era consciente de que la relación entre sus padres había cambiado, pero siempre mostraba una sonrisa. Tenía el cabello negro de su madre y mis ojos oscuros. No le gustaba llevar el cabello largo (seguramente heredó esta manía de su madre), así que como máximo lo llevaba a la altura de cuello. Aquel día se había puesto un vestido blanco que le quedaba muy bien.
A su espalda apareció su madre. Clea era una mujer alta y delgada pero con curvas, cosa que la hacía muy atractiva. A todas horas le decía que tenía que engordar un poco (siempre he pensado que a los hombres de verdad nos gustan las "guitarras españolas), pero ella se lo tomaba como una broma. Su cabello es largo y de color negro, pero siempre lo lleva recogido en una coleta. Yo le insistía que estaba más guapa con el cabello largo, pero de igual forma pasaba de mí. Tenía los ojos azules, muy brillantes. De hecho, en aquel momento me pareció que el color de sus irises se parecía al de la tinta de la pluma. Era una mujer inteligente y con mucho sentido del humor (es capaz de aguantarme, y eso ya es mucho), pero tenía la habilidad de adoptar una actitud seria en cualquier momento. Me gustaría revelar su edad, pero me mataría si lo hiciera. Aquel día llevaba una camiseta roja y unos vaqueros.
— ¿Qué haréis hoy? —me preguntó.
— Supongo que la llevaré al parque, pero todavía lo tengo que decidir. ¿A qué hora la quieres en casa?
— Me gustaría que estuviera aquí antes de las nueve.
— De acuerdo, no te preocupes.
Desde que nos separamos, ella siempre me miraba intentando evitar mis ojos. Me hablaba con una voz tímida y mostrando una discreta sonrisa. No mentiré si digo que yo hacía lo mismo. No me veía con fuerzas para tratarla con la misma confianza de antes.
Así, Eve y yo nos despedimos de Clea y planeamos qué haríamos
Durante la mañana fuimos al acuario de la ciudad y nos entretuvimos poniéndoles nombres grotescos a los peces que nadaban por ahí. No sé si es bueno o malo, pero mi hija había heredado el humor de su padre y se divertía haciendo locuras impropias de una chica típica de cinco años. Para ponerte un ejemplo: dos actividades recurrentes que practicábamos eran ir al parque a lanzar piedras a los perros y comprar pintura para teñir a las palomas. Al mediodía fuimos a comer a un restaurante japonés y durante la tarde paseamos por la ciudad poniendo verde a todo aquél que llamara nuestra atención.
Ya empezaba a ponerse el sol cuando decidimos volver.
— ¿Cómo ha ido? —me preguntó Clea al llegar.
— Bien, hemos ido al acuario y después hemos paseado —respondí, con la cabeza baja y lleno de nervios.
— Ya... ¿Y no te la quedarás el fin de semana?
Aquella pregunta me alteró. Seguramente era como cualquier otra y sin ninguna mala intención, pero yo me la tomé como un reproche, cosa que aumentó mis nervios.
— Gutts y yo estamos en un caso complicado. Ya me ha dado la mañana y la tarde del fin de semana libres, así que a cambio quero ayudarlo durante la noche. Espero que no te moleste.
Mentí. Eve podía pasar el fin de semana en mi casa perfectamente, pero mi hija era un nervio lleno de curiosidad, y conocía mi piso hasta el último milímetro. Si llegara a encontrar la pluma lo tendría complicado, ya que, aunque fuera pequeña, no era idiota. Quizá podría engañarla con alguna ficción, pero si después se lo comentaba a Clea todo se iría al carajo. Mi mujer era lista como el hambre, y cuando detectaba algo que se salía de la normalidad enseguida investigaba.
— Pues nada, qué le vamos a hacer... Tú y el trabajo —dijo, después de un suspiro cargado de decepción.
Aquello fue un golpe fortísimo. No supe qué contestar, así que, secamente, nos despedimos y emprendí la vuelta hacia mi piso. Por suerte, el camino y un cigarro me animaron un poco.
Las calles estaban vacías, así que el silencio y la luz del atardecer eran todos para mí. Cuando ya llevaba un rato recorriendo el anaranjado asfalto, vi aparecer una pequeña figura.
Era una chica de cabello largo y rubio, con unos ojos azules y encendidos. Sus facciones, sin embargo, estaban apagadas y sólo transmitían agotamiento y una extraña rabia. Llevaba un vestido medio roto de color amarillo. En su mano derecha, un extraño objeto reflejaba la luz el sol y la convertía en un rayo morado. Avanzaba hacia mí, y pronto me di cuenta de lo que era aquel objeto tan brillante.
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