Capítulo 5
Pesadilla: mal sueño que produce fuertes sensaciones de miedo, terror, angustia o ansiedad.
Las semanas luego del accidente de Wes estuvieron llenas de pesadillas. Él estaba vivo, pero había sufrido una ruptura en el fémur derecho, que lo mantendría fuera del circuito de cuatro a seis meses, si se sometía a una rigurosa rehabilitación. O al menos eso había escuchado Jodie en las noticias y leído en los reportajes.
¿Seguiría en Bournemouth o habría escapado a algún lugar al otro lado del mundo? ¿Estaría solo o habría alguien apoyándolo? ¿Qué estaría pensando?, ¿qué estaría sintiendo? Jodie se sentía miserable por no saber las respuestas a sus preguntas y se torturaba a sí misma con pesadillas del accidente. Solo podía estar segura de la añoranza que sentía al no verlo entrar en la cafetería cada mañana.
Ella suspiró.
—¿Todo está bien, Di-di? —preguntó Ada, ingresando en la cocina. Su voz era suave, pero tenía un rastro de preocupación.
Jodie se recuperó de inmediato y esbozó una sonrisa; no quería que su amiga se preocupara. Había compartido con ella y Noah los sucesos de aquella noche en la playa. Luego del accidente, Jodie percibió que sus amigos no la dejaban ni por un segundo, como si temieran que fuera a hacer alguna locura.
Quizá había sido una buena idea no decirles sobre la maldición.
—La señora Pryce quiere verte —le informó Ada.
Asintió y caminó hacia la oficina de la dueña. La mujer estaba al teléfono, pero la saludó con una sonrisa, y le hizo una señal para que se sentara y esperara.
—Querida, ¿trabajaste en las muestras de pastel para el aniversario de bodas de Teresa?
Teresa Armagnac era la hermana mayor de la señora Pryce e iba a celebrar sus bodas de Coral dentro de tres semanas. Jodie conoció a la mujer en una ocasión anterior y fue muy agradable.
—Sí, están listas y empacadas —respondió Jodie con una sonrisa.
—Perfecto, le dije a Teresa que reservara un espacio para ti hoy. Puedes irte antes del té de la tarde. Dijo que te iba a estar esperando. Gracias, Jodie.
Ella se despidió de su jefa.
Regresó a su estación de trabajo y terminó de decorar la última tanda de dulces para esa tarde; también limpió su puesto e instrumentos de cocina. Un cuarto antes de las cuatro colgó el gorro y la chaqueta del uniforme y se despidió de todos.
Un taxi estaba esperándola afuera. Jodie le dio la dirección y se sorprendió de que el recorrido fuera corto. El auto se detuvo en uno de los condominios más lujosos de Bournemouth, junto a la playa. No se sorprendió; Teresa Armagnac era una actriz de teatro reconocida que estaba retirada y su esposo, Ivo Armagnac, era un famoso novelista y guionista francés.
Jodie le agradeció al taxista y bajó con cuidado, apilando las cajas contra su pecho. Cuando entró al lobby, uno de los recepcionistas comprobó sus datos y le dio indicaciones. El condominio tenía doce pisos individuales; la señora Armagnac y su esposo vivían en el último, el penthouse.
Una mujer baja y con rostro afable abrió la puerta. Jodie la siguió mientras recorría con la mirada las habitaciones. Era el departamento más hermoso que había visto; elegante y refinado, con estilo victoriano y barroco: todo estaba decorado con una mezcla de blanco, gris y celeste; había cuadros antiguos, alfombras con diseños florales y sillas talladas, lámparas con cristales preciosos guindadas del techo y candelabros de oro.
Solo recordaba haber visto algo tan magnífico cuando su madre le compró la película de La Bella y la Bestia, de Disney.
La mucama dirigió el camino hasta una terraza exterior, donde había un jardín y una mesa circular para el té.
—¡Jodie, querida! —saludó la señora Armagnac.
Ella sonrió, pensando en cómo se asemejaba a su hermana.
—Gracias por hacer esto por mí, aunque la cafetería te mantenga ocupada. Pero sabes que me encantan tus dulces y estoy emocionada —dijo la señora Armagnac; luego hizo una pausa como si recordara algo importante—. Siéntate, cariño, es la hora del té.
Jodie esbozó una débil sonrisa y su mirada recorrió la mesita servida con platillos repletos de scones de mermelada, bocadillos salados y pasteles de carne. La vajilla era impresionante y completaba la decoración con una tetera de flores.
Teresa le ofreció una taza de té negro, leche y unas rodajas de limón.
—Probemos que tienes para mí.
Jodie acomodó las muestras de pastel sobre la mesa y le tendió una cajita a la vez; había elaborado seis muestras basadas en los gustos de la mujer. Teresa estaba encantada y cada nueva muestra conquistaba su paladar. Jodie se sintió contenta, al menos lo más contenta que se había sentido en un tiempo.
La tarde transcurrió rápido y Jodie disfrutó la compañía de la señora Armagnac. La mujer era amable, graciosa y siempre tenía anécdotas divertidas que contar.
—Eres bienvenida cuando quieras. Avisaré en el lobby para que no tengas problemas para ingresar.
Jodie asintió.
—Gracias por el té y las anécdotas. —Recogió las cajas restantes antes de despedirse y se marchó.
La señora Armagnac se quedó con sus dos opciones favoritas para que su esposo también diera su opinión al respecto. Llamaría a Jodie cuando tomaran la decisión final.
Jodie bajó del ascensor en la planta baja y caminó despacio, intentando apilar los contenedores. Sin embargo, su mano debió tropezar con una caja porque lo siguiente que vio fue un desastre de pastel a sus pies. Soltó un grito ahogado, entre mortificada y avergonzada, y se agachó para intentar limpiar el lío.
Los ladridos la tomaron desprevenida, al igual que el can que se abalanzó sobre ella. Soltó otro grito, asustada, y cayó sentada hacia atrás, protegiéndose la cara. De inmediato reparó en que el hermoso labrador tenía la intención de llenarle la cara de lametazos, y no de lastimarla. Jodie rio y sostuvo su cabeza para mirarlo.
—¡Darth, no te adelantes! ¡Ven acá!
Jodie se quedó sin aire al reconocer la voz. Levantó la mirada, al mismo tiempo que Wes aparecía en el pasillo desierto de ascensores. Cuando sus ojos se encontraron, Jodie supo que la reconoció porque sus ojos verdes se oscurecieron. Su corazón latió con furia mientras su mirada embebía cada detalle de él.
Wes lucía tan atractivo como la última vez que se vieron. Llevaba una gorra negra con el logo de su escudería, una camisa negra con mangas remangadas y unos jeans.
Nunca imaginó encontrarlo en ese lugar. Lo que más le impactó fue verlo en una silla de ruedas.
—Wes... —susurró. Tenía muchas preguntas, pero las palabras no escapaban de ella.
Él se detuvo y su mirada también la recorrió, provocando que las mejillas de Jodie se encendieran y se sintiera muy consciente de sus cabellos despeinados y sus dedos manchados de pastel.
—Al parecer Darth sigue teniendo una debilidad por tus dulces —comentó él. Esta vez su voz no sonó divertida; había seriedad y una amargura inesperada en él.
Jodie se levantó mientras Darth seguía comiéndose el pastel fuera de las cajas.
—Está bien, solo eran muestras —dijo ella con una sonrisa, intentando ignorar la tensión que se había instalado entre ellos—. Qué... qué bueno verte.
La mirada profunda de Wes comenzó a ponerla nerviosa. Creyó que él no diría nada más, pero su voz la alcanzó:
—¿Y cómo has estado?, ¿bien?
Jodie sonrió.
—Sí, todo bien. Gracias.
Wes apartó la mirada.
—¿Tú... tú estás bien? —preguntó ella.
—Trato de estarlo —masculló Wes.
Jodie asintió.
De pronto quiso decirle muchas cosas; como que extrañaba verlo en la cafetería por las mañanas, que no importaba que no hubiera ganado en Australia, que quería estar cerca de él... Sin embargo, intuía que Wes no quería oír nada de eso.
—Escuché que estás haciendo rehabilitación. ¿Cómo va eso? —inquirió con tacto.
Él se encogió de hombros.
—Continúa. Tengo días buenos y días malos.
El corazón de Jodie dolió. Aun así, esbozó una sonrisa.
—¿Y hoy es un día bueno o...? —sus palabras fueron interrumpidas por una voz masculina detrás de Wes.
—Wes, ¿pero qué haces ahora? ¡Tenemos la terapia en cinco minutos!
Jodie alzó la mirada. El recién llegado era un hombre alto y musculoso, quizá un poco mayor que Wes. Su rostro era apuesto: facciones marcadas y rectas; cabello castaño oscuro, lacio y un poco largo; luminosos ojos azules y una mandíbula fina cubierta por una barba bien recortada. Tenía un estilo fresco, pero al mismo tiempo con gracia. Su mirada transmitía un sinfín de paciencia y tranquilidad.
Cuando llegó hasta ellos, sonrió y saludó a Jodie con dos besos, uno en cada mejilla. Al apartarse, ella tenía el rostro como un tomate.
—¿No vas a presentarnos? —preguntó el hombre.
—No —masculló Wes—. Así que no invadas su espacio personal.
El recién llegado rio, y Jodie se sorprendió por la dureza en la voz de Wes, quien no sonrió.
—¡Vamos, Wes, si somos amigos!
—Hasta donde sabía eres mi fisioterapeuta. —Se cruzó de brazos y su rostro se tornó frío.
El otro hombre sonrió sin inmutarse por el tratamiento que estaba recibiendo. Le dio una palmada amistosa a Wes en el hombro y sonrió.
—¡Tan malhumorado como siempre! Te esperaré en el departamento —dijo. Antes de irse, miró a Jodie—. Soy Yves Burnette.
Ella reaccionó.
—Jodie Sinclair.
—Todo un placer, Jodie. Nos vemos.
Jodie se despidió y observó cómo se dirigía hacia los ascensores.
—¿Por qué estás aquí? —inquirió Wes de forma casi brusca.
El tono de su voz no era diferente al que había usado con Yves, y Jodie se puso tan nerviosa que ni siquiera pudo continuar mirándolo a la cara.
Sus ojos no eran como antes. Su expresión había cambiado; ahora había frustración, enojo y frialdad en el verde cálido de sus ojos. Ya no quedaba rastro del brillo divertido en sus orbes, de su postura relajada o de la sonrisa insinuadora de sus labios. Algo se había transformado en Wes y Jodie no sabía qué hacer o decir para ayudarlo. Dolía no poder sanar aquello que estaba roto en él.
Al final, ella contestó a su pregunta, pero la emoción de volver a verlo se apagó en su interior, y deseó huir. Quizás Wes también percibió sus pensamientos, porque se aclaró la garganta y llamó a Darth para que estuviera a su lado. Estaba por despedirse; Jodie se adelantó:
—Ya tengo que irme. —Quiso esconder las emociones en su rostro, pero no se sintió capaz—. Espero que te mejores.
Se agachó para recoger el desastre de las cajas. Sus dedos temblaban y sentía una fuerte presión en el pecho, que la hacía sentir desesperada y frustrada.
«No llores, por favor», pensó, y odió su propia sensibilidad. Era lo peor que podía sucederle en ese momento.
—Jodie...
Sus ojos se encontraron y se estremeció.
Él quería decir algo más; ella podía verlo en sus ojos y casi lo sentía en su corazón, como si su alma intentara hablar con la suya, pidiendo ayuda sin palabras.
«¿Me necesitas? Dímelo. Dímelo y me quedaré».
Wes apartó la mirada.
—Cuídate. Adiós —murmuró.
Llamó a Darth y se alejó en silencio, dejándola atrás junto a su estúpido corazón roto.
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