Capítulo 1

«Amor a primera vista: enamoramiento que se produce en el primer encuentro, de forma instantánea e inesperada entre dos desconocidos». Jodie Sinclair sabía el significado de memoria; lo había aprendido cuando apenas era una niña, y las mujeres de su familia usaban esas cuatro palabras más que los modales. En ese entonces, ella solía contemplar las conversaciones de los adultos con ojos agrandados por la curiosidad.

Y así había presenciado un sinfín de corazones rotos.

Su familia era enorme; tenía muchos tíos, primos y parientes lejanos. Su árbol genealógico era indescriptiblemente largo y antiguo, pero en su mayoría estaba compuesto por mujeres; una fila interminable de mujeres con corazones rotos. Y, por algún motivo que Jodie nunca había terminado de comprender, cada una de ellas terminaba llorando y gritando en la cocina de su casa. Había otros lugares —todos vivían relativamente cerca—, pero, la pequeña cocina de su casa en Cornualles siempre era el lugar designado para el quebranto de los corazones.

A pesar del llanto, el dolor y las mujeres un poco desquiciadas, había tenido una infancia agradable, llena de risas y mucho amor; quizás por ese motivo las mujeres seguían yendo a su casa. Cada vez que esto sucedía, Jodie y sus tres hermanos mayores solían irse a jugar al parque con su padre, mientras su madre intentaba tranquilizar a la pobre mujer Sinclair que había tenido la buena —o mala— suerte de enamorarse.

Neil Sinclair, con su personalidad tranquila y una inagotable paciencia gracias a su oficio de profesor, siempre sonreía y decía que todo estaría bien, que no debían preocuparse. Sin embargo, Jodie sabía que se equivocaba y que sus palabras eran la peor mentira blanca. Para él era fácil decirlo, al igual que para sus hermanos lo era aceptarlo. Después de todo, ellos no estaban malditos.

Jodie había aprendido sobre la maldición una tarde cuando había bajado a comer helado sin permiso. Pero ahí estaba, a punto de ser descubierta por su madre y su tía más joven, Kirsten, que no dejaba de llorar.

Ella y su helado habían tenido que ocultarse en un armario vacío hasta que las mujeres se marcharan. Se sintió victoriosa en ese momento; a los siete años, cualquier travesura te llena de satisfacción.

Lo que descubrió entonces cambiaría su vida para siempre.

—Esta maldición va a destruirnos a todas —dijo su tía.

—No seas tan dramática, Kirsten. Las cosas mejorarán —intervino su madre—. Piensa en positivo; pudiste encontrar al amor de tu vida, tu alma gemela. Muchas personas no lo consiguen, pero ustedes...

—¿Y qué? ¿De qué sirve si no podemos conservarlo? —se quejó Kirsten entre lágrimas—. Para ti es fácil decirlo, Roslyn; no eres una Sinclair. Neil tuvo suerte de encontrarte y conservarte; la maldición no afecta a los hombres, pero... ¿Y Jodie? ¿Serás capaz de decirle estas mismas palabras cuando se enamore a primera vista de su alma gemela y su corazón se quiebre cuando sepa que jamás va a ser de ella, que nunca tendrá un final feliz?

Ante el silencio de su madre, Jodie comprendió que era verdad.

—Estamos condenadas, Roslyn, lo has visto; cada una de nosotras. Si no nos mata el corazón roto, lo harán los accidentes. Estamos perdidas.

Y esta vez su madre no la contradijo.

Luego de eso, Jodie no volvió a escuchar conversaciones a hurtadillas y tuvo pesadillas por años.

Cada vez que una mujer Sinclair llegaba a la casa, Jodie quería huir. No le gustaba ver a sus parientes tristes; sin embargo, se quedaba. Preparaba té, les ofrecía una galleta de vainilla y esbozaba la sonrisa más grande y brillante que pudiera conjurar. Y todas y cada una de esas mujeres sonreían con melancolía y acariciaban su cabeza. «No te enamores», decían. «Eres una niña muy buena». Su tacto se volvía casi lastimero, como si pudieran predecir un futuro en el que ella también sufriría.

Jodie nunca le había dicho a su madre que sabía de la maldición y siempre había fingido indiferencia con respecto a los corazones rotos. La única persona que supo su secreto fue su abuela.

Cuando la mujer enfermó, Jodie se había ofrecido para acudir a la pequeña finca y cuidar de ella.

Amaba a su abuela, no solo porque solía enseñarle a hacer dulces y subía el volumen de la radio o ponía a andar el tocadiscos para que ella bailara, sino porque era la única mujer Sinclair a la que nunca había visto llorar por un corazón roto.

—Perdí a tu abuelo en el ejército cuando aún lo necesitaba —decía—. Pero fue el amor de mi vida. Era mi alma gemela. No tengo por qué llorar ni maldecir porque esta maldición puede destruirnos o hacernos más fuertes. Así que sonríe, cariño. No vivas con miedo, vive una vida con esperanza.

Su abuela murió cuando Jodie tenía diecisiete años.

Ese día llovió durante toda la tarde y el cielo se mantuvo oscuro y gris. Ella se quedó con su libro de repostería, los recuerdos compartidos y su sueño: tener una pastelería.

Jodie se despidió de sus padres ese mismo verano y se trasladó a Bournemouth, una localidad que estaba a tres horas de su hogar. Su abuela había vivido en la ciudad durante su juventud y era donde había conocido a su abuelo, Thomas Sinclair, un joven americano que había viajado a Inglaterra en un corto viaje que cambió su vida de formas inesperadas.

Su abuela siempre solía contarle historias de ambos; sobre su romance, sus aventuras, y lo hermosa que podía llegar a ser la vida cuando estabas con la persona correcta. Por eso, Jodie había dejado de vivir a través de las palabras y se había instalado en un departamento minúsculo como una caja de fósforo, que no podía hacerla sentir más feliz y orgullosa de sí misma.

Al poco tiempo, comenzó su sueño de convertirse en repostera e inició un programa de cocina en una escuela modesta. Aunque sus padres aún se mostraban inseguros y Jodie no sabía si su sueño produciría resultados cuando hizo su primer dulce, inspirado en su abuela, supo que había tomado la decisión correcta.

Pero la vida no fue fácil.

Luego de la escuela de cocina y cursos y más cursos sobre distintos tipos de repostería, muchas puertas se cerraron en su cara, una tras otra. Ningún restaurante exitoso o famoso quería aceptar a una joven repostera de solo veintiún años, sin experiencia laboral y con ideas un poco descabelladas. Sin embargo, Jodie no se rindió; rendirse no estaba en su vocabulario. No había soportado ver tantos corazones romperse para ahora comportarse como una debilucha.

Ella perseveró, sin importar cuántas puertas se le cerraron. Estaba tan decidida a conseguir un trabajo de repostera y quedarse en Bournemouth que, cuando alguien esperó a escucharla antes de cerrarle la puerta, fue como un sueño hecho realidad.

—Me agradan tus creaciones, Jodie —dijo la encargada—. Son originales y tienen un sabor increíble. Además, tienes un aura vibrante y llena de vida. Eres justo lo que este lugar necesita.

Little Paradise era una pequeña cafetería familiar recién abierta, cerca de la zona playera de Bournemouth. Era mucho más de lo que Jodie esperaba, así que aceptó. Gracias a ello, pudo mudarse a un departamento sencillo pero un poco más grande, en el norte de la ciudad. También compró unos muebles nuevos, decoró su cocina y compró un nuevo rascador para su gato.

Su familia estaba orgullosa. Ella estaba orgullosa. Su vida había alcanzado un equilibrio, su carrera se había desarrollado y era feliz. Trabajaba haciendo lo que más amaba, en un lugar donde se sentía segura y especial a la hora de elaborar sus dulces.

Atrás habían quedado los recuerdos de corazones rotos y pensamientos sobre su legado familiar; los miedos y contradicciones sobre aquella maldición tan peculiar. Pero no podía fingir que no existía.

Jodie pensaba muy poco en su postura con respecto a la maldición. Se había concentrado en su familia, en su carrera, en ella; no había tenido mucho tiempo para considerar el romance. No es que nunca hubiera tenido una cita, simplemente ninguna había sido... memorable.

Durante la escuela se había esforzado por llevar una vida normal, como la de cualquier otra chica. No evitaba a los muchachos de su clase; no desviaba la mirada cuando alguno se acercaba a su casillero o le hablaba en el bus. Ella era amable y simpática con todos, al menos con los pocos que se atrevían a acercarse a la hermana pequeña de los chicos Sinclair.

Incluso había asistido a su baile de graduación con Adrien Elis, miembro del equipo de volley y estudiante promedio. Tenían mucho en común y él era agradable y guapo; había albergado esperanzas porque Adrien le gustaba y la hacía reír. Pero cuando él besó sus labios aquella noche, en la pista de baile, Jodie no sintió nada; ni la más mínima chispa, ni el más débil anhelo.

En los siguientes años, su vida amorosa fue bastante monótona y aburrida. Jodie no temía salir con hombres. No obstante, sus escasas parejas posteriores a Adrien terminaron de la misma forma: sin despertar ninguna emoción en su cuerpo o en su corazón; sin llenar el espacio que sentía.

A veces se recriminaba el hecho de que le importara no enamorarse porque... ¿Realmente quería encontrar a su alma gemela luego de presenciar a tantas mujeres afrontar el dolor de un corazón roto? No estaba segura, e intuía que no sabría la respuesta hasta que no estuviera en los zapatos de las otras. Si debía ser sincera, había momentos donde deseaba encontrarlo, pero había otros donde la razón se sobreponía. Nadie quería un corazón roto, experimentar el dolor de terminar la conexión que una relación proporcionaba. Nadie quería sufrir. Y Jodie no deseaba terminar llorando en la cocina de la casa de sus padres, así que se mantuvo imparcial y guardó en secreto que conocía la maldición. Conservó sus dudas, sus miedos y sus anhelos. Quizás algún día su alma gemela la encontraría, o tal vez nunca lo haría. Había muchas personas en el mundo. Aquel hombre podría estar al otro lado del continente. ¿Servía de algo torturarse por algo tan incierto como el amor?

Jodie creía que no. O... al menos eso creyó, hasta una maravillosa mañana de verano, cuando recordó de improviso las palabras de su abuela:

—Cariño, no todos los hombres serán especiales para ti, sino aquel que haga que tu corazón se paralice por tres segundos. Aquello marcará el inicio, aquella persona será tu alma gemela.

Jodie jamás desconfió de ella.

Pero cuando su corazón se paralizó durante tres segundos, lo único que hizo fue corroborar su teoría y volvió al pasado. Recordó las lágrimas y los corazones rotos; las caricias con pena y las miradas de tristeza predictiva. Regresó a aquel instante en el que había estado escondida con su helado en el armario; pero esta vez, en lugar de asustarse, sonrió.

Ese día su corazón se detuvo por primera vez, pero Jodie sabía que también sería la última.

Sucedió de inmediato, cuando lo vio entrar en la cafetería. Sus miradas se encontraron durante unos segundos que se sintieron eternos y maravillosos, porque él era el hombre de aspecto más extraordinario que había visto. Su rostro era simpático, con facciones marcadas y una mandíbula cubierta con una barba bien recortada. Aunque fueron sus ojos los que la cautivaron: eran de un suave color verde esmeralda, cálidos e intensos. Parecía que decían su nombre, que intentaban trasmitirle un mensaje secreto que solo sus almas podrían descifrar.

De pronto, sintió el deseo imperioso de acercarse; de ir por él y tocarlo para saber si era real, para estar segura de que al final lo había encontrado y ahora podía sentirse completa.

Pero el tiempo no se detuvo y el vínculo de sus miradas se rompió. Jodie se sintió aturdida, como si hubiera quedado a la deriva, sola y perdida, y sin él. Sus ojos lo siguieron, anhelando aquella mágica conexión, pero el desconocido no volvió a mirarla.

Ni una sola vez.

La realidad debió golpearla. El recuerdo de los corazones rotos debió asustarla. Pero eso no cambiaba el hecho de que él era el amor de su vida.

Era ridículo. Impensable. Improbable. Imposible.

Era una idiota por no huir. Y también por haberle sonreído.

Su primer impulso fue llamar a su madre; el segundo, llamar a cada una de las mujeres Sinclair que habían desfilado por su cocina. Y el tercero, el peor de todos, fue ir hasta el desconocido y hablarle.

Jodie, quien se consideraba a sí misma una joven razonable y calmada, optó por su cuarto impulso: preparar dulces.

Se encerró aquel y todos los días de esa semana en su espacio de la cocina donde había harina y chispas de chocolate; los dulces la tranquilizaban, y necesitaba esa paz para pensar en lo que sucedería ahora. Aunque el destino parecía estar en su contra, porque empezó a encontrar al desconocido en todos lados: en la cafetería, en el periódico, en la televisión...

¿La televisión? Sí. Porque, para empeorar su suerte, de todos los hombres comunes en el mundo, su alma gemela era Benjamin Wesley.

—Benjamin Weston Wesley Collins —repitió para sí misma, leyendo la revista de deportes que había comprado en el puesto de comida en el regreso a casa—. Piloto de automovilismo para la prestigiosa escudería M; subcampeón en 2016 y campeón en 2017, con más de cuarenta y dos victorias a lo largo de su carrera y setenta y cinco podios. Con veintiséis años, es considerado un piloto prodigio. Firmó un contrato con su escudería a la temprana edad de trece años y su carrera deportiva, impulsada desde los siete años, lo llevó a convertirse en uno de los pilotos más jóvenes y talentosos en lograr el título del campeonato mundial.

Esa noche, Jodie terminó de leer el artículo de la revista y soñó con él, pero no con que le rompía el corazón, sino que la amaba como nunca nadie la amaría jamás.

—¿Acaso no podía ser chef? —le preguntó a su gato Salem, a la mañana siguiente, mientras se lavaba los dientes—. Así habríamos tenido algo en común.

Salem la miró con aburrimiento desde su lugar en la repisa del pequeño cuarto.

—Ni siquiera me gustan las carreras automovilísticas. Además, ¿no crees que es alguien casi inalcanzable para mí?

Salem maulló, alto y claro. Jodie observó su reflejo casi con pena, solo por unos segundos, antes de que apareciera un esbozo de sonrisa en sus labios.

—Todo va a estar bien, Salem. Ya lo verás. La abuela dijo que esta maldición no era tan mala, que podía hacernos fuertes. Quizás deba hablarle... —Se acercó y acarició sus orejas—. Entonces está decidido: cuando lo vea, me acercaré y hablaré con él.

Jodie recordaba aquella promesa todos los días. Sin embargo, casi tres meses después, seguía sin cumplirla.

Mientras tanto, Benjamin Wesley visitaba la cafetería todos los días, y Jodie se sentía atraída hacia él sin poder evitarlo, sin poder huir. A veces intentaba convencerse de que él no se fijaría en ella, que si se acercaba a hablarle la rechazaría.

Y, a pesar de todo, sus ojos lo buscaban por breves segundos. ¡Y con tan poco ella era feliz...! Aunque él solo ordenara café y nunca ninguno de sus postres. Incluso así, Jodie no recordaba un tiempo tan extraordinario en su vida.

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