47. Quédate aquí
Mamá se despidió de mí pasadas las ocho. Le quedaba un largo viaje hasta la casa de mi tío.
Aunque en términos generales nuestro primer encuentro tras su marcha no había estado muy mal, el regusto amargo de la información proporcionada regurgitaba dentro de mi estómago.
Una rabia inmensa se apoderó de mí, junto al deseo de llorar amargamente. ¿Cómo había podido papá? Pero, lo peor, ¿cómo había podido Mario ocultarme aquello?
Cogí mi móvil, busqué en la agenda y tecleé.
Mario contestó al segundo timbrazo.
―Hola, enana. Qué agradable sorpresa.
―Lo sabías y no me lo dijiste ―le reclamé hecha a una furia.
―Oye, cálmate, ¿de qué estás hablando?
―De nuestros padres. Mamá me ha contado que papá le pone los cuernos.
Se oyó una inspiración.
―Ella no lo sabe, no puede estar segura.
―Pues ya te digo yo que sí. Pero al margen de que se haya montado la historia del siglo, entiendo que sospeche. Pero lo que sí que no llegó a comprender es por qué no me lo dijiste hace dos años.
―Eras una cría. Apenas me enteré yo. Y me vi entre dos aguas. Papá también tiene su propia versión de los hechos.
―Esto no se trata de creer en uno de los dos; me dejaste al margen.
―En el fondo, sí se trata de eso, Nonni. Si se separan, ¿con quién te irías?
No tenía ni idea. Aunque mi madre ya había hecho la elección por mí.
―No lo sé.
―Yo tampoco.
―Debías habérmelo dicho. Y ahora también. Tú sabías por qué se había marchado mamá.
―No quería que le dieras vueltas a la cabeza a algo que no podemos solucionar.
Al parecer, todos tenían muy buenas intenciones para conmigo, pero ninguno se daba cuenta del daño que me hacían. Siempre había sido una buena chica, que estaba pendiente de sus cosas, responsable, pensaba que me había ganado el derecho de estar a la misma altura que él. De pequeños, siempre que había habido un problema, nos habíamos apoyado el uno al otro. Aunque Mario siempre me dijera que era una enana, yo tenía cabeza de sobra para entender las cosas. Y claro que comprendía el hecho de que no era nada fácil hablar de un supuesto divorcio por parte de nuestros padres, o de que una tercera persona se hubiera inmiscuido en su matrimonio. Pero no me habían ahorrado ningún sufrimiento; era peor, me sentía como si no fuera nadie en aquella casa. Lo sabían todos menos yo, la chica buena e inocente a la que había que proteger de todos y de todo porque no era lo bastante mayor para entender nada.
Estaba bastante harta de bordar ese papel.
Tampoco digo que quisiera convertirme en adulta de la noche a la mañana. E incluso podía llegar a entender que mis padres no hubieran dicho nada: a él no le convenía que me enterara, siempre había sido muy afín a él, y mi madre era una especie de víctima en esta historia. Pero mi hermano...
―Lo siento, Nonni, solo te protegía de lo que consideraba malo para ti. Y admito que, si por mí fuera, jamás te habrías enterado. No sé cómo mamá te lo ha dicho. Se avergüenza mucho más que papá. Quizás se esté planteando de nuevo lo del divorcio más seriamente.
―Vete a la mierda, Mario.
Colgué.
Él no sabía que yo había dejado de ser una niña inocentona. Me había colado en una timba ilegal, estaba coqueteando con el chico problemático del instituto y me había metido en líos en mis últimas semanas de clase.
Volví a pensar en mi padre. ¿Con qué cara podría mirarlo ahora? Es más, ¿con qué cara me miraba él todos los días? ¿Cómo se levantaba tan tranquilo sabiendo que mi madre sufría las consecuencias de sus actos? Sabía que no estaba bien del todo, que muchas veces esbozaba una fachada aparentemente serena, pero es que era inaudito. Si yo fuera él, intentaría arreglar las cosas con ella.
Tal vez no quisiera, tal vez, su siguiente objetivo era salir con esa mujer que decía mi madre.
Durante un instante el mundo se detuvo, sopesando aquella posibilidad. ¿Y dónde quedábamos Mario y yo en toda esta historia?
«Es un mentiroso» manifestó mi mente, «actúa como si no pasara nada, finge que todo está bien». Pensaba que era por no dejar ver su malestar, pero quizás no fuera por eso, si no para que yo no averiguara la verdad y su imagen de él se desplomara como un edificio tras ser demolido.
No quería volver a casa. No tenía ganas de verlo. Ni de que me recibiera con una sonrisa falsa.
De nuevo, tecleé en mi móvil tras revisar que Mario me había llamado tres veces. Seguía en silencio y no me había dado cuenta, pero me daba igual, porque no deseaba hablar con él.
―Amor ―me dijo él.
Aferré el aparato con los dedos.
―¿Estás... disponible?
―Para ti siempre.
Escucharlo me tranquilizó.
―¿Puedo ir a tu casa? ―sollocé un poco.
―Por supuesto. ¿Dónde estás? Te recojo.
No conocía el nombre de la calle.
―Mando la ubicación cuando colguemos.
―Te noto mal, Nonni, ¿qué ha pasado?
La frustración me atenazaba por dentro y por fuera, y no era capaz de controlarme, pero quería sonar menos ahogada de lo que me sentía. Así que hice lo posible para que no se me quebrara la voz de nuevo.
―Luego te lo cuento.
***
Mike no tardó ni diez minutos en venir a buscarme.
―¿Y bien? ―me preguntó ya en la seguridad de su coche, que no era el BMW con el que lo había visto aparecer la noche de la fiesta ilegal, si no con un Audi rojo reluciente.
Suspiré.
Mike me echó un vistazo rápido por el rabillo del ojo.
―Si no me lo quieres contar está bien, pero sabes que puedes hacerlo, ¿verdad? ―siguió ante mi silencio.
―No es que no quiera... ―De hecho, estaba muy dispuesta a ello―, es solo que recordarlo hace que la herida se abra más.
―Tienes los ojos rojos, Nonni. Me estoy preocupando.
―Es sobre mis padres y mi hermano.
Asintió con la cabeza, como entendiendo.
―¿Qué te parece si cenamos algo y hablamos?
No tenía mucha hambre, pero dije que sí igualmente.
Cinco minutos después, entrábamos en su casa.
―¿Le importará a tu padre que me quede a cenar? ―sopesé en voz alta, contemplando aquella puerta con precaución. Más sabiendo que para ese tipo yo solo formaba parte de un trato clandestino. Ni siquiera había hecho por mirarme como a una persona tras decirlo.
―No está ―murmuró Mike mientras accionaba el mecanismo de la llave y la abría.
Me invitó a entrar primero y lo hice. Recorrimos el pasillo que accedía a la cocina y tomé asiento en mi taburete habitual. Esa misma mañana había estado allí, pero parecía más lejano en el tiempo.
Mike trasteó entre los muebles y sacó un par de platos y cubiertos. Luego abrió el frigorífico y extrajo una fuente de tamaño considerable envuelta en film transparente.
―Creía que este trabajo lo hacía tu asistenta ―bromeé yendo a ayudarlo.
Sonrió con su descaro habitual.
―¿Crees que no soy capaz de ensuciarme las manos en la cocina?
Solté una carcajada mientras ambos poníamos la espléndida fuente, cuyo contenido eran macarrones a la boloñesa, en la mesa.
―No es eso, pero esa señora siempre está aquí.
―Tres veces por semana Lola deja la cena preparada y duerme fuera. También tiene una vida fuera de estas paredes. No somos tan negreros.
―No quería decir eso... ―me avergoncé un poco.
Mike cogió una cuchara grande y desenvolvió el film.
―Solo bromeaba, Nonni, tranquila, no me lo he tomado a mal.
Puso un plato a calentar en el microondas, y el aroma que desprendió hizo que mi estómago se quejara. Olía de vicio.
Rebusqué en uno de los armarios que había sobre la encimera y tomé dos vasos. Los llené de agua y los puse sobre la mesa, junto con una servilleta y los cubiertos que él había sacado.
Tras calentar el segundo plato, Mike me apremió para que me sentara junto a él. Salivaba de anticipación al pensar en la pasta. Mi estómago se quejó de nuevo y me dispuse a probar los macarrones.
―Umm.... ―Cerré los ojos, inundando mi paladar con el sabor.
Mike rio a mi lado.
―Parece que acabas de tener un orgasmo.
Me atraganté con la pasta, él me dio unas palmaditas en la espalda y el vaso de agua, del que bebí como si no hubiera un mañana.
―Lo siento... ―Se disculpó cuando estuve mejor, pero aquella sonrisilla divertida seguía ahí.
―¿Quieres matarme o qué?
―Pero si no he hecho nada, solo decía que parecía que sufrías un...
―¡Para! ―Le tapé la boca con su servilleta, muerta de vergüenza.
Él escupió el papel y se tronchó de la risa. Atrajo mi taburete desde las patillas hacia el suyo. Casi me caigo hacia atrás del impulso.
Mike rio de nuevo, mientras me cogía de las caderas y me levantaba sin ningún problema para colocarme sobre sus piernas y luego sostenerme de la cintura desde atrás.
―Eres la cosa más graciosa que he visto en mi vida.
Me hice la indignada.
―¿Perdona? Soy una persona, no una cosa.
Mike me colocó más cerca, si eso era posible. Mis piernas abiertas a ambos lados de sus caderas, sus brazos cerniéndome a él por la parte baja de mi espalda. Nuestras narices casi se rozaban.
―Tienes razón. La persona más bonita que existe sobre la tierra.
Sus labios se acercaron a los míos, y de pronto me olvidé hasta de mi nombre. Alcé los brazos y los crucé tras su cuello, correspondiendo al beso.
Percibí el calor que manaba de su tórax incluso con la ropa puesta. La parte baja de mi vientre vibró. La ropa se estaba convirtiendo en un obstáculo, a mis caderas solo les apetecía moverse sobre él. El punto más ardiente ansiaba entrar en contacto con su piel. Si no lo hacía, sufriría peligro de entrar en combustión de un momento a otro.
Mike gimió, cogiéndome de los brazos y separándome de él, sus ojos enfebrecidos y brillantes me contemplaban con pasión.
―Si sigues por ahí, amor, voy a acabar muy mal. ―Alzó las cejas repetidamente y miró hacia abajo.
Oh.
―Disculpa. ―Puse los pies en el suelo y me aparté de él, seguía agitada, pero la interrupción había servido para que, al menos, no tuviera la sensación de que era consumida por un incendio.
Carraspeó y se puso de pie. Fue hacia el frigorífico y sacó una botella de agua fría. Se lo bebió de un tirón. Le pedí otro vaso para mí e hice lo mismo.
Nos sentamos de nuevo y, esta vez, sí comimos, aunque entre nosotros volaron las miradas furtivas y varias sonrisillas tontas.
Mike fregó los platos y yo los sequé con un trapo. Nuestros brazos se chocaban de vez en cuando, y cuando eso ocurría, una nueva ráfaga candente se extendía por toda la extremidad, provocándome un calor abrasador.
Dos minutos después, nos dirigimos a su cuarto.
Las pinturas que decoraban las paredes volvieron a captar mi atención. Por la mañana apenas había apreciado nada de lo que había en aquella habitación, pero la vez anterior sí. El cuadro de los pájaros extraños seguía allí, sobre la cómoda y las fotografías familiares de Mike.
―Mi padre es aficionado a las antigüedades, pero no conocía a nadie de mi edad que lo fuera ―expresé.
Nada más recordarlo, me vino el bajón.
Las palabras «papá», «infiel» y «mentiroso» rondaban por mi cabeza como fantasmas en una casa abandonada.
Mike se dio cuenta de mi cambio de humor. Se acercó a mí preocupado y me abrazó.
―¿Me vas a contar lo que ocurre? ―inquirió cariñoso.
Asentí.
Nos sentamos en su cama y empecé a relatarte lo que me había contado mi madre. No pude reprimir unos sollozos, tampoco enfadarme con él.
Mike puso un mechón ondulado detrás de mi oreja.
―¿Y cómo te sientes? ―inquirió cauteloso.
Al principio me sorprendió la pregunta, ¿alguien se había preocupado alguna vez por preguntarme cómo me sentía? Creía que no.
―Pues triste y... frustrada. Y también... enfadada. ―Apreté los puños de pura rabia―. Mario tendría que haberme contado la verdad. Tendría que haberme dicho que se avecinaba una tormenta del tamaño de Asia y no haberme mantenido en la ignorancia.
―¿Crees que habría servido de algo que lo supieras antes?
Me quedé pensando en sus palabras, sin saber qué responder. ¿Lo hubiera hecho?
―Sí, me habría hecho a la idea.
Mike alzó las cejas.
―¿De verdad crees eso?
Me levanté de la cama, un tanto exasperada.
―Si. No... Bueno, yo qué sé. Supongo que nunca se está preparado para que tu familia se vaya a la mierda, pero... ―Me revolví el pelo, incapaz de darle una respuesta lógica―. Oye, ¿tú de qué lado estás? Mi madre se ha ido sin decir nada, mi padre actúa como si nada y mi hermano... se ha borrado del mapa. Tengo derecho a estar como cabreada y a reivindicar mis pensamientos sobre ello. Soy una víctima colateral en toda regla.
Mike me cogió de la mano y me atrajo hacia él, que seguía sentado sobre la cama.
Reticente, intenté soltarme, pero él apretó cariñosamente sobre mis dedos.
―Estoy de tu lado, Nonni. ―Tiró un poco de mí y me encontré cara a cara con él, atrapada entre sus piernas―. Amor ―me llamó al ver que aún seguía de morros.
Para mi desgracia, su apelativo hizo que toda mi oposición se quedara en el olvido.
―No me llames así... ―dije más tranquila, poniendo mi mano libre en su hombro. En esta posición, yo de pie y él sentado, la que le sacaba una cabeza era yo.
Desde abajo, sus ojos me contemplaron inquietos.
―Si no te gusta, no lo haré.
Entrelacé los dedos detrás de su cabeza mientras él ponía sus manos en mis caderas.
―No es por eso. ―Mike me contempló, a la expectativa de que añadiera algo más―. Si me llamas así, no tengo manera de seguir enfadada con el mundo. Haces que mi corazoncito se ablande como un peluche.
Mike sonrió risueño.
―¿Tengo ese poder? Caray.
Negué con la cabeza.
―No debería habértelo confesado. ―Intenté separarme de él, pero me lo impidió de nuevo. De nuevo, me tomó de la mano y se la llevó hasta el pecho.
―Mira, ¿qué sientes? ―preguntó, presionando sus dedos sobre los míos.
Esa pregunta debía de tener trampa, porque solo era capaz de concentrarme en el magnetismo que desprendía su mano sobre la mía. Un segundo después entendí lo que quería decirme. El ritmo de su latido estaba ligeramente aumentado.
―¿Lo notas? Siempre que estoy cerca de ti se me acelera el corazón. ―Me deleité unos momentos más con aquel contacto balsámico antes de apartar la palma de su pecho―. Y sé que el tuyo se encuentra magullado, y te duele. Ojala pudiera sanar todas tus heridas ―me dijo totalmente en serio―. Yo te apoyaré, en el caso de que tengas que decidir, sea lo que sea que elijas. Pero me gustaría que miraras todo un poco en retrospectiva. Si yo fuera tu hermano, también intentaría mantenerte a salvo.
Entonces me di cuenta de lo que quería decirme. Mary Anne era ajena a todo aquello de la sociedad secreta. Vivía feliz en su burbuja, sin preocuparse de nada.
―Reconozco que sus intenciones son buenas, pero no sé si puedo decir que me ha gustado vivir en la inopia todo este tiempo... Creo que debería haber sabido que había problemas. Ahora la caída ha sido más grande.
―Lo entiendo, pero no lo comparto ―opinó él.
Puse una mano sobre la cicatriz de su ceja, que aún se mantenía rosácea. Tal vez hubiera sido un poco egoísta pensando solo en mis sentimientos. Su idea de familia debía de ser completamente diferente a la mía. Su padre le había pegado, lo obligaba a estar dentro de una organización secreta a la que no quería pertenecer. Un hombre lo había obligado a delinquir en contra de su voluntad. Pensando en Mary Anne, quizás tuviera razón. Si yo tuviera una hermana pequeña, tampoco me habría gustado verla sufrir por algo que ni siquiera podríamos controlar. En mi caso, el divorcio de mis padres podría ser un drama. Pero con el tiempo se pasaría, como todo. Lo llevaría fatal, seguro. Y el sentimiento de abandono por parte de mi madre seguiría patente durante mucho tiempo. Pero la perdonaría, porque ella no había sabido actuar acorde a las circunstancias, pero yo estaba segura de que quería lo mejor para mí y para mi hermano. Y aunque mi padre fuera un adúltero, no creía que no me quisiera. En el caso de Mike, su padre era un hombre cruel y violento (además de los muchos calificativos que podría añadirle a ese señor), Mary Anne vivía para la fiesta y su madre... ¿dónde estaba metida mientras su hijo lidiaba con herencias familiares envenenadas?
―Perdona ―le dije acariciando su mejilla con la yema de los dedos. ―Su gesto fue de confusión―. No he tenido tacto contigo, con tu situación. Sé que tampoco lo estás pasando bien.
Sus ojos me observaron llenos de tristeza.
―Yo estoy bien, amor. Estoy acostumbrado. ―Me cogió la mano y la besó, se me erizó la piel y una cálida sensación se instauró en mi cuerpo. ¿Cómo podía provocarme tanto con tan poco? ―. Oye... sé que estás enfadada con el mundo, pero... ¿y si llamas a tu padre y le dices que estás bien? Estará preocupado, es tarde y mañana hay clase. Puedes decirle que te van a llevar a casa en breve. ―Se sacó el teléfono del bolsillo y me lo ofreció.
Negué con la cabeza y varios mechones de pelo se posaron sobre mi frente con el movimiento.
―No quiero ir a mi casa. Llamaré a Ana, espero que no le importe que me quede a dormir allí. ―Comprobé la hora en el reloj digital de mi muñeca: las diez y cuarto. Como él había dicho, era demasiado tarde. ¿Cómo iba a llamarla ahora?. Pero ¿qué otra opción tenía? Si Elena y yo estuviéramos en otra situación, no habría dudado en avisarla, pero nuestra relación estaba más congelada que las aguas del polo norte. Otra posibilidad era Tania...
―Amor ―Mike interrumpió mis pensamientos―, si no vas a volver a casa, quédate aquí.
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