35. El disfraz
―No mires ―le indiqué a Pablo forcejeando con la cremallera trasera, no podía subirla sentada en el asiento de atrás del coche.
―No miro, pero date prisa. Debo estar dentro de diez minutos ―repuso desde el asiento del conductor.
Había aparcado a unos metros de distancia de donde se suponía que íbamos a entrar. Estábamos en la carretera que ascendía hacia la sierra. De hecho, me había parecido ver el lugar por donde Hugo me había llevado al claro, cerca de la cueva subterránea de aguas termales. Aunque de noche, bajo el brillo de la luna, todos los árboles me parecían igual de fríos y sombríos, tal vez ni siquiera habíamos llegado a ese punto. El camino en coche y el moto se me hacía bastante diferente.
―Necesito que me ayudes a subirme la cremallera ―pedí sucumbiendo a los hechos.
―Vale, baja y te la subo. ―Se apeó del coche.
Yo también lo hice. Me puse de espaldas a él.
―¿De dónde has sacado este vestido? ―Era de satén, con mangas de encaje y un color indeterminado, puesto que en medio de la noche y sin ver nada no sabría definirlo, aunque me aventuraba a decir que podría ser verde.
―De mi prima ―contestó subiéndome la cremallera―. Se lo regaló a Elena porque a ella no le estaba muy bien, pero mi hermana no ha tenido la oportunidad de estrenarlo. Ella no lo echará de menos, lo que espero es que te quede bien a ti. Los tacones son de mi madre, los de mi hermana me han parecido demasiado altos, y, además, esos sí que puede echarlos de menos.
Me volví hacia él.
―¿Hay peligro de que me descubra? No me ha dicho de quedar esta noche.
―Vía libre ―me informó―, ha quedado con un tal Piqui.
Casi había olvidado el nombre de ese ligue de su hermana. Y, la verdad, ahora que lo pensaba, Elena no me había contado nada nuevo sobre él. Pero no debía haberse quedado en solo un rollo pasajero cuando había sacrificado un sábado noche por él.
―Y ahora, ponte esto. ―Abrió el maletero y sacó algo que no supe identificar―. Es un antifaz veneciano.
Recordaba haber visto a Elena con esa cosa dos carnavales atrás; ella se había ataviado con uno de esos trajes pomposos estilo medieval, mientras que yo había optado por algo más cómodo, un mimo.
Había cogido otra para él.
―O sea que... Nos vamos a disfrazar de verdad.
Pablo suspiró.
―Oye... podemos hacer otra cosa. Podrías quedarte en el coche, te prometo que terminaré lo antes posible. Sigo pensando que ha sido mala idea traerte aquí.
―No soy una rajada. He venido, y quiero verlo.
―Pero ¿por qué te interesaría a ti estar en una timba de póker? ―inquirió sin entender.
―Eso no es asunto tuyo.
No lo veía bien, pero intuí que fruncía los labios por el tono enfadado que empleó a continuación:
―Oye, he sucumbido a tu chantaje más de lo que me podré perdonar jamás. Tu hermano me mataría ahora mismo si te viera aquí, por no decir tus padres, al menos dime qué es lo que buscas.
―Simplemente... tengo curiosidad.
Hubo silencio. Él plantado delante de mí, con su propia máscara entre las manos.
―Está bien ―sonó abatido―, no me lo digas.
Cerró el maletero del coche y tras darle el mando a distancia las luces parpadearon un par de veces.
―Voy a matarme con estos tacones. ¿No podrías haber aparcado un poco más cerca? ―me quejé ascendiendo por el arcén de la carretera.
―Allí no habrá sitio, y, si lo hubiera, a los sirvientes no nos permiten aparcar allí.
"Sirviente", como si fuera camarero, pero estaba segura de que no era a eso a lo que se refería con esa palabras.
Un BMW 507 gris circuló a nuestro lado unos instantes. Estaba segura de que quien iba dentro sería otro de los jugadores de la timba.
Unas luces aparecieron de fondo. La música se oía desde donde estábamos nosotros, era una melodía de Jazz o Blues, la verdad, no estoy muy puesta en ese tipo de música.
En cuanto llegamos, el BMW que nos acababa de adelantar se encontraba aparcado en la puerta a la espera de uno de esos aparcacoches que trabajan en hoteles caros. Dos personas salieron de los asientos traseros; dos hombres. Ambos con máscaras y esmóquines parecidos al que llevaba Pablo: chaqueta blanca y pantalón negro. La diferencia es que ellos llevaban corbatas. A voz de pronto, el más alto parecía un hombre adulto entrado en años. Su pelo era rubio claro, casi blanco. El joven tenía el pelo más oscuro que él, castaño claro o dorado, no lo distinguía muy bien bajo la luz ambarina de los farolillos adosados a la pared. Ambos portaban una máscara cuya representación se asemejaba a un león.
―Ponte el antifaz ―me ordenó Pablo, poniéndose su propia careta, la cual semejaba a un cuervo.
Me dio un escalofrío en cuanto lo miré puesto con eso. ¿Podía ser más aterrador?
Mi antifaz era de varilla, así que alcé el brazo y me tapé los ojos, que era lo único que cubría.
La casa era de madera, varios hombres entraban y salían, también alguna mujer que, como yo, portaba vestidos hasta los pies, más escotados que el mío.
―Caray... ―escuché decir a Pablo, que se había quedado detrás de mí unos pasos.
Me volteé hacia atrás. Me escaneaba con la mirada de arriba abajo. De nuevo sentí un escalofrío. Sabía que era Pablo quien se escondía detrás de esa máscara, pero no verle la cara me ponía nerviosa.
―¿Qué ocurre?
―¿Recuerdas que te llamé ángel ayer?
―Sí, estabas alucinando.
―Yo creo que no. ―Sus ojos parecían haber adquirido un brillo intenso.
Consiguió ruborizarme. Me eché un vistazo, por hacerme una idea de cómo me podría ver él para que me dijera tal cosa, pero no logré encontrar nada diferente. Solo era yo con un vestido largo ―que, por cierto, era azul y no verde― y unos tacones. No me sentía para nada impresionante.
Avanzó hacia mí y me tendió un brazo, como todo un caballero.
―Gracias ―se lo cogí.
―No digas nada, solo asiente si alguien te dice algo. si te ofrecen champán, coge una copa. ―Me dedicó una mirada de soslayo―. Pero no te la bebas. No se suelen interesar por las mujeres si no... destacan mucho. ―Hizo una pausa―. Escóndete lo mejor que puedas, porque en no llamar la atención no puedo ayudarte mucho.
Creía que era demasiado exagerado.
―¿Qué tipo de gente viene a estas reuniones clandestinas? No parecen mafiosos ―inquirí mientras nos acercábamos al umbral de aquel chalet en la montaña.
―Hay un poco de todo. Mercenarios, traficantes, coleccionistas, jueces, banqueros...
―Mercenarios, traficantes, coleccionistas, jueces, banqueros... ―repetí como si fuera su eco mientras barría el lugar con la mirada. ¡Joder!
―Estaré por aquí y por allá. Mi turno termina a las cinco. Nos veremos donde está el espejo, en el recibidor. Sea lo que sea que quieras averiguar... Ten cuidado. ―Entregó un papelito a uno de los dos guardas de la entrada, un gorila de espaldas anchas y cara de pocos amigos.
Me sentí un poco mal, tal vez debería decirle que quería saber más sobre Mike y lo única pista que tenía de su vida no estudiantil era esta timba secreta. Pero conforme materialicé ese pensamiento en mi mente, lo deseché. Ya le había dicho que no tenía nada con Mike, no quería le diera el barrunto y me mandara al coche.
En cuanto entramos, vislumbré el espejo que él decía. Pablo me dio un apretón en la mano y se separó de mí.
―Ahora te tengo que dejar... ―No sonaba muy convencido de ello―. Nonni, por favor, sé cauta. No me perdonaría que te sucediera algo.
―Descuida ―intenté parecer despreocupada, pero lo cierto es que escuchar hablar sobre tantos peces gordos me había puesto nerviosa.
Mi madre trabajaba con otros abogados, conocía a muchos jueces, ¿sería alguno de sus amigos una de las personas que estaba aquí esta noche?
Pablo se marchó y yo avancé para adentrarme en aquel lugar gigantesco. La parte de fuera estaba recubierta de madera, pero el interior se hallaba decorado con cenefas de yesería y escayola. Era como estar dentro de un pequeño palacio.
Un reflejo captó mi atención, me giré hacia él y vi a una mujer de silueta esbelta frente a mí. Tardé unos segundos en darme cuenta de que estaba delante del espejo, que la mujer que se veía enmarcada en aquel rectángulo ornamentado en los bordes era yo. Ahora entendía lo que había visto Pablo en mí. Yo no parecía yo, sino una princesa sacada de un cuento.
La caída del vestido exaltaba mis caderas, el encaje, de color negro, me protegía los hombros y los antebrazos, y exaltaba mi pecho, allí donde se unía con el azul del satén. La guinda del pastel era aquel antifaz, azul con bordes negros, y una sugerente e inhiesta pluma adosada a la parte derecha. Increíblemente, los tacones de la madre de Elena no me quedaban nada mal. También eran negros, atados a los tobillos, aunque apenas se veían tras el dobladillo del vestido.
El olor a puro me sacó de mi ensoñación. La sala contigua estaba atestada de caballeros con máscaras igual de aterradoras que la de Pablo o los tipos disfrazados de león. No solo jugaban al póker, también también había varios billares, una ruleta, mesas de dados... Era un casino.
Accedí a otra de las salas. En esta también había varios fumadores, pero más que jugadores, daba la impresión de que eran reuniones de amigos o... socios. Había algunas chicas, la mayoría sentadas en los reposabrazos junto a alguno de los tipos trajeados, insinuantes. Me daba la impresión que eran parte de la decoración, ya que no se veían interactuar con ellos.
Dios mío, aquello era inmenso. Al menos había cuatro salas más parecidas a las anteriores. Pero la cosa no se quedaba ahí, en una de ellas había unas escaleras que ascendían hacia el segundo piso, las cuales rodeaban una gran lámpara de tela de araña.
Un pico de cuervo llamó mi atención. Me dije que el portador sería Pablo. Se encontraba de pie, con las manos a la espalda tras una butaca de terciopelo con dos "sirvientes" más. En el asiento, digno de un rey del siglo XV, se sentaba un hombre cuya máscara representaba una hiena. Como todas las demás, solo se le veía la boca y los ojos.
Reprimí un escalofrío; no tenía dudas de que quien se encontraba tras ese personaje era el camorrista.
Frente a él había dos figuras, también con un séquito de hombres detrás. Eran los leones, cada uno acompañado de una chica y sendos vasos cargados de bebida sobre la mesa.
El olor a humo comenzó a ser demasiado intenso para mí y poco tardó en sobrevenirme un ataque de tos. Vaya, pues sí que se había viciado el ambiente.
En un principio pensé en alcanzar la puerta por la que había entrado, pero conforme iba pasando las salas, descubrí que había un jardín trasero. Me costó un poco localizar la puerta, pero cuando lo hice fui directa hacia ella. Cogí varias bocanadas de aire seguidas, hasta que pude respirar mejor.
Afuera, el jardín se iluminaba tenuemente con pequeñas luces adosadas a una pérgola. Sofás chill out se esparcían por acá y por allá, por todo el terreno. En el centro, una fuente con una sirena en medio escupía agua. Me senté en el borde del estanque y toqué el agua. Descansé el brazo, que estaba entumecido de sostener el antifaz en alto. Allí todo el mundo iba a lo suyo, nadie repararía en mí aunque no fuera cubierta.
Suspiré, pensando que todo este descabellado plan mío había sido un fracaso. ¿Cómo iba a obtener respuestas sobre Mike si todo el mundo estaba cubierto por una careta? Quizás ni siquiera hubiera venido. Tal vez no tenía nada que ver con toda esa gente que se congregaba allí. Podría conocer al camorrista por cualquier cosa. ¿A qué se dedicaban sus padres?, ¿me lo había dicho Elena o Mary Anne alguna vez? No lo recordaba.
―Preciosa, me estás poniendo a cien ―expresó una voz ronca cerca de mí.
Cuando dirigí la mirada comprobé que se trataba de una pareja. Un hombre cuya edad no podía distinguir, pero por el tono que empleaba, debía de ser más o menos como mis padres.
La chica, con un antifaz de conejita anudado a la cabeza, le sonreía y se movía sobre él... De hecho, estaba sentada a horcajadas y contoneando sus caderas sobre...
Cuando el hombre gimió me levanté de allí, un tanto nerviosa. ¡Estaban a la vista de todos! ¿Por qué no se iban a otro lado a hacer guarradas? De pronto me di cuenta de que no eran los únicos. La mayoría de las parejas que ocupaban los sofás se estaban metiendo mano. Incluso había un trío, donde ambas mujeres se besaban mientras metían las manos bajo la cinturilla del pantalón del hombre, que estaba disfrutando del espectáculo mientras sobaba los pechos de las dos, con una mano para cada uno.
Di un traspiés hacia atrás, con las pupilas dilatadas. Por poco no me caí. Me giré sobre mis talones, prefería el humo de los puros a unas cuantas escenas de sexo salvaje. Al girarme me choqué con alguien. Mis ojos dieron con un pecho cubierto por una camisa blanca con corbata negra. Cuando alcé el rostro, una siniestra máscara de león inclinaba hacía mí. Yo no tenía ni idea de quién era el dueño, pero aquellos ojos me aterrorizaron, parecían tener vida propia y la furia ardía en ellos.
Entonces caí en la cuenta de que me encontraba descubierta ante él, porque había olvidado del antifaz por completo. Yo no estaba invitada a la fiesta. No era nadie allí. Aquel hombre, seguramente, conocería a todos los invitados. Tal vez pensara que era una especie de paparazzi, o de espía, que quería vender la exclusiva o sacar a relucir lo de aquel casino ilegal.
―Disculpe ―dije, lo esquivé y eché a correr hacia la sala atestada de humo.
¿Y ahora qué hacía? ¡Ese hombre llamaría a seguridad y me echarían de allí! ¡Y no solo eso! Pablo también tendría problemas.
Busqué a mi amigo entre la multitud, que en unos minutos parecía haberse multiplicado.
Junto a las escaleras, el pico de cuervo brilló bajo la luz de la lámpara de tela de araña.
―¡Tenemos un problema! ―dije de seguido.
Él me dijo algo, pero había tanto ruido que no me enteré de qué.
―¿Por qué no vamos a otro sitio? ¡No te escucho! ―grité.
Pablo me señaló la escalera.
Asentí. Buena idea, arriba habría menos jaleo y no estaríamos tan expuestos.
Abrió una puerta y extendió la mano para que entrara primero. Luego cerró la puerta tras de sí. Aquello era una habitación, la luz de la lamparita ya estaba encendida. Tal vez otras personas antes que nosotros habrían querido subir a hablar.
―Hay un problema... ―traté de explicar, pero me vi interrumpida.
Pero sin venir a qué, me empujó con violencia sobre la cama.
―¡Eh! ¿Qué haces? ―me enfadé.
Me quitó el antifaz y lo lanzó por los aires.
―Oye, ¿qué coño...? ―Me quedé a medias. De improviso me cogió de las muñecas y las colocó sobre mi cabeza haciendo que me tumbara del todo.
―Vaya, eres una monada ―dijo con un deje lascivo en la voz. En ese preciso instante me di cuenta de que aquel hombre no era Pablo―. ¿Seguro que tienes dieciocho? Bueno, qué más da, ya estamos aquí.
―¡Suéltame! ―Intenté levantarme, pero no me podía soltar de su agarre.
Se impulsó sobre mí y colocó una rodilla a cada lado de mis caderas. Con una sola mano me sujetó ambas muñecas, lo cual hizo que apretara más sobre ellas para evitar que escapara. Se quitó la máscara y contemplé su rostro. Debía de ser unos años mayor que yo, tenía los ojos inyectados en sangre y las pupilas dilatadas. Su mirada lujuriosa me dio mucho miedo.
―Por favor, déjame ―le rogué con las lágrimas brotando de mis ojos.
―Me gusta este juego a lo chica inocente. Cuanto más gritas, más me excita.
¡Estaba loco! ¿A qué clase de persona podría gustarle una cosa así?
Hundió la mano entre la tela del vestido. Noté sus dedos sobre mi piel y emití un sollozo.
―¡No me toques! ―chillé, a la vez que intentaba de patalear para quitármelo de encima.
―Preciosa, te tomas demasiado en serio tu papel. ―Me cogió la pierna, inmovilizándola después poniendo su rodilla sobre mi muslo―. Estoy deseando saborearte.
Se pasó la lengua por los dientes, lo cual me habría causado una arcada de no haber estado tan asustada. Su mano ascendió con rapidez hacia mi cintura. Aprisionó el borde de mis bragas y tiró de ellas hacia abajo.
―Veamos qué tenemos aquí ―manifestó con una sonrisa de pirado en los labios.
Lancé otro grito.
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