32. La nave
Como estaba empapada hasta los topes, no regresamos al instituto.
En su lugar, fuimos a la casa de Hugo. Sus padres estaban trabajando y no había nadie.
Realmente no era la mejor opción acabar en la casa de un chico que acaba de insinuarse y al que por lo pronto no sabes qué contestar. Pero no tenía otra opción: para empezar, él tenía el único medio de transporte del que disponía para volver a civilización; además, no podía ir por el mundo empapada en pleno invierno.
Me dejó unas toallas y algo de ropa, y después me acompañó a casa. Me alegraba de haber guardado la llave en el bolsillo de mis vaqueros y no en la mochila. Qué desastre, me había dejado todo en el instituto, incluido el castigo a medias.
No estaba segura de si me arrepentía de haberme marchado con Hugo o no. Era cierto que no había tenido la oportunidad de irme de excursión por ahí muy a menudo. La terma romana había sido todo un descubrimiento, y en otra situación, seguramente habría estado la mar de a gusto. Pero resultaba que Hugo me había dicho que le atraía, me había besado y me había... ¿gustado? No lo tenía muy claro aún. El caso es que ahora me acababa de dejar en la puerta de mi casa, llevaba su ropa puesta y me había dado un beso en los labios a modo de despedida.
―Te veo mañana, Mónica. ―Me guiñó un ojo cómplice.
Alcé una mano para despedirme, con una sonrisa nerviosa inducida por las circunstancias.
Madre mía... ¿cómo iba a terminar esto?
Me introduje en mi casa rápidamente. No quería que Pablo o algún miembro de la familia de Elena me vieran. Debía cambiarme y volver a marchame antes de que llegaran mis padres para fingir que volvía del instituto.
El buzón de voz del teléfono del salón tenía dos mensaje.
«Nonni, tanto papá como yo llegaremos tarde. Un cliente de última hora en mi caso y papá tiene asuntos que atender».
¡No me podía creer la suerte que tenía! Di un salto de alegría y fui tarareando por las escaleras hasta mi cuarto, pero antes de entrar, me di cuenta de que la habitación de mi hermano tenía la puerta abierta. Un instante después, la cabeza de Pablo asomó por el umbral.
Me quedé a cuadros, con los ojos de más abiertos que un búho a medianoche.
Él también se extrañó al verme. Una persona se movió detrás de él: Mario. Frunció el ceño cuando me descubrió en el descansillo, inmóvil.
―¿Nonni? ¿Ya han terminado las clases? ―Echó mano de su reloj de muñeca―. Si es la una.
«Venga, piensa, cabeza, piensa», me apremié.
Pablo seguía mirándome de arriba abajo sin decir una sola palabra. Caí en la cuenta de que llevaba ropa de chico puesta, una ropa muy holgada para mí.
―Luego hablamos ―le dije a Mario, y me escabullí hasta mi habitación.
No pensaba decir nada delante de Pablo. Y, además, así ganaba tiempo para inventar algo bueno con lo que salir del paso.
Oí que Mario le decía algo más al hermano de mi mejor amiga y después sus pasos descendiendo las escaleras hasta la planta de abajo.
Al poco, oí cómo golpeaban la puerta de mi cuarto.
―¿Nonni?
―¡Un momento! ―dije mientras me encasquetaba un pantalón de chándal y escondía la ropa de Hugo en una bolsa.
Unos instantes después, le abrí la puerta.
―Dime ―contesté con toda naturalidad.
Él tenía el ceño fruncido.
―¿Te has escapado?
Una gota de sudor comenzó a formarse en sien.
―No... ―Mario no iba a tragárselo, más después de cómo habíamos acabado en su última visita―. Vale, sí. Me empapé entera en la fuente del agua. Hay una chica... Daria, de segundo de bachiller, que me mojó entera cuando fui a beber agua en el recreo.
No sabía por qué había metido a Daria en todo esto, pero era el primer nombre que se me había venido a la mente.
―¿La gótica?
Asentí por toda respuesta.
―Esa chica siempre anda metida en líos. ¿Te ha hecho algo más?
Negué con la cabeza.
―Creo que solo era una broma, pero acabé empapada. Mi amigo Hugo me dejó la muda que guarda para Educación Física y me daba un poco de vergüenza ir delante de todos con una ropa que no me favorece mucho.
―Ye has escapado ―dedujo mi hermano.
Agaché la cabeza, aparentando estar avergonzada.
―Sí. Por favor, no se lo digas a mamá, ya bastante encima de mí está. No he llamado a casa porque pensaba que no había nadie.
―¿Y tu mochila?
―Lo he dejado todo allí con las prisas.
Desde luego, iba para el óscar.
Tras unos segundos de vacilación, Mario decidió que yo decía la verdad. No solo eso, me atrajo hacia él y me abrazó.
―Lo sé. Y no se lo diré, lo prometo. Siento mucho haber discutido contigo. Llevo toda la semana pensando en ti y sintiéndome fatal. Creo que es verdad que contigo son más exigentes que conmigo, además tienen miedo de que vayas por ahí sola porque eres una chica y piensan que puedes ponerte en peligro tal y como está la sociedad.
Hice una mueca entre sus brazos ahora que no me veía. Pues vaya plan.
―Quería disculparme personalmente ―siguió diciéndome mientras el abrazo de oso continuaba. Pocas veces pillaba así de cariñoso a mi hermano―, por eso he venido hoy jueves en vez de mañana.
―Ah, pues... te lo agradezco. ―Qué más podía decirle. Seguramente se había sentido mal, pero si había invitado a entrar en su habitación a su amigo Pablo, no me creería del todo con respecto a eso.
―Haremos una cosa, le contamos lo que ha pasado a mamá, saltándonos lo de la ropa de tu amigo, diremos que has llamado y yo he ido a buscarte. Por cierto, hablando de llamadas, ¿qué diablos le pasa a tu móvil? Nunca tiene señal.
―Lo he cambiado por otro, ahora te doy el número.
Mario arqueó una ceja, sin entender, pero no le dio más importancia, y me dejó libre.
―No me gusta estar peleado contigo, enana. ―Me revolvió el pelo y se dirigió escaleras abajo―. Voy a cocinar algo, ya que los holgazanes de nuestros padres no nos van a alimentar hoy.
Aunque estuviera un poco enfadada con él por el tema de Pablo, debía reconocer que una tregua por su parte me venía bien. De hecho, sentía que la carga que llevaba sobre los hombros se hacía más llevadera. Sonreí aliviada mientras lo escuchaba silbar. Me parecía haber vuelto al pasado, a cuando éramos críos y corría tras él para pegarme como una lapa. Yo decía que lo hacía para fastidiarlo por sus bromitas, pero la realidad era que me gustaba jugar con él.
***
―Oye, hermana ―me dijo Mario con la boca llena de helado de chocolate―. Si te resfrías, lo negaré todo.
Reí antes de darle un lametón a mi propio polo de fresa.
―De acuerdo ―accedí.
Él estaba disfrutando tanto como yo del tentempié, pero la que había tenido la idea había sido yo. Nuestra madre nos prohibía probar nada helado después de septiembre, porque nos podíamos poner «enfermos de la garganta», pero a mí me había dado el antojo. La reconciliación bien lo merecía.
Habíamos salido esa tarde otoñal con las bicis, a las que le habíamos tenido que quitar hasta telas de araña, porque hacía muchísimo que no las cogíamos ninguno de los dos. Ya se nos había hecho casi de noche, media hora más y la noche nos caería encima.
Cuando hubimos satisfecho nuestros instintos más primarios, volvimos a la carga con nuestros biciclos.
―Ahora hay que bajar las calorías que nos hemos metido entre pecho y espalda. ¡Carrera hasta casa! ―declaró echando a correr.
―¡Eh!, ¡eso es trampa! Y―o también emprendí el rumbo con los pedales y fui tras él.
Pero he de confesar una cosa: los deportes no son precisamente lo mío, así que en pocos segundos, Mario se perdió a toda pastilla al final de la calle. A mí se me engancharon los cordones con la cadena, y aquello ocasionó un desastre: la cadena se salió y yo me caí.
Me quejé por el dolor en la pierna sobre la que había recaído todo el peso de la bicicleta. Me había hecho unos cuantos rasguños, y también tenía una zona enrojecida, la cual, previsiblemente se convertiría en un gran moretón.
Me erguí, cojeando. Iba a coger también mi bici del suelo, pero unas voces captaron mi atención. Estaba rodeada de naves, por la mañana aquello era un hervidero de talleres mecánicos, naves industriales y demás, pero me había caído justo en el tramo final, donde los negocios cerraron tiempo atrás y la zona más abandonada. Por eso me sorprendió que hubiera alguien allí. Pero eso era lo de menos, lo más sorprendente fue descubrir que el dueño de aquella voz era Pablo.
No estaba solo, un hombre lo acompañaba mientras ambos contemplaban cómo otros dos trasladaban algo enrollado en un plástico de burbujas del almacén hasta un coche negro. El bulto no era muy grande, pero debía de pesar bastante si debían trasladarlo entre dos al maletero.
Desde donde yo estaba apenas podía coger lo que decían.
El instinto me dijo que debía largarme de allí a toda prisa, que aquel no era asunto mío. Pero la curiosidad pudo más y me acerqué con sigilo. Aquello parecía algo... ilegal.
Aparentemente, la nave parecía abandonada. Si bien era cierto que la gran puerta metálica estaba en mejores condiciones que las de los edificios colindantes. Era como si quisiera pasar desapercibido pero a la vez hubieran invertido en seguridad.
Quizás era demasiado temerario por mi parte, pero me pegué lo suficiente a la nave como para que me pudieran pillar. Me aposté junto a unos contenedores que hacían esquina en la pared lateral de la nave, y puse toda mi atención en escuchar alguna cosa.
―¿Está todo? ―preguntó Pablo.
―Todo. Este pedido debe estar repartido en seis horas. Debes recorrer los trescientos kilómetros sin pararte, así que el baño y tus necesidades fisiológicas deben esperar, ¿lo has entendido?
Esa voz, que pertenecía al hombre que estaba a su lado, me era muy familiar.
―Sí ―confirmó Pablo.
¿Trescientos kilómetros? ¿A dónde tenía que ir para llevar el «pedido»? Es más, ¿de qué se trataba?
―La semana que viene volveremos a vernos. Ten, el móvil desechable. ―El hombre le dio un paquetito―. Deshazte de él cuanto te hayas ido de la dirección facilitada por el cliente.
―¿Y el coche? ―inquirió Mario con el rostro serio.
―Déjalo en cualquier lugar, tienes hasta las seis de la mañana, ni un minuto más ni un minuto menos. Donde te pille esa hora, ahí lo dejas. Nosotros nos encargaremos de él.
―¿Y cómo lo localizaréis?
El hombre se encendió un cigarrillo con parsimonia. Dio una calada y luego volvió a mirar a Pablo.
―No es asunto tuyo, tú solo abandónalo a esa hora, y procura que nadie te vea.
―Y si me encuentro lejos, ¿cómo vuelvo?
El tipo se encogió de hombros justo después dar una nueva calada.
La luz solar empezó a escasear y el anaranjado atardecer dejó paso al azul nocturno.
El hombre se giró hacia la nave, lo que hizo que pudiera verle la cara antes de que los últimos rayos dorados abandonaran el cielo.
―Sé rápido, o coge un autobús. Apáñatelas como puedas y luego tendrás tu dinero ―dijo mientras sus pasos se dirigían hacia la nave.
Me agaché, temiendo que me viera. Apoyé la espalda contra el contenedor. El corazón se detuvo en mi pecho. Un sudor frío invadió todos mis sentidos; el aire entraba y salía de mis pulmones a trompicones.
Era el mismo hombre que me había llamado putita delante de Mike.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top