22. La cita

La reparadora ducha me sentó bien. Al menos por fuera, ya que por dentro me sentía como una verdadera mierda.

Llevaba encerrada en mi cuarto toda la mañana y parte del mediodía. No había bajado al piso de abajo tras la discusión con mi madre; no tenía ganas de enfrentarme a su mirada furibunda.

Cogí mi móvil para escribir en el grupo de WhatsApp de las chicas, ya que Elena me había añadido con mi nuevo número. Me apetecía salir y despejarme. Era domingo, y pronto mi madre idearía mi nuevo plan de estudio, revocaría mis permisos para salir y me convertiría de nuevo en su obra particular de hija. Sabía que no me iba a perdonar tan fácilmente, mis palabras la habían herido demasiado.

Ahora no sabía si sentirme bien con ello o no. Por un lado, creía que ya era hora de poner los puntos sobre las íes, que llevaba demasiado tiempo jugando a ser la hija perfecta para ella. Había sacrificado muchas cosas por convertirme en la chica modelo que mi familia esperaba que fuera. 

Cuando era pequeña, había faltado a un montón de cumpleaños solo porque tenía que estudiar, había dejado de salir fines de semana enteros para sacar la mejor nota. Y no digo que estudiar no fuera importante, pero la vida social también. Para ser una niña, había pagado un precio muy alto, porque los sobresalientes no me abrazaban, no eran mis amigos, no me unían a otras personas que consideraba importantes para mí, no jugaban conmigo en el recreo, ni socializaban conmigo en el parque... Eran notas como otras cualquiera. Había sido demasiada responsabilidad para una niña tan pequeña. Me gustaba sacar buenas notas, claro que sí, pero no a costa de perderme otras experiencias. Me vino a la mente junio del año anterior, las chicas habían montado todo para que fuéramos al parque de atracciones acuáticas justo antes del último examen porque Daniela, una amiga que se mudó de ciudad, se iría inminentemente. La salida no podía ser otro día y aquel sábado iba a ser nuestra gran despedida. Pero mi madre me dijo que tenía el último control de Química, que no podía irme así, sin más, un día entero con mis amigas.

Creo que Daniela nunca me lo perdonó del todo aunque me dijera que daba igual. Ella y yo habíamos sido uña y carne durante toda la secundaria, después de Elena, era la mejor amiga que tenía. Cuando me enseñaron las fotos me arrepentí de inmediato de no haberme despedido de ella como correspondía. Además, yo ya llevaba estudiando mucho para mi examen de Química, seguramente no habría alterado nada si las hubiera acompañado al parque acuático.

Suspiré dejándome llevar por aquel sentimiento tan nefasto; había sido una mala amiga, y ahora era una mala hija. Siempre decepcionaba a los demás. Pero, lo peor de todo , era que me decepcionaba a mí misma.

Desbloqueé la pantalla de mi móvil y una conversación captó toda mi atención. No era la de mis amigas, Mike me había escrito.

Bombonazo cañón: ¿Qué tal la resaca?, ¿estás mejor?

Estaba en línea ahora mismo. 

Después de planteármelo unos momentos, decidí contestarle.

Yo: Muy bien, gracias.

Había sonado bastante seca pero era él el que no me había respondido a mí la última vez. Mi solitario Hola. Me gustaría hablar contigo seguía ahí arriba, sin respuesta.

Bombonazo cañón dice: Eres la alegría de la huerta.

Me lo imaginé diciendo esas palabras en voz alta y no pude evitar una carcajada.

Yo: No soy yo la que deja los mensajes sin contestar. 

Tras una pausa, me respondió:

Bombonazo cañón: Tienes toda la razón. Lo siento, pero pensaba que estabas enfadada conmigo, Elena me lo hizo saber alto y claro.

Pensé en el episodio del teléfono y entendí que tenía razón, que para él las palabras de Elena podrían haber sido fielmente el reflejo de la realidad. Y lo cierto era que aún mantenía cierto recelo por lo que había sucedido en el aquel parque, pero los recuerdos de la noche anterior, en el Ático, los estaban sustituyendo. Nos habíamos besado. Él se había preocupado por mí, me había cuidado mientras estaba sola sin la compañía de mis amigas. ¿En qué posición nos dejaba eso?

No me dio tiempo contestar, ya que él volvió a escribirme.

Bombonazo cañón: ¿Aún quieres hablar?

¿Quería? Todo mi cuerpo gritaba ¡Sí, dile que sí! pero la voz censuradora de mi madre creada por mi mente decía ¡No, ni se te ocurra!

Yo: Me vendría bien despejarme. Esta mañana he discutido con mi madre y no quiero estar en casa.

Bombonazo cañon: Has tenido suerte, yo estoy libre. ¿Dónde quieres que nos veamos?

Dios mío, ¿de verdad estaba quedando con Mike Summers en una especie de cita? Dos semanas atrás esto me habría parecido un mal chiste.

Yo: ¿En la plaza central en veinte minutos?

Bombonazo cañón: Allí estaré, amor.

***

Estaba más nerviosa que en mi primer día de clase.

Creía firmemente que si un psicólogo me analizara no sabría interpretar mis acciones. Este chico había sido mi peor pesadilla los últimos dos meses, y ahora quedaba con él en plan... ¿amigos?

Me había puesto en pantalón vaquero y un jersey rosa palo bajo una chaqueta, también vaquera. El frío era más que evidente, y estaba pensando que tal vez debería haberme traído el chaquetón, porque en cuanto se fuera el sol la cosas se pondría un poco gélida.

Mike me esperaba sentado sobre uno de los bancos de la plaza. Tenía los pies sobre el asiento y se sentaba sobre el respaldo metálico de la estructura. Tenía la sensación de que le encantaba saltarse las leyes incluso en esa cosa tan simple. Si yo me pusiera así mi madre me echaría un sermón sobre cómo debería comportarme, y no aprobaría, ni de broma, que me viera con un chico con aire peligroso, que llevaba una americana de cuero negro y unos jeans desgastados del mismo color. Él todavía no era consciente de mi presencia allí. Su atención se encontraba inmersa en la pantalla de su teléfono.

Y estaba tan guapo y sexy que...

Mis pensamientos se desvanecieron en cuanto irguió la cabeza y me pilló infraganti mirándolo en la distancia. Entonces sonrió y la luminosidad del sol pareció empequeñecer en comparación con la luz que arrojaba aquel gesto que lo eclipsaba todo a mi alrededor. Se levantó y dio un salto hacia el suelo con una gracilidad casi inaudita. Vino hacia mí cual estrella de cine, con andares seguros e imponente presencia.

―Princesa sobresalientes ―me llamó con su descaro habitual, posicionándome a pocos centímetros de mí―, por un instante pensaba que no venías.

Lo creía, al final me había retrasado diez minutos.

―Ya ves que no. 

Me acerqué salvando el poco espacio que quedaba entre nosotros, había sido un impulso sacado de no sabía dónde; quería sentirme tan poderosa como él.

Mike volvió a sonreír. En un movimiento estudiado, se dirigió a mi oído y susurró:

―Me alegra haberme equivocado.

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