11. El regalo
―¡He estado a punto de llamar a los geos! ―Mario no era exagerado ni nada―. ¿Dónde puñetas tienes el móvil?
Compuse una mueca sarcástica a la par que pensaba «Criando malvas, en la piscina de Mary Anne».
―Está sin batería en algún lado de mi habitación ―mentí mientras cerraba los ojos y me masajeaba la sien con la mano que tenía libre.
Si de milagro conseguía entrar en modo zen, esperaba transmitirle mis vibraciones a Mario telepáticamente. Me estaba poniendo de los nervios y yo necesitaba tranquilizarme un poco después de lo acontecido con Pablo.
Mi hermano había llamado al teléfono fijo como tres veces hasta que se lo había cogido. Otra cosa no, pero a Mario nadie le ganaba en insistente. Si hubiese sabido que era él, tal vez habría pasado.
―Oye ―le dije con toda la tranquilidad que fui capaz de reunir―, si me vas a gritar te cuelgo.
―Joder, Nonni, qué susto me has dado ―siguió con tono admonitorio―. Tú nunca te pones enferma y, si lo haces, es raro que te quedes en casa. Sé que aunque se desatará el apocalipsis sobre la Tierra nada impediría que fueras al instituto.
―Estoy bien, no entiendo por qué te lo ha dicho mamá. Solo es un poco de dolor de cabeza; me he tomado un ibuprofeno y estoy como nueva. ―Al menos hasta que había recibido su llamada.
―Ya sabes que se queda tranquila si estás más controlada.
―Sois una familia demasiado acosadora ―apunté un tanto irritada.
―Quizás sea necesario, porque ¿cómo es eso de que ayer te abriste la cabeza con una grapadora?, ¿me lo puedes explicar? ―Dios mío... no iba a parar de regañarme―. ¿Tú sabes el porcentaje de gente que sufre una muerte por grapadora?
Puse los ojos en blanco.
―No, pero estoy segura de que me lo vas a decir ―ironicé, aunque él pasó de mis palabras.
―¡Un cero por ciento, Nonni! Y vas tú y te escalabras con una para elevar la media.
―Vale, Mario, lo he pillado: soy una patosa. Pero si has llamado para eso, no te preocupes, me ha llegado el mensaje, adiós.
Me dispuse a colgarle pero entonces escuché:
―¡Eh, eh! Alto ahí, enana.
Resoplé.
―¿Qué más quieres? ―pregunté sin esconder que estaba harta de aquella conversación.
―Baja esos humos, grapicida, soy tu hermano mayor, me debes un respeto y creo... que tienes algo más que contarme. ―Aquel tono era el que empleaba cuando quería sacarme algo.
Me cambié el teléfono de oreja y apelé a la calma una vez más.
―No sé qué quieres que te cuente... ―contesté, intentando ser paciente.
Mario bufó al otro lado del auricular.
―¿Cómo es eso de que vas por ahí dándote chapuzones con chicos mayores en piscinas ajenas?
La sangre se me fue del rostro.
―¿Quién te ha dicho eso?
Aferré mis dedos al teléfono hasta que se me notaron los nudillos.
A continuación, su voz sonó socarrona.
―Tengo ojos en todos lados, Nonni, aunque no esté allí contigo.
―A veces das un poco de miedo ―confesé―. Simplemente me caí a la piscina y el chico se lanzó a rescatarme. ―Odié echar mano de las palabras de Mike, pero esa era la versión oficial de la historia.
―Así que con el estadounidense... ―insinuó con desdén―. No me gusta ese chico. He oído cosas que no me agradan de él.
Fruncí el ceño, bastante interesada en eso.
―¿Cómo cuáles?
―Pues cosas ―respondió con seriedad.
Elevé los ojos al cielo una vez más. Él y su sobreprotección desmesurada; a veces parecía mi padre y no mi hermano.
―En tal caso, puedes estar tranquilo, lo último que quiero es tirarme a los brazos de Mike Summers.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
―No te creo, a todas os tiene atolondradas ―sentenció.
Me indigné un poco.
―Pues si no me crees es tu problema, no el mío. ¡Y no soy ninguna atolondrada! ―grité antes de colgar.
¿Quién se creía que era yo? ¿Una idiota que se iba detrás de unos pantalones? Un poco de confianza en mí tampoco hubiera estado mal por su parte.
Intenté tranquilizarme, pero no lo conseguí. ¿Qué le habrían contado exactamente de la escena en la piscina? Yo sabía que los rumores se podían tergiversar hasta el extremo y no quería que mi hermano se presentara aquí buscando pelea con Mike pensando cosas que no eran.
Y lo veía muy capaz de ello.
Además, ¿qué era lo que había escuchado de él que no le gustaba? Ya me había dejado con la mosca detrás de la oreja.
Mi hermano volvió a llamar pero, esa vez, no le cogí el teléfono.
Yo también podía ser cabezota cuando quería.
***
Tras vaguear un buen rato después de comer, alguien tocó a mi puerta.
Ya no sabía a quién esperar, me había imaginado a la madre de Elena, pero en su lugar estaba ella, mi amiga.
―Esto de que no tengas WhatsApp es un rollo ―declaró nada más verme.
Sonreí.
―Hola a ti también, ¿cómo estás? ¡Yo genial! ―monologué.
Elena aleteó una mano y entró en casa. Se dirigió al salón y dejó la mochila que llevaba al hombro de cualquier manera, en el suelo.
―Déjate de gilipolleces. Vengo a traerte los deberes, y a visitarte, para que luego me digas. ―Se echó en el sofá como una bruta hasta quedar tumbada bocarriba.
Le di un manotazo en los pies y ella los levantó para hacerme sitio.
―¿Qué tal las clases? ―pregunté mientras mi amiga recolocaba sus piernas estiradas sobre mis muslos y se ponía cómoda.
―Pues un ascazo, ¿o piensas que por que tú faltes se van a poner más interesantes para hacerte rabiar?
Le di con un cojín en la cara. Pero entonces me detuve, porque eso me recordó a la guerrilla que había comenzado con Pablo, lo cual me revolvió un poco las tripas. Le había prometido que no le diría a su hermana lo del tema del dinero, pero lo de que habíamos estado a punto de besarnos no se había estipulado nada... No obstante, ¿cómo reaccionaría ella ante eso?
―Petarda. ―Sonrió desde su posición acostada, arrebatándome el cojín de las manos―. Tranqui, colegui, que te he traído toda la tarea. No he pasado por ni por mi casa, he venido directamente aquí porque tengo una cosita que darte.
Fruncí el ceño.
―¿Algo más que los deberes? ―Puse un dedo en mi mejilla y adopté mirada de filósofa―. Déjame que piense, ¿se trata de tu compañía? Si así, tampoco pasa nada.
Elena rio y sus ojos azules se entrecerraron divertidos.
Me envió de vuelta el cojín arrojado.
―Mira que estás tontita hoy, ¿eh? Pues no, listilla.
Apartó las piernas de encima de mí y se irguió para ir a recoger su mochila. Después se sentó como una persona normal, a mi lado. Sacó una cajita blanca un poco más grande que mi mano y me la tendió.
―Para ti.
La abrí enarcando una ceja. Descubrí que dentro había un móvil: uno de última generación infinitamente mejor que el que se me había ahogado en la piscina de Mary Anne.
Los ojos se me pusieron del tamaño de la luna.
―¿Y esto? ―inquirí mirándola.
Elena compuso una sonrisa tensa.
―Un regalito.
La observé unos segundos sin comprender nada; debía de estar loca.
―¿Me has comprado un móvil?
Como no hubiera hecho una recaudación con toda la clase, no sabía cómo podría haber adquirido un teléfono como aquel.
La sonrisa tensa se deformó en una mueca de nerviosismo.
―No lo he comprado yo.
Esperé a que agregara algo más, pero no parecía tener intención alguna de sacarme de dudas.
―¿Entonces? ―pregunté más fuerte de lo que pretendía.
Elena me siguió contemplando unos segundos más; su cuerpo parecía haber adquirido la textura de una estatura. Estaba totalmente rígida.
―Pues... ―Una gotita de sudor surcó su sien.
Me estaba empezando a asustar.
―¿Lo has robado o qué? ―inquirí planteándome la peor de las posibilidades.
Salió de su estupor para dedicarme una mirada fruncida.
―¡No!
Respiré más tranquila. ¿Y por qué estaba así si no?
―Pues explícate mejor ―reclamé.
Ella suspiró un tanto cohibida.
―No sé cómo decirte esto... ―Dudó sin dejar de mirarme con rostro asustado.
En serio, si no hablaba ya iba a zarandearla de los hombros hasta que me confesara el crimen que había cometido.
―Es un regalo de... Mike.
Pensaba que sufriría un infarto instantáneo ahí mismo.
Por suerte, no sucedió.
Elena elevó una ceja ante mi silencio pasados unos segundos.
―Mike... ―dije yo―. Mike Summers me ha regalado un teléfono.
Ella asintió, despacio, un tanto recelosa.
―¿Sabes por dónde puede meterse ese delincuente este móvil? ―elevé la voz.
Elena tragó saliva.
―Sé que estás enfadada con él. No ha sido muy explícito, pero he leído entre líneas y sé que tuvo la culpa de lo que te pasó ayer. ―Señaló mi frente decorada con una tirita.
Torcí el gesto mientras dejaba la caja con el aparato electrónico en la mesa, luego me crucé de brazos, disgustada con ella.
―No fue exactamente su culpa, pero así fuera ¿tú le haces de recadera conmigo?
―Si se hubiera acercado a ti con esa cara tan seria y ese vozarrón que ha puesto, no me preguntarías eso. Madre mía, parecía que se iba a cargar a alguien cuando me ha llamado en las pistas a la hora del recreo. Está buenísimo pero impone un montón. Así que sí, le he hecho el favor de traértelo. De todas formas, te lo debe, no sé por qué te cabreas.
La miré con una pizca de indignación, pero más tranquila.
―Elena, me está comprando con un bonito Smartphone caro ―señalé―. Como si yo fuera esa clase de chicas que se pirran por un regalito y ya está todo olvidado.
Elena soltó una risita.
―Creo que le ha quedado claro que no eres así. No sé qué cuernos le dirías ayer pero si no ha venido en persona es que te tiene algo de miedo.
De mi boca salió un sonido así como un «Puf» sarcástico.
―Mike Summers no le tiene miedo a nadie; le da igual todo. Seguro que el teléfono es robado y vuelve a meterme en problemas ―argumenté con una pizca de tristeza.
¿Es que jamás me iba a librar de ese chico?
―Mira, yo no sé si es robado o no, pero parece nuevo. En tal caso, no quiero ser vuestra criada; díselo mañana, o cuando vuelvas al insti, tú misma.
―O sea, que él te pide que hagas una cosa y la haces, te lo pido yo y pasas de mí. Muy bonito.
Elena rio un poco. Se levantó de mi sofá con la mochila cargada al hombro.
―La verdad es que tenía un poco de miedo del huracán Nonni, pero veo que no ha sido para tanto.
―¡Oye! ―exclamé a la defensiva―. Tú quieres que dejemos de ser amigas, está claro.
Elena volvió a elevar las comisuras de sus labios, de buen humor.
―Esa amenaza no cuela, Nonni. Me quieres demasiado. ―Sacó una hoja de libreta del bolsillo de su pantalón y la dejó encima de la mesa―. Casi se me olvidan, estos son los deberes. ―Se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y me abrazó―. Anda, porfa, no la tomes conmigo.
Hice un mohín. «Como siempre, nadie me toma en serio», pensé con ironía.
―Soy demasiado blanda. ―Yo también la abracé.
―¡Esa es mi chica! Me voy que estoy hambrienta. ―Fue hacia la puerta y se marchó.
Elena era incorregible. Pero tenía razón, la adoraba y no podía estar mucho tiempo enfadada con ella.
Posé mi mirada verde en el móvil que había sobre la mesa.
Al contrario que Elena, Mike Summers no era nada mío; no iba a comprarme con un regalo. Era cierto que me debía un teléfono, e incluso si lo aceptara, lo veía justo. Pero yo no era así.
Quizás estuviera acostumbrado a que todas las chicas que revoloteaban a su alrededor se dejaran engatusar con obsequios como aquel para hacer borrón y cuenta nueva. Tal vez era así cómo compensaba a sus amantes despechadas para sentirse mejor; se daba una palmadita en la espalda y creía que ya estaba todo perdonado.
Yo no era una de esas chicas manipulables
Y se lo haría saber en cuanto tuviera la oportunidad.
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