42. Cobarde

🎶Banda sonora: Proud - Leroy Sanchez🎶

Se miró a sí mismo por decimoctava vez. El pantalón negro amplio y la camisa gris eran cómodos, pero no eran el mejor atuendo del mundo. Llevaba el pelo demasiado largo y esa mañana se había despertado con dos inoportunos granos en la frente que no podía cubrir porque el flequillo le llegaba a los ojos.

—Choi Soobin-ssi... Su padre fue categórico sobre parar en cualquier sitio...

—No quiero discutir, si no va a llevarme, pare el coche y cogeré un taxi —contestó severo.

El chófer le echó una mirada por el reflejo del espejo y negó con la cabeza. Soobin suspiró cansado y apretó los dedos en el bastón. Tenía razón, debería estar de camino a casa de su padre para ser agasajado por su familia. Debería estar tumbado en el sofá o en una hamaca en el jardín; no en ese coche de camino a un sitio al que no sabía ni por qué estaba yendo.

De hecho sí sé el porqué.

Llevó sus dedos a su rodilla derecha. El efecto de los calmantes mantenía a raya los dolores y ya podía utilizar el bastón en lugar del andador que le hacía ver como un anciano inútil. Pero nada iba a borrar las marcas que había en la piel. Seguían creciendo dos uñas en su pie. Seguía teniendo una cicatriz de quemadura en las costillas y un buen puñado de heridas que acabaron por cerrarse.

Tampoco creía ser capaz de olvidar jamás la cara de su torturador. Y temía que el camino que estaba haciendo le lanzase de cabeza a la vorágine que retenía en su cerebro con terapia, pastillas y muchas, muchísimas noches en vela.

Seungmin se había tomado la libertad de dormir en el hospital con él y Soobin sabía que lo hacía por dos razones obvias. La primera, que aún en ese momento, con el alta hospitalaria y la recuperación de su capacidad de andar, ninguno terminaba de creerse que estaban vivos. La segunda, que la mansión en la que vivía solo se le echaba encima.

Lo entendía. Ni siquiera se había planteado la posibilidad de volver a su propia casa. Y por eso estaba en el coche discutiendo con el chófer de su padre, los Choi no iban a permitir que el pequeño y frágil bebé de la familia sufriera solo.

Y aquí estoy, haciendo caso omiso de las órdenes de Pa para ir a ver a un hombre que no se ha molestado en mostrar la cara en seis semanas.

Soobin estaba enfadado con él por un montón de motivos: por haberle mentido, por haberse arriesgado, por no hablarle antes de ese hombre, por no respetar a sus padres como merecían, por no pedirle perdón. Pero sobre todo por su ausencia en esa habitación de hospital. A pesar de que entendía que la culpa y la vergüenza pesaban sobre sus hombros mucho más de lo que pudiese haber sentido por él.

Además, sabía que estuvo en el hospital muchas veces aunque nunca se atrevió a subir.

Jisung había aparecido una tarde en la habitación con la boca apretada en una línea y una caja de color azul con un lazo que dejó sobre la mesa. Se miraron durante unos segundos mientras Soobin se preguntaba en qué instante aparecería Minho.

Esa tarde Jisung se sentó a su lado y le contó que él disparó al hombre que le había destrozado la rodilla y la vida. Le dijo que se sentía atormentado por aquella muerte, pero que no se arrepentía. Le habló sobre Kibum, sobre Seo Changbin y su historia de familia; conoció de su boca a Boram Neri y los Park. Entendió porqué Chan tenía esa obsesión con la limpieza, también nombró a Eunwoo. Después le contó su propia historia.

Descubrió la realidad de Han Jihyeon y Han Eunji, la de Minho y Felix, escuchó por primera vez el nombre de Lee Ari. Y, por último, le habló de Choi Yeonjun. No hizo falta que señalara la caja con el envoltorio azul cuando le habló de los regalos. Soobin ya sabía que era de él en el momento en el que Jisung entró con ella en la mano.

Han, su exnovio, el que le había roto el corazón en pedazos, le habló de perdón.

Esa tarde Soobin se dio cuenta de que quien se sentaba en la silla con las piernas cruzadas era alguien que él no conocía. Se percató de que estuvo enamorado de una fantasía que él mismo construyó. Aquel día sintió que su perfume saturaba demasiado el ambiente en la habitación, que sus labios eran demasiado pequeños, que era demasiado bajo, que el lunar de su mejilla no era tan interesante.

No se acercó a él, pero todavía lo notó demasiado abrumador. Porque Han Jisung era un hombre demasiado intenso para tenerlo alrededor. Cuando Minho llegó, una hora y media después, la sensación de agobio se multiplicó y el oxígeno en la habitación de hospital pareció desaparecer.

Minho solo miró a Jisung y a la caja con el ceño fruncido y después a él. Y dijo la única cosa que podría empujar con más fuerza el peso de su corazón imprudente al vacío: "Querría decirte que no le tengo ninguna lástima a ese cabrón, pero sería hipócrita. Yo he estado allí, sé lo que hay en el lugar del que viene. Pero si vuelve a hacerte daño le arrancaré el corazón, tokki"

No sabía en qué momento Lee Minho decidió que podía llamarlo tokki. Tampoco cuál fue el instante en el que la opinión de ese hombre le empezó a importar tanto como para que se le quedaran grabadas a fuego sus palabras.

Volvió a sentir esa presión en el estómago al recordar cómo sentenció en voz baja lo que quedaba de su cordura. Desde ese día, Soobin sabía perfectamente cuál sería el primer lugar que visitaría cuando saliera del hospital. Precisamente el mismo lugar frente al que paró el chófer de su padre.

Abrió la puerta y sacó la pierna antes de que el hombre se apresurara a ayudarle. Bufó con rabia y apartó la mano de su antebrazo. No se merecía que le tratase así, pero necesitaba saber que podía valerse por sí mismo. Necesitaba entender que podría volver a estar completo de nuevo algún día.

No quería ser más un premio de consolación.

Asió el bastón que era extremadamente llamativo para su gusto y el bolso que se colgó del hombro. Su pierna sana dio un tirón de protesta por la intensidad con la que dio sus primeros pasos. No le importó.

Se dirigió directamente al mostrador donde un chico muy joven lo miró con los ojos muy abiertos.

—Vengo a ver a Choi Yeonjun-ssi —dijo, haciendo una reverencia. Se quedó paralizado durante unos segundos demasiado largos. Soobin lo entendía, sabía que toda aquella mierda estaba en la prensa, esas personas le conocían.

—Choi Yeonjun-ssi no atiende sin cita previa... —contestó inseguro. Soobin rechinó los dientes.

—Sabe quién soy, ¿verdad? —El muchacho asintió—. Voy a subir al ascensor y voy a ir a su despacho. No quiero que le avise. Si le despiden o le sancionan venga a verme a las oficinas de los Choi y le daré trabajo.

Se dio la vuelta dejando al chico con la boca abierta. El trayecto hasta el ascensor le pareció eterno, tan largo como una maldita maratón cuando apenas había 20 pasos de distancia.

Ese había sido uno de los descubrimientos durante la rehabilitación: el espacio, igual que el tiempo, era relativo. Aunque los seres humanos utilizan sistemas métricos para ordenar todos los parámetros del mundo, la percepción de cada uno era completamente distinta.

Para su sobrino Byul, con sus pequeñas piernas, 20 pasos eran en realidad 50. Para la neonata Yuri, a la que trajeron a su habitación envuelta en mantas cuando tenía dos días de vida, 20 pasos eran menos de un minuto de siesta en un carro de bebé o en los brazos de su madre Soojin.

Para Minho 20 pasos serían, seguramente, el equivalente a un disparo a distancia media que no dudaba que acertaría; para Seungmin y Chan se sentirían como un acantilado insalvable que les separaba. Para Changbin y Felix, una corta carrera para que el pecoso saltara a los brazos del otro. Para Ma y Pa serían unos segundos compartiendo un secreto y una sonrisa; para Jisung, lo suficiente para demostrar que podía gobernar el mundo si quería, con sus andares de la realeza.

Para Soobin era un camino lleno de ansiedad, ecos de dolor en sus piernas desentrenadas y un revoloteo familiar de mariposas en el estómago que no esperaba sentir de nuevo.

La primera vez que pudo levantarse de la cama para empezar con la terapia de recuperación, lloró antes de llegar a salir de la habitación. Sus pies, sus pantorrillas, sus muslos y sus caderas se rebelaron contra él con rabia.

Después de dos semanas, tenía callos en las manos y contracturas en la espalda por apoyar el peso sobre el andador. Todavía tuvieron que pasar muchos días más para que ir al baño no fuera una prueba de fortaleza.

El ascensor dio un pitido y bajaron unas cuantas personas. Una mujer se paró en la puerta y la aguantó esperándolo. Sus dedos se presionaron en el mango del bastón. Esa era la peor parte: lidiar con la lástima de todo el mundo. Era consciente de que la gente no hacía ese tipo de cosas con mala intención, pero se sentía un inútil cuando tuvieron que acompañarlo a darse un baño, cuando le curaban las heridas y cuando le miraban como si estuviera desahuciado.

Dio las gracias en voz baja un millón de años después, cuando logró entrar al cubículo. Presionó el botón del piso y respiró hondo. El latido irregular de su pecho volvió.

¿Qué voy a decirle? ¿Qué demonios le diré a ese hombre? ¿Qué estoy haciendo aquí?

Le faltó el aire y aquel espacio se volvió opresivo. Llevo una mano al pecho y movió la camisa tratando de conseguir un poco más de oxígeno. Colocó el asa del bolso sobre su hombro.

¿Qué mierdas estoy haciendo aquí?

Las puertas de metal se deslizaron ante él y tuvo el valor de salir al pasillo. Dos pasos más y estaba en el espacio diáfano de la oficina donde los trabajadores se agrupaban en mesas a ambos lados. Se levantaron un montón de cabezas con la misma emoción que mostró el chico de la recepción.

Soobin avanzó con paso inseguro, temiendo que la fuerza de sus piernas no le sostuviera el tiempo suficiente. Las mariposas volaron dentro de su estómago haciendo interferencia en el enfado, en la tristeza, en el dolor físico y emocional. De pronto tenía demasiada prisa por llegar a aquel despacho cerrado que había frente a él.

Son solo veinte pasos más, treinta a lo sumo.

Se veía como el final, como el último sprint en una carrera de fondo que llevaba corriendo un año, como el último escalón para que todo acabase. Aquella puerta al fondo de la planta tenía un cartel de "META" en letras de neón brillantes.

Si llego allí, se dijo, le diré a ese imbécil que no soy un premio de consolación. Que es un cabrón mentiroso y que le debe una disculpa a mi familia por lo que pasó. Que Minho hyung le ha dado una oportunidad pero yo no.

Caminó con toda la seguridad que le permitía el apéndice que Seungmin y Seokjin le habían regalado y que tenía, para su horror, la cabeza de un león en el mango.

Vio el picaporte moverse y frenó en seco cuando aún le faltaban unos pocos metros para llegar. Del despacho salió una mujer que lo miró sorprendida. Dos segundos después su corazón dejó de latir y se aferró desesperado a la cabeza del felino de plata.

Choi Yeonjun apareció ante él. Y le vio más pequeño que nunca. Más grande de lo que jamás había sido.

El espacio, como el tiempo, fue relativo en aquel instante. Soobin quería echar a correr y lanzarse sobre él, quería compartir un secreto mientras caminaba los metros que les separaban, quería sacar una pistola y dispararle, quería enderezar la espalda y demostrarle que podía gobernar el mundo si quería.

No hizo nada de eso. No hizo ningún movimiento y los enormes ojos del heredero de Tea Continental se llenaron de lágrimas contenidas. Atrapadas igual que se sentía él en su propio cuerpo, atado a ese palo en su mano, a las sesiones de fisioterapia, al psiquiatra, a los analgésicos, al recuerdo del fuego que encendían esos dedos sobre su piel.

El tiempo, como el espacio, se relativizó. Habían pasado seis semanas desde la última vez que lo vio. La última vez que Soobin miró esos orbes oscuros, le pidió en silencio que le matara porque no podía seguir aguantando aquel dolor. En ese instante, sin embargo, ya no quería morir.

En cambio, quería golpear esa cara triste que le miraba fijamente. Quería subirse a su espalda y obligarle a que le bajara hasta el coche porque su maldita rodilla empezaba a protestar. Quería besarle. Pegarle. Insultarle. Llevarle a casa y pedirle que cocinara para él completamente desnudo, llevando solo un delantal. Necesitaba con urgencia caminar esos pasos que les separaban y sentir sus dedos sobre su pelo, sus labios besando sus hoyuelos.

Su cerebro se reseteó y, si no hubiese sido algo automático, estaba seguro de que ni siquiera se habría acordado de respirar. A su alrededor, el mundo frenó su paso también.

—Soobin... —susurró; el silencio era tan sepulcral en aquella sala llena de gente que la voz resonó en sus oídos como una alarma nuclear.

Oír ese nombre en sus labios dolió.

—Eres un cobarde —contestó.

—Soobin, yo...

—Yo te acepté. Y tú te escondiste. Eres un cobarde —repitió mordiéndose el interior de la mejilla para no echarse a llorar. El chico asintió resignado y bajó los ojos

Mírame, mírame, mírame solo a mí. Levanta los ojos de tus pies y mírame.

El corazón de Soobin cayó en picado cuando la primera gota salpicó los zapatos lustrados de Yeonjun. De hecho, dio un paso hacia delante para lanzarlo al vacío él mismo. Y el tiempo y el espacio, como el mundo alrededor, parecieron desaparecer.

No pudo evitar llorar. No pudo evitar que esas lágrimas se soltasen de sus pestañas. Daba igual que hubiese veinte personas aguantando la respiración. Daba igual que estuviese en su oficina. Daba igual que el suelo estuviera cubierto de los papeles que dejó caer cuando le vio frente a él. Todo eso daba igual porque la voz de Soobin le había perseguido en sueños y ahora volvía a escucharla llena de los reproches que merecía.

Había sido un cobarde toda su vida: 30 años de comportamiento huidizo. Tres décadas de cerrar la boca ante las amenazas, de escapar de los problemas, de evitar enfrentamientos abiertos.

Sunny Bunny-ssi había sido el único ser humano que le dio el valor para enfrentarse a su particular bruja del Oeste. Como una suerte de Mago de Oz, pero sin artificios ni mentiras. Choi Soobin le dio valentía al león cobarde y él le pagó escondiéndose de nuevo en el agujero del que nunca debió salir.

Se sentía pequeño, miserable, humilde y desgraciado. Quería volver a la noche en la que se habían conocido y no invitarle a beber. No besarle en aquel baño, no pedirle su número de teléfono. Quería no haber sido tan egoísta, no haber pretendido ser tan valiente. Quería que Soobin se fuera de allí y no volverle a ver.

Y también necesitaba desesperadamente caer a sus pies y pedirle perdón hasta quedarse sin voz. Necesitaba escucharlo otra vez, necesitaba volver a verlo sonreír. Tener esos labios carnosos sobre los suyos sonaba mejor que respirar. Besarle era mejor plan que vivir. Pero no podía parar de llorar.

Sorbió por la nariz preguntándose en qué momento iba a hablar alguien. Un teléfono sonó en alguna parte de la enorme oficina y la veintena de empleados siguió contemplando, probablemente atónitos, cómo el hombre con la sonrisa más bonita de la faz de la Tierra le llamaba cobarde.

Un pañuelo de tela apareció ante él y lo cogió para secarse las mejillas. Levantó la cabeza para encontrarse con las cejas fruncidas de Soobin, con su boca sensual en una mueca de enfado, con su mandíbula apretada.

Presionó el trozo de tela en su mano y decidió que no iba a soltarlo, como si ese tejido fuese el último cabo que le atase a él.

Tenía el sabor de la despedida en su boca: amargo y ácido. Una despedida que no quiso enfrentar en un hospital ni en ninguna otra parte. Una que seguro no quería enfrentar justo en ese lugar en el que estaban. No quería escuchar cómo el ser humano más cálido que había conocido lo condenaba. No podía lidiar con el dolor propio, como para enfrentarse también al desprecio del rayo de sol que había quemado las alas de Ícaro.

Su cara, ahora limpia y sin marcas, le hizo pensar en las marcas que Kibum puso allí. Recordó su cuerpo desnudo, deshidratado y golpeado, atado a una silla metálica. También vino a su cabeza como se veía Soobin sobre la encimera de su cocina cubierto de crema; como sonaba su risa cuando jugaba al fútbol con sus sobrinos.

Recorrió en un par de segundos todos sus recuerdos con él: las fotos, los videos, las conversaciones. Recordó los regalos, los viajes en coche, su boca sobre la piel, la noche en la que le abrazó desnudo, el día que le pidió que se quedara para siempre.

Soobin se acercó un paso más y vio el bastón en el que se apoyaba, que parecía de un proxeneta estereotipado del cine de los años 70. Se le escapó una sonrisa estúpida que el chico pareció notar. Su mano se cerró sobre el mango plateado celosamente y tuvo el valor de levantar los ojos para mirarle de nuevo. Estaba guapo con el pelo así de largo, había adelgazado mucho.

Alguien salió del ascensor y observó por encima del hombro de Soobin al recepcionista.

—Lo siento mucho, Choi Yeonjun-ssi. Le dije que no recibía visitas sin cita previa... Perdóneme —se excusó agobiado desde el otro lado de la sala, inclinándose ante él.

—Mi oferta sigue en pie —contestó Soobin sin apartar sus ojos de Yeonjun.

Frunció el ceño desconcertado por unos segundos antes de que la mano de Choi Soobin estuviera contra su pecho. Su corazón se desboco bajo las costillas, martillando contra la palma ardiente. El chico le empujó apenas, pero sus procesos cerebrales estaban fundidos y no podía hacer nada más que mirar sus facciones fijamente.

Su propia mano subió hasta la muñeca de Soobin y acarició su piel, temblando como una hoja. Joder, tenía que dejar de ser un puto egoísta. Tenía que apartarse de ese hombre. Tenía que dejar de necesitar su piel de la forma en la que lo hacía.

Algo cambió en la expresión del otro y un brillo desconcertante se instauró en sus ojos.

—Entra al despacho —ordenó Soobin, con su voz grave y oscura enviando señales de alerta a todo su cuerpo.

Se apartó para dejarle pasar. Miró a las veintitrés personas que había allí tan paralizadas como lo estaba él. Nadie dijo nada y lo agradeció internamente. Se dio la vuelta suspirando, aferrándose al pañuelo que no pensaba soltar jamás.

Cerró tras él y no fue capaz de levantar la cabeza. En su despacho, en ese espacio delimitado por mamparas de cristal translúcido, se sintió tan diminuto como un insecto. Igual de vil. Igual de cobarde también.

No sabía si había pasado un minuto o un año, pero escuchó el resoplido cansado del otro y vio cómo movía sus pies y se sentaba sobre el borde de la mesa.

—Soobin yo... lo siento —vomitó por fin, todavía con los ojos fijos en los tres puntos de apoyo que necesitaba el chico para andar.

Ese bastón de proxeneta era como un recordatorio de todo lo que había hecho mal. Un souvenir de la estancia de Soobin en el infierno, el viaje al que él le había empujado, el trauma que él marcó, indirectamente, en esa piel.

—No sé qué estoy haciendo aquí —dijo de pronto el muchacho—. Solo quería decirte que eres un cobarde. Un puto cobarde de mierda. Y ya te lo he dicho y no me siento mejor.

¿Cómo lo podía culpar? Minho había entrado en su habitación del hospital y le golpeó hasta dejarlo casi sin sentido y Jisung le había vuelto a amenazar, esta vez con su mano haciendo un puño en su camisa. Era lógico recibir también el odio de Soobin.

Lo que no era lógico es que no pudiera dejar de pensar en que necesitaba verle sonreír solo una vez más. Como en las fotografías y los videos de su teléfono móvil. Bunny era un maldito espectáculo cuando sonreía. Volvió a levantar los ojos y Soobin se enderezó apoyándose en el bastón. Se le escapó involuntariamente la sonrisa porque era la cosa más inadecuada del mundo.

—Apártate de la puerta, me voy de aquí —dijo de repente y le enfrentó, desesperado por rogarle que le dejase estar a su lado solo unos minutos más.

Solo lo suficiente para que el último recuerdo que tuviera de él fuera su pelo demasiado largo, su boca sensual y su piel suave e inmaculada. Lo necesario para borrar de su córtex cerebral el miedo atroz a que Kibum hyung hubiera usado aquella botella de ácido en él; el recuerdo de los cardenales en su rostro, el sonido de los puños fracturando las costillas.

—Apártate, por favor —susurró con toda la fuerza con la que había entrado enturbiada por el llanto que contenía en su garganta.

—Soobin...

—Deja de decir mi nombre. Para de una vez —rogó entrecortadamente.

Clavó sus ojos en las pupilas de conejito que brillaban por las lágrimas. ¿Le mataría si le abrazaba? ¿Le golpearía si se acercaba a él? ¿Podría soportarlo? Soobin negó con la cabeza respirando hondo y llevó la mano libre a su bolso. Sacó la caja azul y la mostró ante él. Su pecho se rompió un poco más. El chico dejó la caja a su lado, sobre la mesa.

—Déjame salir, por favor.

—Yo... Lo siento, Soobin.

—Cállate de una vez. Deja de repetir lo mismo, deja de decir mi nombre. Cállate y deja que me vaya —Sus palabras golpearon sin piedad en su corazón herido—. No sé qué coño estoy haciendo aquí. Me arrepiento de haber venido.

—Espera un momento, espera, por favor —rogó agarrándole de la muñeca. Se miraron dos o tres segundos y el labio inferior de Choi Soobin tembló—. No te vayas, Soobin, por favor, no te marches.

—Eres un puto cobarde de mierda. He tenido que venir yo aquí para que te atrevas a mirarme a la cara —Se humedeció los labios y negó con la cabeza—. No te mereces que esté aquí, no te mereces mi tiempo, ni siquiera te mereces respirar el maldito mismo aire que yo.

—Ya lo sé —le interrumpió con el dolor cavando en su pecho un agujero para enterrar a su corazón muerto—, pero no te vayas, por favor.

—Llevo seis putas semanas en el hospital. Seis. Y, ¿me pides que no me vaya? ¿Me pides que me quede? No, Choi Yeonjun-ssi, no me voy a quedar —contestó con las lágrimas cayendo por fin de sus ojos marrones y cálidos—. No sé cuáles eran tus flores o tus peluches, o lo que sea que me hayas enviado, porque te cuidaste de no firmar ni una puta tarjeta. Pero te devuelvo eso. —Señaló con la barbilla la caja.

—Siento lo de Kibum. Siento que te encontrara, siento que existiera ... —murmuró desesperado—. Siento haberte mentido, siento no haberme apartado de ti a tiempo. Siento haber sido tan egoísta...

—Todo eso es una mierda —le detuvo—. Toda esa mierda se la puedes decir a Minho hyung, a Jisung o a quien te dé la gana, pero no a mí. Sé por qué mentiste, sé que trabajabas con la policía. Sé toda esa mierda. Tus excusas son una basura. Y ahora me voy de aquí.

—Soobin, ¿qué coño quieres que te diga para que entiendas? —sollozó—. ¿Qué demonios quieres que te diga? Dímelo, dime qué quieres que haga. Dime qué quieres de mí y te lo daré —Soobin bajó la cabeza y lloró tratando de esconder sus ojos tras su mano libre—. Dímelo, por favor... Si hay algo que pueda hacer dímelo... No quiero vivir el resto de mi vida atormentado por el fantasma de lo que pudo ser... —declaró en voz baja, ahogándose con el llanto.

La agonía punzante le perforaba el esternón con violencia, su garganta se apretaba como si la mano de Kibum estuviese de nuevo allí asfixiándolo. Quizá esta era su venganza, quizá la forma de hacerle pagar por su traición era entregarle esta imagen de Soobin para después hacerlo desaparecer.

Tal vez su karma era, precisamente, tenerlo cerca por última vez, recibir el rechazo, los insultos y el desprecio y vivir el resto de su vida de mierda viéndole ser feliz desde la periferia. Se imaginó que tal vez conocería a alguien pronto. Que se irían a vivir juntos, que Byul y Dara llamarían "samchon" a alguien más, alguien que no era él.

Abeo-nim Taeyang le ofrecería una dote a algún chico de buena familia, sin cicatrices en la espalda. Omonim Yejin le diría que la ropa de Soobin le sienta bien. Sooyeon nuna defendería a otra persona, Soojin nuna se burlaría de alguien más. Sunny Bunny-ssi besaría a otro hombre en la puerta de su casa, en su habitación, en el aparcamiento, en el baño de un bar.

Se acabarían las miradas cómplices en las juntas. No habría más fiestas en el jardín de Felix y Changbin, ni más de la risa malvada de Seungmin, de los ojos tranquilos de Seokjin. No tendría que ver nunca más como Choi Soobin miraba a Jisung como si fuera el hombre de sus sueños, no enfrentaría nunca más la ira de Minho hyung.

Quizá el castigo para el león cobarde era contemplar como el Mago de Oz encontraba un hombre de hojalata al que darle un corazón. Al que darle su corazón. El mismo que él ambicionó con avaricia insana y destrozó.

—¿Sabes qué fue lo que pensé cuando te vi en el sótano? —preguntó Soobin. Él negó con la cabeza—. Que ojalá supieras lo que es el amor de verdad. Que aprendieses lo que es querer a alguien sin que te dañen; ojalá alguien, quien sea, lograse hacer que estuvieras de verdad con él.

—Tú lo hiciste...

—Eso no es verdad, Choi Yeonjun-ssi —gimió mordiéndose el labio—. Dijiste que te ibas a quedar y en realidad nunca estuviste aquí...

Sintió el peso de la culpa aplastarle como si una losa de hormigón cayese sobre su espalda. Sus piernas flaquearon y presionó los dedos en torno a la muñeca que mantenía sujeta. Guardó el pañuelo que no pensaba devolverle jamás en el bolsillo de su pantalón, asustado de que lo quisiera de vuelta. Aterrorizado de perder la única cosa que iba a quedar de él en cuanto se apartara de la puerta.

—Yo no quería estar lejos de ti. Lo único que he querido desde la primera vez que te besé es tenerte conmigo. Eres lo único en lo que he podido pensar desde aquel día...

—No ibas a llamarme, ¿verdad? Cuando nos vimos en la Junta te asustaste porque no pensabas hacerlo.

—Yo...

—No me mientas —se quejó—. No quiero oír más putas mentiras.

—No iba a llamarte —confesó tragando saliva—. Kibum hyung es... era una persona peligrosa. Estaba asustado de que te hiciera daño... No quería que pasara nada de esto, Soobin.

—Soy, con diferencia, la persona más cobarde que conozco. No me acuesto con extraños, no me enrollo con gente en los baños de los bares, no salgo con gente desconocida. Yo no hago esas mierdas. Me asusta que me hagan daño, me asustaba que me rompieran el corazón. Tu me dijiste que era suficiente. Yo te acepté aunque tenía miedo y tú desapareciste. —Soobin lloró con fuerza y fue entonces cuando consiguió reunir el valor suficiente como para rodearlo con sus brazos.

La frente de Choi Soobin fue a parar a su hombro y le sintió hipar entre sollozos. Sus palmas aprovecharon para subir por su espalda, sintiendo el calor de su cuerpo. Le acarició la cabeza, llorando también.

Ese abrazo se sentía como un adiós, como todo lo que quiso tener y perdió. El león cobarde nunca llegó a la Ciudad Esmeralda, la bruja del Oeste lo arrastró lejos del Mago de Oz.

Soobin se separó y él lo dejó aunque todo lo que quería era mantenerlo para siempre allí, cubriendo el agujero que la vida cavó en su pecho. Seguía estando en el mismo sitio, en la trayectoria entre las piernas heridas de Soobin y la puerta del despacho. Y todavía era incapaz de moverse ni un milímetro de ahí porque estaba demasiado cerca, y temía que si le dejaba libre el espacio para salir, se marcharía demasiado lejos.

—Joder, ¿por que tuviste que hacerlo todo tan mal? —susurró frustrado, mirándole a los ojos—. Déjame salir, quiero marcharme...

—Dime qué hacer...

—Podrías haber hecho un millón de cosas que no hiciste. Tendrías que haber llamado, tendrías que haber estado allí. Tendrías que haberme dicho la verdad. Soy la puta persona más cobarde que conozco y sin embargo soy yo el que ha venido hasta aquí con un maldito bastón de mafioso de película. —No pudo evitar que se le escapara una sonrisa que intentó contener. Soobin lo miró ofendido.

—No, no, no me estoy riendo de ti. Es el bastón, es el bastón de un proxeneta que no va contigo.

—Y, ¿qué va conmigo?

—Ningún bastón. Ningún dolor. Nada malo. Eres la mejor persona que he conocido en mi vida, Soobin. Eres un hombre excepcional, un ser humano extraordinario. Y también eres el rayo de sol más cálido y brillante que he visto. Desearía que no hubieses conocido a Kibum. De verdad que me gustaría no haberme acercado a ti en aquel bar, o decirte que no quería que me llevaras a casa después de la Junta... Pero no lo hice y ahora tienes que llevar ese bastón tan hortera contigo. Y todo lo que significa que lo estés llevando... —murmuró, con sus dedos picando por volver a agarrarle, con su pecho latiendo por volver a sentirle contra él.

—A Seungmin le pareció una gran idea —comentó, como única respuesta.

—Fue una idea terrible contestó sonriendo inconscientemente.

—No vuelvas a hacer esto —le cortó bruscamente y él enderezó la espalda arrepentido.

Se preguntó si Minho habría hablado con él, si le habría contado que le prohibió volver a pronunciar el apodo que le puso la primera vez que le besó. También se preguntó si Jisung se sentó junto a su camilla, llenando el hueco que debió haber ocupado él, Choi Yeonjun.

Recorrió con los ojos cada espacio de su cara llevándose consigo el tono marrón de sus pestañas largas, las arrugas de expresión junto a su boca, las marcas imperceptibles. Grabó en piedra la distancia exacta en la que sus párpados se curvaban ligeramente hacia abajo, con ese aspecto de conejito tierno que desaparecía cuando se lamía los labios de forma sensual.

Definitivamente, esta era la venganza de Kibum desde el más allá. Soobin estaba tan guapo que le dolía mirarlo sabiendo que iba a apartarle de su vida con un empujón. Choi Soobin se iba y él se quedaba. Y vería desde el patio de butacas aquel espectáculo que era su sonrisa.

¿Sería demasiado pedirle que sonriera? ¿Estaría tentando aún más a la suerte si le rogase ver su hoyuelo de cerca por última vez?

Llegó a su memoria repentinamente esa mueca que hizo, con las mejillas ruborizadas, cuando Seungmin golpeó la puerta del baño llamándole. También la respuesta que le dio y cómo su amigo se había reído ante la posibilidad de que Soobin realmente hubiese estado con alguien en aquel cubículo. Se le escapó de nuevo una sonrisa.

Las manos de Choi Soobin le agarraron con fuerza de las solapas y escuchó el tintineo del mango del bastón golpeando en el suelo. Estaba tan cerca de él, tan malditamente juntos, que sintió el aliento cálido sobre su boca. Se asió de las muñecas, acariciando la piel suave con sus dedos.

—Te dije que no volvieras a hacer eso —musitó en voz baja.

—No puedo evitarlo... —confesó en el mismo tono, tan brutalmente íntimo—. ¿Me dejarías verlo una vez más? —rogó, decidido a arrastrarse por el suelo para contemplar la sonrisa más radiante de la tierra.

—No te lo mereces —contestó apretando los dientes.

—Lo sé —Acarició el dorso de las manos que le agarraban con rabia—. Nunca me he merecido estar contigo. Te lo dije muchas veces... Pero sigo siendo una mierda egoísta y avariciosa cuando se trata de ti, Bunny...

Los labios carnosos y cálidos cayeron sobre los suyos tomándole por sorpresa. Sus dedos soltaron las muñecas y fueron directos a los lados de la cabeza de Soobin. Enredó los dedos en su pelo largo, abarcando toda la cantidad posible de espacio.

La boca que amaba se abrió y su lengua le buscó a tientas. Las manos del hombre le atrajeron más cerca, él lloró. Se le escaparon las lágrimas de sus ojos cerrados mientras el sabor de Choi Soobin entraba en su sistema como una droga que no quería dejar jamás.

Gimió cuando sus lenguas se encontraron, con Bunny iluminando cada espacio oscuro de su alma con sus labios rosados y suaves. Paladeó la saliva ajena, escuchó la respiración agitada, sintió en sus manos el cabello liso y la forma exacta en la que el hombre encajaba entre sus brazos.

No quería que acabase nunca, no quería que sus labios se separasen nunca. Pero tuvieron que hacerlo. Soobin lo hizo. Se apartó con un jadeo cansado y le miró con los ojos vidriosos. Se relamió y quiso volver a besarle.

—Me debes seis semanas —aseguró empujándolo más lejos. Lo miró desconcertado, pero asintió—. Tienes suerte de tener una cara bonita, Kumiho.

Se agachó con dificultad y estuvo a punto de ayudarle, pero le vio enderezarse con ese bastón tan feo en la mano. Lo apoyó en el suelo con un golpe rotundo y sus dedos se presionaron en el león de plata.

—Apártate, necesito irme de aquí.

—Pero, Soobin...

—Deja de decir mi nombre —le cortó tajante—. Te he dicho que me debes seis semanas y no pienso ponértelo tan fácil. Déjame salir de una vez —Le empujó a un lado y agarró el picaporte. Abrió y antes de marcharse, dijo una cosa más:—. Los putos regalos se dan con tarjeta. Y ya tengo el "Pokémon Plata", quiero el "Oro".

Salió del despacho y caminó más lentamente de lo normal hasta salir de la oficina y subirse al ascensor. Un teléfono sonó y despertó de aquel extraño sueño mirando a su asistente, que agarraba celosamente las carpetas que él había tirado.

—¿Ha estado aquí? No estoy soñando, ¿verdad? —le preguntó a la mujer en voz baja y ella negó, nerviosa.

—Ha estado aquí de verdad, Choi Yeonjun-ssi —contestó.

—Necesito encontrar el "Pokémon Oro", ¿podrías encontrar algún sitio donde lo vendan? Iré a buscarlo esta misma tarde.

La chica desapareció con una inclinación. Él suspiró y se lamió los labios, que seguían teniendo el sabor de Soobin. Frotó su pecho y sonrió como un imbécil.

Le debes seis semanas para ganarte la entrada a la Ciudad Esmeralda, león cobarde.

***

3/5

El siguiente capítulo me da TANTÍSIMA EMOCIÓN que quiero llorar.

¡Nos vemos en el infierno!

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