Capítulo 8
Me bajé y me desplacé por el campus. Al instante me di cuenta que había olvidado un libro importante. Lo que no había olvidado era mi moneda de veinte centavos. Tal vez debí enfrentarme al perro y volver por el libro, cuya relevancia era semejante a quedarse sin una extremidad.
Subí las gradas y vi la puerta de mi aula cerrada. En el curso parecía que no cabía ni una aguja.
No pude entrar porque la hora ya había dictado sentencia. El rostro del docente era una piedra y ninguna excusa tendría la fuerza como para derruir ese gesto ominoso.
Al bajar las gradas, el celular se me cayó y rebotó hasta detenerse en los zapatos de un alumno, ni más ni menos que de Eloy. Cualquier evasiva era inútil. Había una contradicción en su indumentaria, que era sobria, y su boca, una alcantarilla.
—Oh, qué pasó aquí. ¿Este ladrillo es tu teléfono? —Lo levantó y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro.
Me quedé callado.
—Creo que se lo robaste a alguien del mesozoico...
—Pues no —repliqué y se lo quité a la fuerza.
—Si estás bajando las escaleras, eso significa que el docente te echó o te cerró la puerta en la cara porque llegaste tarde —Eloy esbozó otra sonrisa que se mantuvo invariable.
Su irreverencia rebosaba y, lastimosamente, no se movió más de su lugar.
—Uno de los alumnos más aplicados en el colegio y la universidad, llegó tarde por primera vez en dos semestres.
—No llegué tarde —respondí y la verdad me tocaba la puerta.
—Claro, el docente te dio el día libre. Debes apurarte porque la oscuridad llegará pronto ja, ja.
—Sabes, no tengo tiempo para ti —Me volteé.
—A mis oídos llegó la noticia de tu último examen, con una nota relativamente alta… ¿Ya no es divertido reprobar, verdad? No creo que Tiberio piense lo mismo.
—Te pediría que dejes de juzgar basándote en cosas del pasado.
—Tú perteneces al grupo de alumnos que les gusta los números altos, y los alumnos con altas calificaciones no usan esos vejestorios como celulares.
—Yo pertenezco a ese uno por ciento que no mencionaste.
—Tu nota es buena, pero no de las mejores —Me miró con altivez—. Desde hace un tiempo que yo vengo escalando y tú bajando por una colina... A este paso, ni quemándote las pestañas llegarás a donde estoy yo... Tal vez en la escuela tenías el mejor promedio, pero en la universidad solo mandan los mejores.
—Yo no quiero competir contigo… Mis calificaciones solo me conciernen a mí. No quiero estar presente cuando estalle tu presunción.
—Al menos estarás de acuerdo en que los profesionales tienen los mejores cargos. En cambio, la gente de poco entendimiento tiene oficios que no requieren mucho seso.
—Oye, graduarte no siempre te garantiza un trabajo, y la escuela o la universidad no son el único medio para aprender.
—Yamil, Yamil. Mi docente sabe que los que se gradúan de esta universidad tienen éxito en el campo laboral.
—Yo no estaría tan seguro… Aunque lo dijera el Papa no tiene porqué ser cierto.
—No hace falta. Mi excompañero te diría lo mismo que yo. Él es la prueba del éxito.
—Puede ser un caso aislado… Cuando te gradúes me avisas cómo te fue...
—Yamil, Yamil, ahora quieres descalificar a alguien con un promedio mejor que el tuyo. Habrás sacado una buena nota de pura casualidad. La próxima vez te puede ir mal y que no te sorprenda que tu novia te deje.
No quería llorar y tampoco llorar sin derramar lágrimas. Mi respuesta no pudo llegar porque se hundió en mis lágrimas. Me retiré del lugar y retomé mi camino de retorno a casa. Esto debía olvidarlo rápido para evitar recordar qué era olvidar.
El ocaso llegó antes de que mejorara mi semblante. A la noche le gustaba los estropicios inopinados y cualquier ruido que fuera capaz de quitarme las ganas de dormir. El insomnio ya me tocaba la puerta. La hora se disparó hasta las diez de la noche y probablemente yo iba a pernoctar.
Mi padre veía una película en su sillón con un volumen relativamente bajo, para dejarme dormir, pero su presencia hacía más bulla. La luz del foco fluctuante y los ruidos habían tenido un convenio a escondidas.
—Ya me voy a dormir —dije a un padre dormitando.
—¿Tan temprano? —dijo él, flemático.
—Para mí no lo es.
Wenceslao bostezó y dijo:
—Esta tele no capta bien la señal… Axel y su tío aún no llegaron al centro… Pero ver cansado a Axel me da sed. Voy por algo bien helado.
—Está bien.
A las dos de la mañana, me desperté y en la televisión solo había estática. Mis obligaciones tenían una propiedad supersónica, porque eran más rápidas que el ocio. Mis movimientos en la cama se comían el tiempo. La eufónica voz de Íngrid aún merodeaba en mis pensamientos, bajo estrictas restricciones. Las tribulaciones no tenían apuro de ver el alba. La estridencia de la noche me puso en alerta. Apagué la televisión y me enfrenté a las tinieblas, con el baluarte de mi ensueño.
De pronto, un sonido anómala hizo que quisiera buscar un AK-47. Me levanté y fui hasta al baño. Encendí la luz y no hallé nada más que un minuto de silencio interminable. Fui a la sala de estar e interrumpí el silente de la oscuridad; no había nada porqué preocuparse. La luz no dejaba rastro de oscuridad. Con esta profunda calma tenía que moverme con cautela, a fin de no toparme con un explosivo, que era equivalente a romper un vaso.
La oscuridad volvió y yo regresé a mi habitación a trompicones, buscando un rastro de luz. No sabía si caminaba por un piso de cerámica o por una hondonada pedregosa. Me recosté y traté de conciliar el sueño, aunque solo era un deseo que no llegaba a más. Esperaba que Íngrid no pasara de mis pensamientos a mis sueños.
Miré el celular mientras cargaba. En otro momento, bajo mis impulsos incontenibles, era capaz de enviarle un mensaje, pero el temor ponía pedruscos en mi camino. A pesar de tener el corazón entubado por las balas del desamor, aún la recordaba. No sé qué esperaba… ¿Un mensaje de ella? Mi corazón me ofrecía un vuelo gratis hacia la reconciliación, pero mi orgullo tenía misiles para derribar cualquier aeronave.
Defenestrarla de mi mente era una obligación, mas no algo factible.
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