Capítulo 7
Era tan temprano que no recordaba haber desayunado. Las obligaciones no conocían la impuntualidad. Salir de casa era reconfortante, porque la boca de mi padre contaminaba sin tener radiación. Solo sus palabras cochambrosas eran capaces de arruinar un banquete real, custodiado por hombres con armaduras de combate. Creo que no existía alguien en este mundo con tanta paciencia como para no adoptar genuflexión ante la impaciencia. Mi relación con la universidad era un poco más amistosa que con la casa.
El felino blanquinegro del vecino, moraba por las inmediaciones de mi casa. Arqueó el lomo y caminó hacia mí. Era extraño que no estuviera mordisqueando el bonsái de su dueño. El animal me observó y por un momento pensé que me iba a hablar o a mostrar sus dientes. Era lo que faltaba para volverme rehén de los devaneos. En ese momento no quería tratar ni con animales. El turbión de emociones me había dejado muy diezmado. Mis ojos eran la cúspide de la misantropía.
Saqué mi celular para ver si la hora coincidía con mis deseos. Al instante noté que muchas personas me miraban y luego miraban mi celular neolítico. Mi teléfono antiguo provocaba un cortocircuito en sus mentes modernas. Si supieran que llevo ahorrando desde que tengo memoria. ¡Pero qué estoy diciendo, sí aún no sé si me alcanzaría para comprar un teléfono inteligente! Probablemente ni llegue a tener uno de segunda mano.
Recordé una frase difusa de mi madre: «Si aún sirve no hay necesidad de comprar otro».
Mi transporte se avecinaba, así que corrí para subirme al ómnibus, pero este aceleró antes de abalanzarme como un cuadrúpedo. Por poco caigo y me convierto en un aditamento de la calzada. La avenida era una necrópolis y mi compañía era la soledad y mi sombra. Caminé una cuadra y vi personas que resucitaban la avenida con su palabrería. Siempre creí que detrás de mí venía una estampida de gente. Mi sombra tenía más prisa que yo. Aliado de mi verdugo, el Tiempo: que no necesitaba patíbulo para acabar conmigo.
Me dirigí al Este en busca de un transporte que tuviera espacio para mí y mi apuro, pero los vehículos ligeros se adueñaron de la calzada. Crucé al frente mediante un puente peatonal de hormigón, que parecía querer cambiar su nombre a escombros.
Apuré el paso y con mis calzados parecía gritar. Era extraño, porque en mi casa yo era una sombra, pero en la intemperie parecía una fogata, chisporroteando por doquier. En la avenida, solo había una persona para tanto espacio. Subí a la acera observando solo sus pies, olvidando que tenía cráneo. A estas horas solo había una preocupación: el transporte vacío. Ni estando a dos metros notaría mi presencia.
Avancé un poco, hostigado por el frío. Busqué calor en los brazos del sol. En frente mío todo era luminosidad y regocijo y atrás todo era sibilino y tétrico. Alguien me seguía, tenía el sentido de la vista también en mi espalda.
Continué mi camino con escasa normalidad. No pude aprovechar los segundos de tranquilidad, cuando me encontraba desparramado en el suelo. No eran mis zapatos, los culpables de tan aparatoso descalabro, sino un sujeto que se acordó de mi presencia y arremetió contra mí. Me costó recordar ese rostro desdeñoso. Era el tipo basilisco al que había lastimado accidentalmente, y si aquel jueves oscuro estaba con el rostro desfigurado, hoy aún más.
Me levanté luego de tragar polvo y pintar mis palmas con la cochambre, que cuidaba el suelo. Me inmuté y lo recriminé musitando, pero sus palabras de grueso calibre aplastaron a las mías.
—¡Levántate, cabrón! —exclamó el tipo con acritud—. Hoy no te vas sin antes sacarte la mierda.
Erguido, se acercó mucho y parecía que no tenía prisa.
El tipo estaba hablando en serio y yo aún no había escogido mi féretro. Las preguntas eran la antesala a la acción. La violencia era absurda o lo que pasaba es que nunca había tenido confrontaciones.
El adusto me amedrentó con su rostro desfigurado por la ira. Sus ojos tenían dientes para morder el poco valor que tenía. Mis palabras no se pusieron de acuerdo y no pudo salir una respuesta de mi boca. Ni siendo halagüeño haría cambiar su virulenta actitud.
El tipo alargó su paciencia y yo dije:
—La violencia es la solución —Me interrumpí ante el lapsus—. No..., quise decir que la violencia no es la solución. Ya te dije que no puedo cubrir el costo para un nuevo teléfono, pero puedo colaborarte con algo. Lo siento, no puedo hacer más, a parte de disculparme. Se me hace tarde y debo ir a la universidad. En todo caso, si vas a agredirme ya no tendrás motivos para reclamar otro móvil.
—Ya no me interesa el celular. ¡Mira cómo me dejaste la cara!
Calzados PUMA y camiseta Lacoste. Mis disculpas no creo que lleguen a valer ni cincuenta centavos.
No quise mirar y perseguí una frase que estaba a punto de irse.
—Creo que me llaman...
—¿Qué cosa?
—Me están llamando, así que tengo que irme. Discúlpame, pero tengo que estudiar un poco.
—Yo no escuché nada.
Una aeronave comercial apareció sobrevolando tan cerca que el ensordecedor sonido de los turborreactores apagaron el incendio forestal de sus oprobiosas palabras: era momento de irse.
—Lo dejamos para después —dije y retrocedí.
Me moví con celeridad a tal punto de parecer un vehículo cayendo por una ladera: no iba a ser nada extraño que impactara con algo firme. Mis zapatos parecían dejar fisuras en la loza. Detrás de mí, el tipo rezongaba. El miedo confinaba mi prudencia. Mi gallardía había hecho sus valijas. Debía detenerme al doblar la calle, pero el trote y el batacazo ya se habían estrechado la mano.
El tipo se impulsó gracias a los ladridos frenéticos de un perro que se había aburrido de perseguir vehículos. Yo trastabillé y toqué el piso con mis manos, pero no me detuve, aunque no hubiese camino. En cambio, el tipo ya se encontraba en posición horizontal y a punto de ser devorado por el canino. Yo aproveché su infortunio para subirme al ómnibus que coincidía con mi presencia. Llegué a la universidad en un santiamén.
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