Capítulo 6

Regresé a mi lecho de otrora sollozos y esta no me soltó hasta que me olvidara del agobio. Dormí como si no hubiera ningún propósito, con algunas fisuras en el corazón. Otro domingo anodino esperaba a que me levantara para arrodillarme a su aburrimiento y hostilidad. Si no hubiera tenido trabajos pendientes, probablemente, hubiera hibernado en mi tugurio saturado de emociones. Tan solo abrir los ojos una amalgama de pensamientos se apertrecharon para abrir fuego a mansalva. Ingrid había tatuado la palabra soledad en mi corazón. Su bello rostro mostró secretismo, pero sus ojos no pudieron esconder el objeto punzocortante que lo había desangrado. 

No volví a tocar el celular. Procuré aguantar el peso emocional, todo lo que pueda. En algún momento tendría que aplastarme.

Abandoné las cuatro paredes de mi cuarto y fui a buscar luz que sea capaz de apagar mi desgano. Mi padre, Wenceslao, había dormido en la sala de estar, junto a la mesa de comedor que tenía vajillas encima y ganas de provocar estropicio. Al poco rato descubrí algo que daría pesadillas a un pudiente. Las monedas hurtaban y las mismas se entregaban a la policía, que era Wenceslao. Mi papá se había convertido en una máquina tragamonedas. Su propia billetera lo musitaba. Mi madre se llevaba bien con el dinero, pero con mi padre cerca, el dinero parecía tener piernas.

Wenceslao gruñía hasta dormido. Es que los improperios de ese hombre no tenían parangón. Eran capaces de hacer huir a cualquier alienígena aclimatado al planeta. Su malhumor construía un camino expedito para que yo lo siguiera. Su sentido del humor dependía de cuánto dinero tenía en su billetera. Sus deudas eran tan grandes que no le alcanzaría dos vidas para pagarlas, si se prestaba sin haber terminado de pagar. Sin mi madre cerca, Wenceslao terminará pidiendo un préstamo al Fondo Monetario Internacional.

No había buenos días para mi padre. Por donde iba había piedras en vez de lisura. No existía invento capaz de disipar el hedor que su sola presencia emanaba. Estaba bajo su feroz yugo, y sus normas eran más antiguas que las de Hammurabi.

—¿Tu mamá ya se largó? —dijo con demasiada aspereza. Parecía ser que le faltaba aceitar los engranajes de su garganta.

Exhibió un rostro engrasado e inexpresivo. Estaba tuerto por unos momentos.

—Sí, ya se fue —Traté de ser lo más escueto posible. No podía gastar mi saliva en palabras que se irían directo al bote de basura.

Refunfuñó.

—No tengo ni ropa limpia —protestó viendo sus harapos—. No hemos pagado aún el agua. Carajo, tengo sed, quiero una cerveza.

—Tome agua… —repliqué, con poco interés.

—No, tengo sed. Quiero una cerveza, ¡ya!

—Está bien.

De pronto se levantó como alguien que acababa de encontrarse un cheque en blanco. Ni cuando iba a trabajar mostraba tanto ímpetu y decisión. Hace unos segundos era una piedra fosilizada que probablemente no se iba a levantar hasta el próximo canto. Comencé a imaginar algo muy malo y la incertidumbre comenzaba a trepar dentro de mí.

Era un ilusionista, porque sacaba dinero de donde no había. Sin efectivo era como un mendigo, y su cacharro se convertía en una carreta de una sola rueda. Mi padre salió de casa antes de que yo pudiera decir algún palabro. Extrañamente no había más plata para saldar sus problemas monetarios, pero para sus necesidades, era rico.

Cuando la noche cubrió de oscuridad mi aposento, ya había acabado mis trabajos para el venidero día de clases. Wenceslao volvió beodo y con un ápice de juicio. Al sentir su presencia, mi sentido del humor se amotinó. Al escuchar su tambaleo, la casa se saturó de mustio. Su presencia devoró mi sosiego. Creo que era lo que le faltaba a esta casa: ver a un hombre en estado etílico y a punto de perder la verticalidad.

Corrí despavorido a mi habitación a proferir soliloquios con las tribulaciones que habían acampando indefinidamente. No quería convertirme en visionario de la malevolencia, pero mi padre y la cerveza eran la combinación del mal. A partir de ahora, nada afable escupiría. Solo esperaba que mañana la casa no huyera de él. A veces, yo era inmune a su tono altivo y chabacano, que olía a establo vacuno. Sin embargo, sus palabras ya comenzaban a desgastar la capa gruesa de mi paciencia.

Apagué la luz porque mis ojos ya tenían un convenio con lo onírico. Mi propósito era dormir todo lo que pudiese y alejar a mi alter ego noctámbulo. Iba a ser difícil dormir con un turbión sentimientos lacrimosos. Mis buenas calificaciones corrían cuesta abajo, seducidas por una pendiente resbaladiza. Los docentes me esperarían mañana con una guillotina en la entrada. Para colmo, la música alta que había puesto mi padre, me obligaba a resignarme a esperar un milagro. Hasta eso yo iba a estallar con una sobredosis de música para zafarrancho.

Abrí los ojos nuevamente y apenas eran las dos de la mañana, cuando pensaba que había dormido hasta el alba. Ya no oía la música o probablemente su parlante se había descompuesto. En su lugar, los grillos se ensañaron con mi oído. No dormiría ni con un centenar de somníferos. Ya había desavenencias entre mi mundo onírico y yo. En medio de las tinieblas escuché un intervalo de ruidos que, a priori, no tenían porqué preocuparme. Despertarme en medio de la oscuridad era como tener la espada de Damocles sobre mí. ¡Necesitaba luz! No recordaba haber apagado la televisión.

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