Capítulo 5

En un silencio sin precedentes, mi madre miraba con desdén a un hombre desaliñado y de barriga prominente, que ya no sabía qué era un deudor moroso. 

—Ya me voy… —dijo mi madre con un hastío que rebalsaba.

—Lárgate, quién te necesita —repuso mi padre con acritud y luego se arrellanó en su sillón.

Mi madre se puso tan cerca de Wenceslao que pensé que iban a desechar las palabras.

—A ver, ¿¡tienes algo que decirme!? —vociferó mi madre con la voz acelerada—. ¡Dímelo y verás de lo que soy capaz!

—Haz lo que quieras… Ahí tienes la puerta abierta.

—¡Estoy esperando!

—Salí de aquí…

—¡Eres lo peor que me pudo pasar!

—¡Ya vete de una vez!

—¡Eres un miserable!

—No me provoques…

—Es un milagro que me digas eso sin estar ebrio —Mi madre se interrumpió y continuó—. Agradece que no estoy loca porque podría rebanar tu virilidad para que no la puedas usar en la otra vida.

—Ya estás loca… Déjame en paz.

—¿¡Dónde está tu billetera!?

—Busque en la mesa, carajo... Llévatelo todo, de una vez.

El pleito cesó y mi madre dejó sus últimos pasos en esta casa. La puerta de salida asumió un rol protagónico y, a la vez, adquiría un matiz negativo. Ella estaba dispuesta a salir, aunque no hubiera salida.

—¿Ya te estás yendo? Pregunté con desazón.

—Sí, hijo, debo irme ya al extranjero, hasta que la situación mejore.

—Pero… dijiste que sería la próxima semana.

—Perdóname, es que ya no puedo vivir con una persona que se jacta de sus migajas. Ese hombre acabó con mi paciencia —Mi madre tosió y su voz se hizo endeble—. Trata de estudiar y no le hagas caso, ¿ya? Cuando consiga trabajo te enviaré lo que pueda para que sigas estudiando. Eres mi único hijo y un futuro arquitecto. No dejes que nada ni nadie te impida sonreír.

De ese modo, mi madre me dio un abrazo que acabó con la lobreguez que mi padre había sembrado. Hasta el mejor trabajo del mundo, cerca de mi padre, era como vivir muriendo. Los primeros meses sin mi mamá iban a ser sempiternos y, para ese entonces, mi padre me volvería loco, aunque menguara su actitud beligerante cuando su bebida se hallara en casa. Beber algo analcohólico lo volvería loco.

Fui a mi cuarto y dejé a Wenceslao nadando en un mar de odio y mal humor.

En mi habitación me mantenía a salvo de la tempestad. Aunque era suficiente con una palabra malsonante para derrumbar mi muro de tranquilidad. Intenté relajarme, pero mi estado anímico convertía un lúdico pasatiempo en algo tedioso. El desasosiego era capaz de afectar a mi contraparte jacarandosa. Mis deseos de estudiar se hallaban caminando sobre una cornisa. Entre variopintas divagaciones me despojé de mis deberes y me senté en mi escritorio.

Porque lo primero que veía al entrar a mi habitación era aquel mueble y un taburete que se oponía a ser un cachivache. Luego, aparecían en escena mi lecho, una tele, que era un armatoste que se comía el espacio del mueble, y, finalmente, mi anaquel empotrado. Lo demás yacía oculto desde la perspectiva de un visitante.

Al abrir la primera gaveta, saltaron a la vista mis juegos de mesa y un álbum, con más años que el escritorio. Un día lo compré emocionado cuando tenía siete años; la emoción tenía fecha de caducidad y terminó por hacerse viejo, chamuscado por el tiempo y confiando en un cajón, junto a un diccionario, casi coetáneo con mi álbum.

Aquel niño esperaba impaciente llegar a casa para poder rellenar los espacios faltantes o para no perder el hilo argumental de su serie animada. A falta de videojuegos, ese niño creaba sus propios juegos de cualquier material, para compartirlo con sus amigos, mientras sus padres discutían por asuntos irrelevantes. Ese niño dormía con sus textos de lenguaje y con la tele encendida.

Una noche, ese niño vio un vehículo en llamas mientras una persona agonizaba dentro.

De pronto recibí un mensaje de mi compañero Tiberio. Lo saludé mientras escrutaba mi mochila.

“Hola, Tiberio".

“Oye, hoy en la salida, ¡Eloy se burló de mi nota baja en el último examen! Pero sabes, lo que más me molestó es que se haya burlado del tamaño de mi borrador... Ese maldito me viene jodiendo por reprobar desde la secundaria. Espero que no te topes con él… Aunque ahora que eres un estudiante aplicado, no creo que tenga de dónde molestar. Oye, felicitaciones por tu buen examen, espero que sigas así para burlarnos de Eloy”.

Al poco rato, abrí los ojos y vi que mi tiempo se había ido en una ensoñación. Lo que significaba que había traicionado a mis cuadernos por el cansancio. No tenía un ápice para elaborar mis juegos de mesa porque el tiempo no me esperó y el hambre vespertino preparó el armamento pesado. Aunque mis momentos de ocio solían ser trabajosos.

Me levanté a regañadientes y fui a comer pan con paté en la cocina, que estaba a diez pasos de mi habitación y a tres de Wenceslao, porque mi padre tenía más urgencia que yo para poder saciar un hambre que, en caso de no ser aplacado, se transformaba en malhumor. El viejo refrigerador trabajaba sin luz y mi padre sacaba cualquier cosa que fuera comestible. Los abarrotes no eran suficientes para satisfacer esa barriga en constante crecimiento. Si despertaba con hambre sería el final de las provisiones y el comienzo de una avalancha de envoltorios y migas de pan.

Wenceslao también roncaba y, a veces, rompía con mi ensoñación y me pagaba el pasaje hacia mil pesadillas.

Me detuve en el cuarto de aseo y casi tropiezo con la alfombra.

—¡Qué te pasa, Yamil! —grité —.¡¿Quieres verme en el piso?! ¡No es necesario porque ya lo estoy! ¡¡¡Vete al infierno, Yamil!!! —susurré desaforado—. Ya no estás en la escuela, estás en la universidad…

Tiré algunas menudencias y salí del baño más sosegado porque sollocé y solo el espejo lo sabía.

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