Capítulo 4
Miré la hora con poco interés. Era tarde y otra vez el tiempo era mi enemigo hasta mañana. Busqué la moneda que había quedado confinada en mi mano.
Antes de volar, hice un gran nudo al cordón de mi zapato. En ese instante, recordé que tenía un cerro de tareas. Por consiguiente, me levanté de golpe y empujé por accidente a una persona que hablaba por teléfono, cerca de la cabina. En ese preciso momento, me preocupé más por el teléfono que por su integridad. El tipo mantuvo el equilibrio, pero su celular se despidió de él antes de terminar la llamada. El encontronazo dejó como saldo: una contusión y un celular desmembrado.
Aquella persona me buscó antes que su aparato móvil. Sus ojos fueron más rápidos que la justicia.
—¡No puedo creerlo! ¡Mi celular… ¡Se acabó! —bramó con asombro.
El mutismo me aprisionó y la culpabilidad me mantuvo inmovilizado, si es que tuviera la estúpida idea de escapar. Su celular tenía apariencia de haber pasado por las manos de un inversor árabe. Esto no tenía buena pinta. Era un volcán y cualquier cosa que dijera coadyuvaría al enojo y la calle se convertiría en un cuadrilátero. Un choque de emociones negativas no iban a ser lo mejor para la concurrencia. Su enojo ya quería pelear conmigo. Ya se había puesto unos guantes con púas.
Aquel hombre delgado y de indumentaria inadvertida, caminando a cuentagotas al atuendo formal, perdió su teléfono y yo la última pizca de brío, pero solo uno de los dos mostró enojo.
El antedicho, convertido en energúmeno quería hacerme daño. Bueno, no era un robot. Actuaba como robot, pero no era uno.
—Perdón... No te vi, no te vi… —Hice un gesto de vergüenza y desesperanza.
Las palabras se fueron otra vez. Era como si debiera reabastecerme antes de poder soltar más palabras.
—¡Mira cómo quedó esto! —protestó el sujeto—. ¡Oye, quién me va a pagar! ¡Oye…!
Me mostró el celular y luego lo manipuló como si fuera basura. Su coraje ya no cabía en sí mismo. Su semblante iracundo parecía de piedra.
—Pero… yo no puedo hacer nada —repliqué sintiendo el hedor de la pendencia.
¿Ahora qué hago? Este problema va engordando más y más.
—¿¡Qué has dicho!? —contestó con la ira acrecentada.
El tipo erguido y desaforado, me empujó levemente con una mano. Con su accionar retrocedió hasta el Renacimiento. En ese momento no sabía si hacerle caso a Confucio o a Bruce Lee.
En todo caso, esta situación solo molestaba a una bestia que hace mucho no despertaba y hace mucho que no elevaba la voz. En estas situaciones todo se aceleraba y mi voz no se quedaba atrás.
—Perdón, pero fue un accidente fortuito.
—Págame el teléfono o te saco la mierda…
—No tengo plata ahora. Lo lamento mucho… Me tengo que ir.
—¡Ven acá!
Retrocedí y zafé de su ira. Mi sagacidad me llevó a una calzada poco angosta. Un auto que venía a gran velocidad frenó de golpe y sus ruedas chillaron. Yo me escabullí, rozando los parachoques. El sujeto corrió a trompicones y, por un pelo, estuvo a punto de perder algo más que su teléfono. Se olvidó que el antedicho auto tenía chófer.
—¡Vas a ver! —El tipo se enfurruñó— ¡Vivo muy cerca de acá!
Mi madre sabía qué hacer y decir: “No empuñes la mano, mejor desenfunda tus palabras”.
Llegué a casa buscando un ápice de armonía. El desbarajuste en mi cabeza estaba en su apogeo. Por un teléfono, casi subo al ring de pavimento. Era una situación inexorable si mi cabeza era una caldera borboritando. Pero lo imborrable era que la chica que amaba se había llevado el último retazo de fortaleza.
Abrí la puerta y ya percibí un aroma fétido a armonía y confrontación. En esta casa se gestaba la peor discordia; el vocerío quitaba el apetito o las ganas de leer. En esta hecatombe era probable que me diera sordera.
En la sala de estar había más de noventa años de antigüedad. Mi madre Ofelia tenía más de cuarenta, pero setenta cuando discutía con Wenceslao y este tenía cincuenta, pero se quedaba en veinte, cuando no tenía la razón.
Mi madre y su furia se hallaban cerca de la puerta y también de algo macizo, y mi padre, impasible, hacía zapping desde un pulverulento sofá que estaba en el apogeo de la vetustez.
Este tipo de pleitos no se diferenciaban con aquellos, donde el odio afloraba cada día. Yo, con menos once años, lo viví en carne propia y en mis dedos no cabían todos los pleitos familiares que acaecían por la pugna de la razón.
Si ahora peleaban, el primer día la discordia era concordia. Mi joven madre, de incuestionable belleza, engullía textos, antes que alimento, y mi padre; un hombre enjuto y soñador, era propenso al libertinaje. Lastimosamente, el libertinaje lo hizo su esclavo después de enamorarse de mi madre.
Antes, mi padre compraba enseres. Ahora vendía lo comprado. Hace poco que dejó de ser dueño de una motoniveladora. En contrapartida, sus bolsillos se llenaron de dinero hasta provocar roturas.
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