Capítulo 3

Pero este sufrimiento no ha hecho todo el trabajo que debía, según la coyuntura. Así que las evocaciones eran todo lo que tenía ahora. Evocaciones detalladas que podría recitar mil veces ante un auditorio colmado de vaciedad. 

«¿Qué tienes, Yamil?», preguntó ella preocupada por el semblante azorado que percibía. Yo le respondí que nada y bajé la vista, buscando atisbos de sosiego. «¿Seguro? Confía en mí», replicó Íngrid y en mis ojos podía leerse la frustración por el fracaso de un examen. «Ay, pero puedes recuperarte en el próximo examen. Tranquilo, amor. Yo te ayudaré esta vez. No te dejaré solo, nunca lo haré», repuso y me regaló un abrazo.

Esta calle ignota me llevaba a lo desconocido: era su especialidad. Perdido y hostigado por la curiosidad, saqué mi añejo celular y luego lo levanté del suelo. Antes de llegar a mis dedos este ya había encontrado su hábitat. Al sostenerlo, llegó a mis ojos un otrora mensaje de Íngrid, que había soltado una frase que solo tenía la intención de provocar desasosiego. Unas muestras de amor y emoticonos de regocijo... Antes del examen, los emoticonos reían menos que ella, pero un presentimiento me gritaba al odio. Ella ya había marcado con hierro caliente la palabra adiós en mis entrañas.

Guardé el teléfono y resollé mirando al suelo pedregoso, donde había vestigios que manifestaban que mi espíritu se hallaba ahí también. Traté de ser positivo, pero mi brío se encontraba en la lona luego de haber recibido un nocaut. Caminar era todo, menos divertido si llevaba a casa un cúmulo de estrés e infelicidad. Avanzaba errante y solo deseaba llegar para poner en orden mi cabeza y terminar la fiesta de la pesadumbre. El camino parecía alargarse un poco más y mis inseguridades habían llegado al límite de lo permitido. Iba a estallar en cualquier momento.

No podía aceptar la realidad… Quería escapar de ella y jugar con mi imaginación.

—Hola, amor, te extrañé —Eso fue lo que dijo ella o simplemente vinieron a mi mente esas palabras.

—¿Íngrid? —repuse manejando dos emociones al mismo tiempo. Vivo o muerto seguiría siendo el mismo.

—Sí, ¿qué pasa?

Titubeé.

—Ay, perdón, cielo, ¿me escucho bajito? Sorry —Sonrió—. Quería saber cómo estás.

Volvió a sonreír. Esa sonrisa era demasiado para mi respuesta acompasada.

—Ah, yo, yo, bien.

—Ay, me alegro mi lindo, bello, precioso… Y, ¿a dónde estabas de ida?

—Me siento tranquilo de volver a verte —Estaba rojo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque quería estar contigo, creo…

Ojalá no hubiera escuchado esa última palabra. ¿Por qué dijo "creo"?

—¿No estás bromeando?

—Jum, es en serio. Quiero… conocerte.

—Es que, es que… ¿Conocerme? —mascullé.

—Sí, eso dije.

—Pero, pero tú eres mi… —Me interrumpí y se me fue el aliento y ya estaba a punto de ser esclavo de la desesperación.

—¿Qué dijiste? —preguntó ella con asombro.

—Estoy confundido…

—Me llamo Íngrid, ¿quién eres tú? —Ella perdió la última pizca de sonrisa.

—Soy Yamil, Yamil Salvatierra…

—No conozco a alguien con ese nombre.

—Íngrid, Íngrid…

—¿Qué hago hablando contigo? Bah, adiós.

—Soy Yamil… Tu... exnovio.

La realidad era un poco mejor que mi imaginación extravagante.

Al llegar al desembocadero, persiguiendo mi última pizca de energía, vi detenerse a un ómnibus citadino casi repleto, llamando a mi lánguido bolsillo; en ese abismo solitario y sombrío saltó una moneda que no sé de dónde apareció e intentó huir de mis manos al precipitarse sobre una fisura en el piso.

La moneda rodó como un neumático salido de una pista de Fórmula Uno. Me agaché para recogerlo y, al mismo tiempo, un montón de gente transitó por los costados. De pronto vi un teléfono inteligente que no debería estar allí; donde los calzados pueden moverse irrestrictamente. ¿Acaso acabo de encontrarme un teléfono mejor que el mío? A decir verdad, cualquier teléfono era mejor que uno con teclado físico y que parece un fólder.

Lo levanté, quedando en cuclillas, y vi los tobillos de una chica enfrente de mí. Sus ojos azules me miraron por unos segundos con aire de extrañeza. Llevaba una diadema en el cabello y estaba ataviada con un suéter marrón hosco y un vestido rosáceo de pliegues, que retozaba con la brisa. Me fui levantando y el nerviosismo me recibió arriba.

—Disculpa… Ese es mi teléfono —dijo ella e hizo un gesto de extrañeza.

—¿De verdad? —dije y ya no tenía deseos de tener uno igual.

—Sí, tiene mi nombre. "Lucrecia". ¿Lo ves?

—Ah, lo siento… Pensé que no tenía dueño —Se lo devolví.

Podía hallar cualquier cosa, menos un teléfono inteligente. Y no sé porque se había puesto un vestido con el ventarrón que hacía… Creo que en vez de ir a casa debía ir a un confesionario.

Tenía la impresión de que la gente solo se percataba de mi presencia si sostenía mi teléfono ancestral. En mi periplo rumbo a casa, el barco no tenía tripulantes. Saqué mi celular y el pavimento lo sedujo nuevamente. De pronto tuve una epifanía difusa que me preguntaba si de verdad yo no era invisible para alguien.

La vetustez de mi teléfono no pasaba inadvertida. Las voces quejumbrosas que provoca mi terminal, en cualquier recinto, se acercaban a la monotonía. Pero caminar era la única distracción y una buena pócima contra el estrés, que se hallaba a punto de cruzar la línea de la locura.

El desgano y los recuerdos no hacían buena pareja, porque trayendo un aparato añoso, era inminente que en cualquier momento me quedaba sin terminal. Por consiguiente, no esperaba algo peor que una caída estrepitosa. Mi torpeza dijo probemos... Una ralladura y una pantalla rajada. Así me lo devolvió el suelo, pero no se resignaba a perecer. Mi torpeza no se saciaba. Con cada caída parecía que se alargaba aún más su vida útil. En cambio, yo sin caerme sentía que algo portentoso caía sobre mí. Lo guardé y crucé al frente, donde había un quiosco más viejo de mi celular. Mi jaqueca tenía intenciones de aliarse con el malhumor.

Adentro había tanto para mi lánguido y mísero bolsillo que este se acoquinaba. El semblante del dueño, rebosante de tedio, no tenía parangón. El hombre había salido de una trastienda que parecía una cueva oscura.

Compré una bagatela, un paracetamol y salí del lugar con el mismo semblante apesadumbrado con el que había entrado. Sinceramente, no había nada que me pusiera anímicamente mejor. Mi desgano pesaba más que cualquier alegría otrora y efímera. No podía estar peor en tan poco tiempo. El globo de la angustia estaba a nada de estallar.

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