Capítulo 20
En casa no podía encontrar sosiego y el silencio era una compañía incómoda que hacía mucho ruido. En la alcancía no quedaba nada más y eso me llenaba de incertidumbre. De lo que estaba seguro era que el amor que sentía por Glenda era inconmensurable.
De pronto, escuché un golpeteo en la puerta. Fui a abrir y me encontré con una caja precintada de cartón. Al instante reconocí al remitente. Dentro de la encomienda había suvenires y una misiva de mi madre.
Querido hijo:
«Con mucho cariño te envío este paquete de obsequios, como también un monto de dinero, que puede ayudarte a paliar esta crisis. El valor monetario puede cuestionarse, pero el cariño no, y espero que no lo olvides.
Las palabras sobran y sé que este paquete puede decirlo todo. También sé que la comprensión y la empatía son necesarias en estas circunstancias, porque sé que la situación es deplorable y es difícil que la alegría reine en la casa.
No te desanimes si es que algo lo hace. Antes de cambiar algo, pregúntate si tú ya eres feliz. Cuando lo descubras nadie podrá lastimarte. Que tus palabras nunca sean mejores que tus actos. Es hermoso conseguir lo que anhelas, pero lo es más por cómo lo conseguiste».
Te mando un abrazo y espero verte pronto, hijo.
Saliendo del quiosco me aventuré a ir al mercado Zanzanah y, las palabras de don Bernard, llegaron a mi mente, como piedras que obstaculizaban el terreno de la certidumbre.
«Debes ir con cuidado, muchacho. Hace unos días hirieron de gravedad a un hombre que iba a revender viejísimos electrodomésticos. Allá hay gente de cualquier prosapia».
Sin titubeos, me encaminé a ver al afamado especialista en reparar teléfonos, que me recomendó el técnico y también Pascual. Aquel hombre que esperaba conocer, era algo así como un semidiós arreglando aparatos. Pascual también me pidió que tuviera cuidado con algunas personas.
Me bajé del ómnibus e ingresé al Zanzanah y lo primero que vi fue una fila india espeluznante. Mis expectativas ya eran malas, pero esto era inimaginable. Gente de todos lados, esperaban impacientes que Nasir hiciera milagros con sus aparatos.
Antes de llegar a la fila debía soslayar a un tropel de gente agolpada que ofrecía su mercancía con mucha algazara. También debía ser cauteloso de las miradas ponzoñosas de personas, que caminaban y caminaban y nunca se decidían a dónde ir.
Sorprendentemente, la fila avanzaba con rapidez. Desde mi posición, podía ver a Nasir, desde un toldo de madera, haciendo su trabajo con esas manos que parecían divinas. Sus remolones empleados lo veían trabajar sin descanso. El hombre tenía dos brazos, pero parecía que eran diez. La gente salía de ese lugar, rebosante de alegría y prácticamente con un nuevo teléfono.
La fila fue reduciéndose hasta que llegó mi turno. Nasir era un hombre mayor de barba espesa y vestuario extravagante e impoluto. De inmediato vio mi celular y yo esperé que hiciera su trabajo con eficacia. Pero, a los pocos segundos, Nasir estranguló mi esperanza de volver a usar el teléfono y escuchar la voz de Glenda. Me quedé mudo y decepcionado. Debía aceptar la realidad por mala que fuera. Nasir lo intentó, pero fue derrotado categóricamente por Glenda. Ahora salir iba a ser más difícil de lo que creí.
Abandoné la fila y, de pronto, sentí una presencia extraña y ominosa cerca de mí. Caminé rumbo a la salida, pero un susurro me detuvo. Alguien me palpaba el hombro con fuerza y luego mi polera se arrugó a causa de una mano sombría. Oí palabras inteligibles detrás de mí y, después, alguien me amenazó con algo que parecía ser un arma de juego. No lo podía ver, así que fue tomando la forma de un cuchillo. Aquella arma blanca no necesitaba munición para matar.
—No hagas un escándalo y dame el dinero y tu celular —bisbiseó un sujeto con voz pesada y rasposa.
El dinero que guardaba en mi bolsillo, era para arreglar mi teléfono y para mi sustento diario.
—No tengo mucho dinero… —respondí agudizando la voz.
—¡Dame el celular! ¡El celular!
Aquellas palabras ya me habían matado por dentro. Era la primera vez que estaba entre la vida y la muerte. No podía ver el cuchillo, pero la muerte ya me tendía la mano.
De pronto, el cuchillo rompió mi polera, pero se atascó en ella. Colaboré con los facinerosos por miedo a ser agredido.
—Si buscan un celular, yo ya no tengo… —dije dándome la vuelta con brusquedad.
Alcé las manos y el sujeto que me encañonaba retrocedió y se agarró la nariz, consternado y soltando alaridos. Sus dos secuaces se percataron del incidente y me miraron con semblante desdeñoso. El cabecilla se retorció y sus manos se habían teñido de sangre. El horror se reflejaba en mis ojos y la gente ni se daba cuenta de este incidente.
Me agarré la cabeza y luego hice un ademán, suplicando misericordia, pero me arrepentí y mi rostro clamaba compasión. Ningún perdón del mundo iba a apaciguar a esos malhechores. El pavor me inmovilizó por un momento. Retrocedí con torpeza con el fin de salir del atolladero. Deseaba estar en mi casa ahora mismo, libre de cualquier emoción, pero el miedo no se iría ni con una orden de alejamiento.
Acudí a mi último recurso y me di la vuelta, alejándome de ellos con premura. El cabecilla se repuso e instó a sus esbirros a seguirme. En el área había más mercadería que mercachifles. No percibí a ningún oficial cerca: eso me preocupaba aún más. Fue entonces cuando decidí correr por el Oeste, como si tuviera cuatro pulmones en mi aparato respiratorio. Los facinerosos no se quedaron atrás y corrieron como guepardos a mi acecho.
A solo metros de abandonar el Zanzanah, perdí el equilibrio al rozar con un mercader e impacté con otro que llevaba un juego de ollas y cubiertos. Caímos con mucho estrépito al pavimento, pero me levanté, dolorido y corrí renqueando por el rincón de una acera empinada y despejada. Mientras tanto, los delincuentes bajaron por la calzada libre de tránsito.
Vislumbré la intersección vial y no aminoré la velocidad, con el fin de atravesar la calzada, pero mis piernas se detuvieron a medio camino del pavimento, buscando equilibrio. En ese instante, una motocicleta apareció viniendo a gran velocidad. Al percatarme, me impulsé, horrorizado, y me abalancé al otro extremo de la acera. Mi zapato rozó el neumático y el motorista se desestabilizó, pero su oportuna intervención evitó que se diera un tremendo batacazo en el poste de luz.
Los delincuentes intentaron cruzar la calzada, pero una furgoneta fue más rápida que ellos. Doblé a la derecha y corrí con todas mis fuerzas por una acera estrecha. Esquivé unos baches y vislumbré unas escalinatas. Los tipos enfurecidos venían en tromba sin perderme de vista.
Bajé las escalinatas con suma rapidez y me desplacé por una calle con bastantes vehículos aparcados. Mis zapatos hicieron más ruido que un petardo. Llegué al cruce y lo atravesé antes de que un microbús tuviera la oportunidad de cruzar. Entre tanto, dos delincuentes venían uno detrás de otro, sin aminorar el paso. El tercero ya había tirado la toalla.
De pronto vi un restaurante abierto y me detuve en seco. Al ver a los delincuentes acercarse, ingresé y me estrellé con el tablado que ofrecía los platillos del día. Me topé con un benevolente dueño, consciente de mi problema, me indicó una salida de emergencia. Sorteé a los animales domésticos y a los empleados que llevaban los pedidos en bandejas. Trepé un muro bajo de ladrillos agrietados, con ayuda de sillas viejas y cajas de verduras y frutas.
Salté sin complicaciones y mis zapatos tronaron en la acera. No veía a los delincuentes, pero desafortunadamente un perro mastín venía frenético hacia mí y me obligó a correr por la calzada. Sus ladridos me ofuscaron y llevaron mi miedo a su punto álgido.
Metros más adelante, vi a un vendedor ambulante que ocupaba la mayor parte de la angosta calle. Lo eludí y salté por el capó de un vehículo y continué mi camino hacia la avenida, ya extenuado. Mi amenaza canina fue efímera.
Miré hacia atrás e ignoré lo que había enfrente de mí. Me quedé lejos de la acera y, al intentar cruzar la avenida, que, a priori, parecía despejada, un camión tráiler bocinó ensordecedoramente y, acto seguido, giró en sentido contrario al verme. Sin capacidad de reaccionar me resbalé cuando quería torcer y rodé por debajo del remolque del camión que intentó frenar, pero las ruedas rechinaron en el pavimento y yo apunté a alejarme de la carrocería antes de cruzarme con los ejes de dos ruedas. El ruido del motor no opacó los latidos acelerados de mi corazón.
Miré con incredulidad la situación y seguí mi camino, cojeando hasta llegar a un pequeño puente sobre un riachuelo y hierbas. Del puente caminé un largo trecho hasta llegar hacia una explanada de pavimento y pastizales, y ya no tuve piernas para continuar. Me recosté y resoplé. Cerré los ojos y esperé que mi corazón me diera la orden de continuar.
A los pocos segundos, me senté y me levanté con dificultad. Caminé esa milla más que quedaba… Conforme avanzaba parecía oír la voz de Glenda o mi mente lo hacía. “Yamil, soy yo, ¿me recuerdas? Soy Glenda”.
A cuentagotas, me desplacé por un terreno, abundante en maleza y arena pedregosa. A medida que me acercaba a un área arbórea, podía escuchar su voz con más claridad. Me moví con celeridad, jadeando y con las piernas a punto de desfallecer.
Me abrí paso por exuberantes arbustos y luego trastabillé, pero me repuse hasta salir del área verde. Me detuve y me resbalé al ver que había llegado al parque de Roque. Las luminarias ya estaban encendidas y había gente que transitaba por el lugar.
Al levantarme, el teléfono se escapó de mi bolsillo y terminó unos metros más allá del enlosetado. Refunfuñé por mi infortunio. Cabizbajo, me quedé sentado en una banca. Pero sentí la presencia de alguien.
—Disculpa —dijo una voz femenina. ¿Este es tu teléfono?
—Sí, se me cayó. Qué torpe soy — dije sonriendo y sin mirarla.
—A mí también me pasa seguido —dijo ella con tono parsimonioso.
Guardé el teléfono.
—Muchas gracias —dije casi sin aliento y levanté la cabeza.
—No fue nada… Me alegra servir para algo —dijo ella con gentileza y esperó una respuesta mía.
Asentí con la cabeza.
—Este teléfono ya no enciende.
—Ay, eso no es nada bueno… Pero sé que se puede solucionar. Mi papá sabe mucho de esto.
Me ofusqué y sentí un deseo imperioso de preguntarle algo, pero no me atrevía. Así que cerré los ojos y dije:
—¿Puedo saber cómo te llamas?
Ella me miró con extrañeza.
—Me llamo Lucrecia... ¿Por qué lo preguntas? ¿Me conoces de algún lado?
—No, por nada. Es un bonito nombre...
—Pues gracias. Tengo otro, pero más me conocen por este.
—Yo... comencé a decir, pero sus ojos azules devoraban las palabras salientes—, me llamo Yamil, pero no es importante —dije y me di la vuelta.
De espaldas a ella, sonreí y ella también lo hizo, cuando se dio la vuelta. Su voz me parecía tan similar a la de Glenda... No, ella era Glenda.
Fin
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