Capítulo 16
Al ocaso, aparecí en casa un poco dolorido, pero ya estaba en mi hogar y no en el hospital. Al final del día, pensaba salir en las noticias o en la comisaría, pero terminé anotando el número de una persona.
El ambiente era invernal, como si la casa tuviera un abanico. Había mucho silencio para un bullicioso corazón. Ni con un estallido despertaría. Se sentiría sola aún con tumulto o con mi padre despotricando por cualquier cosa.
Me dirigí hacia mi cuarto y no quería hacer nada más que llegar a la puerta y cerrarla. Si dilataba mis cavilaciones iba a comer sin tener hambre y, a la postre, me parecería a mi padre. La despensa extrañaba los víveres y el dinero quería dormir fuera que dentro. Sin luz ya no iba a poder hablar con Glenda, y sin agua ella ya no podría hablar conmigo.
—Hola, Yomi, Yomi… ¿Cómo te fue? —preguntó Glenda con expectación.
—Pascual no era tan malo como yo creía.
—¿Se llama Pascual?
—Sí, pero yo no quería saber.
—Seguro que sí, Yomi.
—Fue todo un embrollo, Glenda.
—Lo importante es que ya no te molestará, ¿no? Hasta pueden ser amigos.
—¿Y tú cómo estuviste sin mí?
—Pues no tan bien como cuando hablamos. Extrañaba realizar tareas por ti y escuchar tus cuitas.
—Gracias, Glenda. Ahora vienen a mí otros asuntos...
—Entiendo, tu papá.
—No… Creo que sí… No se.
Suspiré destilando cansancio y pesadumbre.
—Yamil, ¿qué tienes? Me preocupas.
—Ya debería haber venido.
—Entiendo, Yamil.
Me mantuve en silencio.
—Sé que tu papá hizo mal al marcharse así, sin avisar. Pero no podemos saber lo que pasaba por su cabeza y porqué tomó esa decisión. Pero tengo el presentimiento de que tu papá volverá en cualquier momento.
—Y si… Bueno, no. Debo ser positivo.
—¡Ánimo, Yamil! Quiero verte contento y feliz contigo mismo… También…
—¿También qué?
—No, nada, nada.
—Quiero saber, por favor, Glenda.
—Solo quería decirte que te estimo y estoy para ayudarte en lo que necesites.
—¿Segura?
—Sí.
—¿Segurísima?
—Sí, sí, sí, sí.
—Gracias, Glenda.
—No es nada, Yomi, Yomi. Estoy siempre a tu disposición.
¿Qué me pasa? Me sentí agitado y no sabía a dónde mirar. Una idea extravagante se posó sobre mí y cerré los ojos negándolo.
—¿Por qué te quedas en silencio? —preguntó Glenda extrañada.
—Es que…
—¿Qué pasa?
—Quería decir que te quiero, Glenda...
—Yo igual, Yomi, y prometo que jamás te dejaré solo.
En la casa reinaba el sosiego que abarcaba cualquier recoveco. Fui hacia mi parlante a reproducir una canción. La melodía persiguió al silencio y lo ajustició, dando lugar a una fiesta donde Glenda y yo fuimos los únicos invitados. La música alta era capaz de despertar a todo el vecindario. Yo invité a Glenda a cantar su canción favorita y ella también hizo lo mismo.
Después del momento distendido, Glenda me ayudó a estudiar para el próximo examen, cuya relevancia significaba terminar de construir una edificación o demolerla. Glenda sabía cómo transformar el aprendizaje en un momento lúdico. El estudio se prolongó y la hora se redujo. En cambio, mis horas se ensancharon para los próximos deberes gracias a Glenda.
Una tarde, ante la ausencia de mi padre, que me había dejado obligaciones para distraerme, publiqué un aviso en internet, ofreciendo mis juegos de mesa artesanales, a un buen precio. No iba a hacerme millonario, pero al menos tendría para traer el pan a la mesa.
Hasta un pordiosero podría ganar más que yo. Mi padre se había llevado toda su plata. Era momento de vender algo y mi bicicleta era un candidato; ya era un vejestorio que estaba próximo a ser de otro dueño. Solo le restaba un par de viajes más.
En mi vida lo fácil era difícil y lo difícil era fácil. Si no encontraba la manera de traer dinero iba a ingerir aire los próximos meses. Y los préstamos me iban a seducir como a mi padre. Si no vendía mis juegos de mesa podría ser un vendedor de emparedados: nómada o sedentario.
Llevé mis juegos al mercado más cercano, cargando una bolsa negra. A poco de llegar, una madre y su hijo se interesaron por mi mercancía. Fue una venta rápida y parecía el comienzo exitoso de un negocio, pero estaba equivocado. Durante dos horas, nadie más siquiera vio mi mercadería. Las ganancias apenas me alcanzaban para dos días.
Luego de bregar tanto, me detuve en un quiosco por un aviso, colocado en una columna de madera, donde se pagaba 1000ms a la semana por atender el negocio. A priori, parecía no tener muchos clientes. Había más fantasmas que clientela, pero el jugoso sueldo me iba a alcanzar para comer y para pagar la luz y el agua. Era una oportunidad que me había encontrado a mí, y no yo a ella.
La dueña era una mujer de avanzada edad. Llevaba un delantal sobrio y tenía el semblante serio y unos movimientos maquinales. El desdén se veía desde mi posición o desde un agujero negro. No perdía nada preguntando, aunque la acrimonia emanaba del interior. La señora, bastante ocupada, buscaba algo, supongo algo puntiagudo.
—Buenas… Señora —dije palpando mi quijada—. ¿Señora?
Elevé la voz para que no pareciera un fantasma. La señora se dio cuenta, pero siguió con sus quehaceres.
—¿A quién buscas? —dijo sin mirarme.
—Me acerqué por el anuncio. Quisiera trabajar aquí.
El silencio acaparó el momento y yo no supe qué más añadir.
La señora se acercó a mí y dijo:
—Ven el lunes, por si el otro no viene a trabajar. Estoy acomodando la tienda. Ven el lunes, hijo.
La señora se dio la vuelta con lentitud y sus manos se vieron ocupadas de nuevo.
—¿El sueldo es de 1000ms, cierto? —pregunté antes de irme.
—No. 100ms a la semana.
—Pero en el anuncio dice 1000ms.
—Ese cero demás lo pintó mi hijo sin que yo supiera.
Me quedé pasmado por esta cruel verdad.
—¿Aún te interesa? —preguntó la señora.
—Sí. Entonces vuelvo el lunes. ¿Cómo se llama?
—Severina. ¡No me toques ese electrodoméstico! —Tampoco me miró cuando lo dijo.
—Perdón…
—Te espero, hijo, muy temprano el lunes.
—¡La tostadora está en el suelo! ¡Ten cuidado al salir!
—No se preocupe.
—Ve con cuidado, hijo.
Ese mismo día quería ayudar, porque el dinero que tenía no cubría mis gastos hasta el lunes.
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