Capítulo 12
Llegada la noche, me dispuse a dormir. Pero antes de pegar las pestañas, mi teléfono sonó.
—Yamil, un mensaje… —dijo Glenda con urgencia en la voz.
—¿De verdad? Gracias, Glenda.
—Contesta rápido, que debe ser importante.
Vi el número del remitente y me quedé petrificado. Era Íngrid. Su mensaje llegaba como un rodillo lanzado con precisión. En persona Íngrid había perpetrado contra mi corazón; pero mediante mensaje era otra persona.
—¿Qué sucede, Yamil? —preguntó Glenda.
—No, nada, nada.
—Ay, no estás siendo sincero...
—No puede ser... ¿Hasta lees la mente?
Unos tres mensajes habían puesto mi mente de cabeza. Solo alguien podía cambiarme el semblante en un instante y esa persona era Íngrid.
Abrí los mensajes casi presionando mi pecho, por si quisiera salirse. Me esperaba un audio dilatado, aunque si solo dijera una letra ya sería suficiente para que escuchara mis latidos.
Mensaje de Íngrid:
«Hola, Yamil. ¿Cómo has estado? ¿Podemos hablar? Me gustaría que vinieras mañana por la mañana al parque de Roque».
A decir verdad, yo tenía más ganas de verla que ella a mí. Su tono de voz no tenía el donaire de siempre. Si quería extinguir este dolor que socava debía ir.
Esa noche me peleé con mis ganas de dormir. Mi colchón y mi almohada hicieron alianza para malograrme el descanso. Tenía la luz apagada, pero Íngrid lo encendía y todo me evocaba a ella. Mañana la iba a ver con el corazón vendado. Ya tenía en mente lo que podía pasar.
Yo llegaba al sitio acordado con el corazón expuesto y ella llegaba al lugar con una daga. En ese instante, su novio llegaba trayendo un ataúd, cuando todavía seguía de pie, pero lejos de mi corazón.
Me dormí sin haber abierto el libro que debía leer. No hay problema, mañana empiezo. Tengo dos días para estudiar.
A la mañana siguiente, tenía clases después de mediodía. Íngrid con sus mensajes había saboteado cualquier descanso reparador. Me alisté con celeridad, pero el apuro era enemigo del aplomo. La plata se estaba yendo y la miseria quería hospedaje.
Mi padre en la puerta me dijo:
—¡Si viene alguien, le dices que me morí o que me fui al centro de la tierra!
—¡Ya!
Después de esas palabras, me escabullí hacia la puerta, con teléfono y llave en mano.
—Yamil, ¿conoces la dirección exacta?
—Sí, Glenda.
—Es que no quiero que te pierdas por un lío de faldas. Yo te puedo guiar, si quieres.
—Tranquila, esto es pan comido.
—Bueno, tendré que ser tu niñera, creo.
Busqué mi vetusta bicicleta. A pesar de su estado, era capaz de ganar un triatlón. Aunque era imposible esconder el deterioro en la cadena y los guardabarros, roídos por el tiempo.
Me subí y dejé todo a lo de Dios. No tenía una pizca de optimismo en mi rostro. Este amor no se encendía ni siendo inflamable. Mi emoción se fue apagando exponencialmente al imaginar el desenlace.
De la bici pasé a circular por la ciclovía y llegué a un bache que tenía la intención de pinchar mi rueda. Pero el bache lo esquivé con éxito y avancé tres cuadras y alisté mi paciencia para esperar un minuto en el semáforo. Superé el semáforo con hastío y me preparé para acercarme a una jauría de perros; estos se levantaron y me persiguieron un buen trecho. Superé la jauría de perros con un susto pasajero y el manubrio alocado, así que el próximo escollo era un vehículo que debía cruzar la avenida. Pero no pude cruzar la misma, porque una persona se acercó y me obstaculizó el paso. El tipo en cuestión era el mismo del accidente de la cabina telefónica.
—¡Contigo tengo que arreglar algo! —vociferó a dos metros.
Hice un gesto de sopor. Negué con la cabeza.
—Lo siento, pero me confundes.
Si no fuera por el mensaje de Íngrid no hubiera continuado mi camino. Yo tenía ruedas y él piernas.
Lo esquivé y me fui por la acera, ignorando los rostros inmutables de los gendarmes que moraban por la calzada. Miraba al frente, pero en realidad tenía la mirada en otra parte. Eludí a un vendedor ambulante que venía con mucho entusiasmo. Seguí avanzando, pero mi sentido común me decía que estaba manejando peligrosamente.
A medida que mi cabeza se enfocaba en ese asunto, mis piernas pedaleaban aún más. No fui consciente del probable escenario desastroso de aquella acción temeraria. La imprudencia me iba a pasar factura.
En la desembocadura de la calzada, un motocarro giró a contramano y me agarró de improviso. Ya no pude controlar la bicicleta y el miedo tomó el manubrio. Acto seguido, impacté con la puerta de la carrocería y terminé desparramado en el pavimento, salvándome de morir aplastado por un neumático. La bicicleta terminó bastante lejos y el chófer, con una abolladura en la puerta, se dio a la fuga.
—¡Aghgggggh! —Me quejé de una excoriación en el antebrazo y el dolor me quitó el habla—. Glenda, pide ayuda —dije con el último aliento.
—Yamil, aguanta —dijo Glenda y llamó—. ¡Emergencias! ¡Ha ocurrido un accidente! ¡Necesito una ambulancia con urgencia!
Con el dolor aplastando mi temple, me lamentaba y reprochaba por mi accionar. “¡Sufrir un accidente no estaba programado!”. En ese instante, vi como Íngrid se desvanecía. Me sentía más roto por dentro. La asistencia médica llegó y lo que pasó después, fue un recuerdo difuso.
Antes de que mi cuerpo maltrecho llegara a un hospital de tercer nivel, sentí que estaba a poco de recibir la extremaunción. Hasta la fecha, jamás había sufrido un accidente de esas dimensiones. Asimismo, la cama del hospital parecía mi lecho de muerte. Le tenía pavor al color blanco, pero el personal médico que me atendió coadyuvó para romper mi escalera al cielo y las buenas noticias fueron un aliciente. Esperé el alta con un cabestrillo, pero yo sentía que me había escapado del féretro.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top