Capítulo 10
Me levanté temprano y esperé en mi alcoba la ausencia de mi padre. Hace mucho que no se le veía tan apurado por trabajar. Esa actitud estaba a un paso de terminar en el museo. Además, mi dinero y mi padre aún no se habían conocido, cosa que me dejaba tranquilo. Si ese momento llegara a pasar, creo que mi padre se compraría un maletín en vez de otra billetera.
Tomé mis recaudos y conté el dinero que había ahorrado durante meses: en la alcancía tenía alrededor de 2000ms, así que pedí un presupuesto de 1000ms para un celular nuevo. Luego, esperé todo lo que fuera necesario, aunque Wenceslao se quedara en su covacha hasta la alborada. Mi padre era el primer y último escollo para poder salir de esta casa.
El reloj de pared se había descompuesto hace algunos días, pero ya había alojado telarañas y partículas de polvo. Así que tuve que encender la televisión.
Minutos después, mi padre salió a trabajar a las nueve de la mañana. Creo que una tortuga hubiera salido más temprano. Por poco pensé que había salido desaliñado y haraposo. Seguro había desayunado y al mismo tiempo se había cambiado para luego descansar de tan labor extenuante. Su ausencia apaciguó la desairada casa que ya estaba a punto de gruñir. La armonía que llegaba para quedarse, debía tener las valijas listas porque mi padre era capaz de volver a cualquier hora. Yo era consciente de eso y esperaba que no sucediera hoy.
De inmediato, me desplacé con celeridad hasta el baño y luego a la cocina. De la cocina al guardarropa. Del guardarropa a bote de basura, para tirar los residuos de la alcancía. De inmediato volví a mi alcoba y busqué algunas monedas para mi pasaje, que sobraron del pan de arroz. Todo estaba en su lugar, menos la llave de la puerta. Supuse que mi padre se lo había llevado. Todas las pruebas apuntaban a que era cierto.
El talego con el dinero pasó a la mochila, y la mochila pasó a mi hombro derecho. Cerré la puerta rechinante de mi alcoba y fui hacia la puerta principal. Salí de la casa y, un fuerte ventarrón, lo cerró por mí, provocando un estruendo que me estremeció. Lo empujé, pero se había atorado, como si se hubiera topado con un pegamento industrial. Así que mi padre ni con llave en mano ni con ayuda sobrenatural iba a poder abrir la puerta. Si llegaba antes que yo, debía afrontar la peripecia y entrar, aunque por la malla milimétrica.
Me dirigí al Oeste, caminando con inusual desconfianza, mirando a todos lados. Debía apurar el paso, para alejar un posible escenario desastroso, donde mi padre y mi dinero se conocen. Ya era presa fácil del nerviosismo.
Detrás de mí, escuché que se acercaba un vehículo que se parecía al de mi padre. Al volverme, trastabillé y el dinero se fugó de mi mochila, rodando y deteniéndose debajo de un vehículo aparcado. Corrí hacia ella, pero a poco de llegar me detuve, ante el bocinazo de un taxi que venía a gran velocidad. Fui a ver, me agaché y estiré el brazo para sacar el talego, pero el vehículo, sin ninguna cuña, se movió hacia atrás y mi corazón se sobrecogió. Intenté desatascar el escurridizo talego de la rueda, pero el grado de mi fuerza no fue acorde a la situación y el talego se elevó y terminó en un pastizal inclinado. Estaba tan lejos de mis manos que pensé que ese dinero no era para mí.
En ese instante, un hombre puntilloso, que moraba por el lugar, percibió el preciado talego con dinero. Sin ver su contenido sintió una curiosidad instantánea que se reflejó en sus ademanes. El hombre se agachó para levantarlo y abrirlo. Así que corrí hacia él y grité:
—¡Cuidado! ¡Esa bolsa contiene ántrax!
Al oír la palabra, que probablemente no conocía, el hombre con aire de horror, tiró el dinero y huyó. Me acerqué, lo recogí y lo puse en mi mochila, pero descubrí que la cremallera se había estropeado. Por lo que tuve que llevar la mochila en una mano.
Llegué al centro comercial. Me bajé del taxi y crucé la calzada hasta llegar a la zona de ingreso. Lo primero que vi fueron tiendas acristaladas contiguas y un escaparate gigante. Estando dentro, caminé por un corredor angosto, viendo equipos electrónicos en anaqueles a los costados. En el interior de la tienda, la soledad atendía y las tinieblas la iluminaban.
A los pocos segundos, me detuve en la única tienda que estaba por abrir. El aspecto pomposo daba a entender que si no tenía dinero no debía ni mirar. Desde los aparadores veía una infinidad de móviles de variopintos tamaños y colores en sus respectivas cajas. Me sentía como un niño yendo a comprar su juguete favorito, pero debía apurarme. Esta diligencia no debía quitarme mucho tiempo. Me senté a esperar en una banca. Luego de un rato ya ni quería ver la hora. Me sentía como alguien a punto de ser ejecutado en un patíbulo.
Respiré profundo y abrí la puerta corredera de vidrio y un hombre bonachón y de estatura baja, salió de la trastienda. Mostraba amabilidad sin siquiera abrir la boca. Su vestuario informal se apartaba de la ostentosidad de los productos que ofrecía. El calor había perecido y el aire acondicionado era su verdugo. El lugar parecía más un iglú que una tienda de celulares.
Con más interés en preguntar que de saludar, el empleado me atendió. Su presencia ya era todo un saludo. Yo sabía que el teléfono que buscaba arrasaba con mi dinero y le daba piernas para salir corriendo. Al revisar mi presupuesto, me di cuenta que el dinero tenía más ganas de huir que de quedarse.
—¿Qué teléfono te interesa? —preguntó el hombre estrechándome la mano.
Hablaba tan bajo que podía escuchar el sonido del aire acondicionado.
—Este… Uno bueno y barato —dije mientras veía su mercancía.
—Tengo muchos teléfonos de excelente rendimiento.
—No se si me alcance…
—¿Perdón, qué dijo?
—No, nada —dije con semblante dubitativo.
Un par de palabras y todo se vino abajo. Mis planes se desbarataron y ahora no sabía qué hacer. Si tan solo hubiera visto ese mensaje unos segundos antes…
—También me llegó un nuevo modelo —anunció el hombre—. Ahora te lo muestro.
El hombre me ofreció un teléfono de una nueva marca. El precio no se despegaba tanto del que yo quería. El hombre me mostró el contenido de la caja y me dio las especificaciones. Mi mente era una maraña y mis dudas pasaron de fogata a incendio forestal. De todas formas, no había que darle tanta vuelta a este asunto. Pero lo novedoso me provocaba escalofríos y hasta mi dinero se acoquinaba.
Lo iba a pensar tanto que era probable que me quedara a dormir en la tienda. El hombre encendió el celular. En mi mente había una revuelta, pero al tenerlo en mis manos, todo aquello se extinguió. En mi semblante se percibió la calma y se decretó una tregua. Mis dudas habían firmado el pacto de no agresión.
Era un celular bonito, ergonómico y todo lo demás. El precio era lo de menos y ya quería deshacerme del talego. La compra pasó a efectuarse sin regateo. Luego, salí de la tienda con apremio, pero las dudas que tenía al entrar ya solo eran rescoldos.
De la tienda pasé al ómnibus. Del ómnibus al asiento. Del asiento al temor por toparme con un padre malhumorado en la puerta de la casa.
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