Capítulo 1
Mi falta de sosiego ocurría, cuando las desdichas se adelantaban a las dichas. Mis tétricas remembranzas obstruían el camino de la venidera alegría. Siempre perdía antes de entrar a la contienda y también sacaba los pañuelos antes de sollozar. Siempre desaprovechaba la oportunidad de pasar de la pantanosa tristeza al descampado júbilo. Muchas veces, la infelicidad venía a golpetear una puerta semiabierta, y la felicidad llegaba a amenizar un festejo que ni siquiera había empezado.
La ciudad de Minddey tenía el cielo templado; acorde al momento. Me despojé por un instante de los grilletes lacerantes de mis pensamientos, para no provocar un accidente de tropel. Tantas personas y ni una sola palabra. El corredor que conducía al umbral de la escalera se hallaba cubierta de tinieblas. Hace solo unos momentos escuchaba un estruendoso mutismo. En cambio, ahora oía un silencio ensordecedor. Solo la luz del aula, de mi última prueba, pudo con tan renuente oscuridad. La severidad de mis sentimientos no tenía parangón.
Mi jornada de clases en la universidad concluyó, menos mis cavilaciones. Antes de entusiasmarme con quimeras festivas que no concuerdan con la aguafiestas realidad, revisé el último gélido mensaje de mi enamorada y mi semblante en escombros pulverulentos se derrumbó aún más. Solo yo iba a reconstruirlo. Su ausencia no era impedimento para estar presente, para bien o para mal. Ella poseía una fuerza ubicua porque estaba en todas partes. Ella era la musa que solía dibujar una sonrisa en mi rostro y esa alegría era un hormigón fresco que endurecía antes de prepararse.
Creía que aún había una oportunidad para ser feliz. De camino a casa, recordé que un animal me tenía ojeriza cada vez que me veía. Era un perro grande como un dragón de Komodo y de brillante pelaje negro. El can había forjado una enemistad férrea entre nosotros. Parecía que era el último lobo que no fue domesticado por el hombre. Dicho animal andaba suelto dentro de un taller mecánico, donde solía fraguar su plan para devorarme. Acercarme a ese portón metálico color marrón era estropear un excelente día en la universidad. Aquella amenaza canina apaleaba mi coraje. Ese mamífero carnívoro avivaba el fuego del miedo que ya solo era humo. Aquel mastín acurrucado en harapos cochambrosos se había enojado conmigo antes de conocerme.
Una infinidad de vehículos ligeros y de alto octanaje, venían a gran velocidad. Me hallaba temeroso que de algún chófer confundiera la calzada con la acera. Me aboqué en apartarme de aquel portón de metal que me intimidada con solo existir. Caminé con celeridad por una acera agrietada, que se agrandaba cada día para que me diera un batacazo. Al ras del bordillo derruido me alejé a paso rápido. Este corazón no quería ser devorado aún por un animal que no era silvestre.
Pensé mal al suponer que el mastín se había ido a mordisquear algún hueso pútrido del contenedor de al lado. Los dueños supusieron que un perro era suficiente para ahuyentar a cualquier malhechor. Entonces deduje que me estaba viendo y así fue, cuando el animal acurrucado levantó la cabeza y comenzó a emitir ladridos a mansalva, mientras se levantaba con prontitud para acecharme. Yo ya había alzado vuelo tras que lo vi ponerse iracundo y el día tomaba forma para asemejarse al de ayer.
Corrí y corrí por una diáfana calzada y sin bachear. Al pensar que tenía sus dientes sobre mí, la calle se achicaba. Escuché el motor de una camioneta y doblé a la izquierda. En ese instante, el perro se detuvo en seco, dispuesto a claudicar. Volví la mirada, pero me había quedado sin frenos y ya no cruzaba la calzada. Al llegar a la intersección, un bocinazo fortísimo me estremeció. El incidente distrajo al perro que a poco estuvo de abollar el chasis con su hocico de fierro. El animal se echó a correr y pronto se perdió entre los vehículos.
Caminé y caminé, pero mis piernas se negaban a cargar conmigo y mis desventuras. Mi semblante se desdibujó y mi corazón se desbocó. Pero cuando empezaba a reordenar mi mente se produjo otro desbarajuste y la pesadumbre quería saltar por la ventana.
El sosiego se abrió paso por un puente de divagaciones, pero cayó en el abismo de mis inseguridades. Me detuve para ver los demás mensajes de Íngrid antes de que la batería me quitara el derecho a entregarme a la melancolía. No había peor tormento que rememorar la alegría en la tristeza. Tenía pocos motivos para sonreír y muchos para mostrar enojo; ambos reñían. Alguien como ella podía percibir el vozarrón de un corazón mudo a cualquier distancia. Las buenas nuevas llegaban de repente y tardaban en llegar para Íngrid.
Llegué a una cabina telefónica y, por un momento, olvidé a quién iba a llamar. Me quedé mirando sin observar una fachada descolorida, con visibles grietas: cómo no podría ver semejantes fisuras. La tristura parecía llamarme, pero se había equivocado de persona. Tenía la alegría algo diezmada, pero yo hacía que volviera revitalizado y con más fuerza. Mi corazón vociferaba, pero nadie lo podía oír, más que Íngrid. Ella solía acaparar los titulares en mi interior, y quedaba demostrado que un tiempo breve sin ella era una eternidad. Extrañaba su eufonía que se hallaba en un pedestal. Extrañaba quedar embelesado por su voz, incluso antes de que dijera una palabra.
Totalmente ensimismado en mis pensamientos de índole sentimental, peregriné por un lugar escasamente arbolado, colmado de silente y lejana parsimonia. Más que un lugar de esparcimiento público, parecía ser la cúspide de los sentimientos más profundos. Era un área de recreo que te secaba las lágrimas o te mojabas con ellas. Comencé a tener pensamientos extravagantes que entraban sin tocar; me sentía incómodo. Este lugar me invitaba a irme, pero me sujetaba a la vez, como si tuviera brazos. Había bancos desgastados y fuentes de agua que me habían esperado, pero yo ya tenía otros planes. Por un instante, visualicé a Íngrid sentada, sosteniendo un helado de cereza. Pero ¿yo se lo compré?
Crucé el paso de cebra y llegué a la desembocadura, una esquina con baches invisibles para los transeúntes y visibles para los conductores. Solo miré al frente. No había nada interesante detrás de mí, más que soledad y contenedores tristes. No me perdía de nada. Giré la cabeza hacia mi izquierda para mirar a un vendedor ambulante bullicioso y a una chica parecida a mi enamorada... Yo era capaz de darle mayor dimensión a algo tan pequeño, ¿pero si no lo era?
Podía ser ella... Tenía el mismo atuendo, el cual yo era capaz de reconocer con los ojos vendados. Esa ceñida polera amarilla a rayas era inconfundible, y esos vaqueros cortos no podían ser de alguien más. Hasta podía reconocer el lunar en una de sus piernas bonitas y torneadas. Es posible que hayan dos iguales. No... No puede ser ella. Su manera de actuar no coincidía con las palabras que me dijo ayer.
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