Marcado por el destino

Antes de comenzar quiero agradecer a todas las personas que durante estos diez meses (me sorprende que hayan sido tantos) se han interesado continuamente por mí y por esta historia. Sé que he tardado demasiado en empezarla pero, sin querer justificarme, he de decir que la vida a veces nos viene demasiado grande en algunos momentos y nos crea más problemas de los que desearíamos, pero aquí me tenéis de nuevo y espero que disfrutéis con ella.

Estoy sin trabajo así que me dedico a buscarlo y si sabéis de algo, no tenéis más que contactar conmigo Jajajajajajajaja Recordad que las facturas no se pagan solas. :)

¡¡¡BESOS MILES PARA TODAS Y ABRAZOS A MANSALVA!!!

***

"Las personas que debemos temer no son las que no están de acuerdo con nosotros. Debemos temer las que no están de acuerdo y son demasiado cobardes para darlo a entender." - Napoleón Bonaparte -


Isla de Santa Elena, 1816

Torció el gesto con desagrado. El café estaba aguado y era de muy mala calidad pero eso podía pasarlo por alto, lo único que no podía tolerar era la falta de azúcar.

Dejó la taza sobre el escritorio y volvió a maldecir a Hudson Lowe, el gobernador de esa inmunda isla donde estaba deportado junto a casi cuarenta de sus más fieles seguidores. Se jactaba de privarlos continuamente de hasta lo más insignificante y necesario, como el agua. Racionaba, con la petulancia de hombre insignificante venido a más, y estaba seguro que creía un deber patriótico el hacerlo.

Cogió de nuevo la pluma y con cuidado la hundió en el tintero pero no llegó a escribir una sola línea aún molesto por la situación en la que se encontraba.

Inquieto,caminó hacia el destartalado hueco en la pared que hacía de ventana y contempló el exterior con hastío mientras unía las manos en la espalda y se mantenía erguido con las piernas separadas, una pose muy suya en los momentos de reflexión.

Había sido un hombre importante y aunque seguía ostentando el título de Emperador, ya no poseía poder alguno. Sus carceleros se habían encargado de que su vida fuera miserable y aunque lo era, su orgullo le impedía dejar que el desánimo se hiciera evidente para aquellos que lo creían vencido.

Santa Elena era una isla de origen volcánico, una roca perdida en el mar y a mas de dos mil kilómetros de África. Su extensión no superaba los ciento veinte kilómetros cuadrados.

Negra y oscura, era una definición bastante exacta para su cárcel, pero ahí no acababa todo. El clima tropical era intenso y húmedo haciendo imposible que la estancia en aquella tierra fuera placentera. Jamestown era la población construida por los colones ingleses pero él se encontraba en una de las peores parte de la isla, Longwood, llamado también el Bosque de los Muertos. Era un lugar azotado por las brumas tropicales durante todo el año haciendo que el aire fuera pesado e irrespirable.

Sus aposentos eran unos simples establos a los que habían compartimentado para que pudieran instalarse él y su séquito, pero donde tanto el suelo como el techo parecían querer desvencijarse de un momento a otro por la madera podrida y el abandono. Ese era su hogar y lo sería hasta el fin de sus días.

A pesar de todo se sentía con la suficiente fuerza como para continuar con lo que le había sido encomendado por una fuerza superior porque al contrario de lo que todos creían, él no era el loco ansioso de poder que había mantenido en jaque a toda Europa y Rusia. Su destino estaba escrito mucho antes de nacer y nada ni nadie podía impedirle llevarlo a cabo.

Su conquista implacable ocultaba la búsqueda minuciosa de reliquias de todo tipo, objetos sagrados que los hombres ignorantes de su importancia no le daban el valor que tenían. Algunas se habían perdido para siempre pero otras muchas podían aún ser salvadas y guardadas con el esmero y cuidado que merecían. No todos podían disfrutar de los hallazgos que durante siglos habían hecho sus antecesores y aún harían sus predecesores.

El Cónclave no estaba formado solamente por militares como él, porque ante todo se consideraba un hombre de armas, sino también por eruditos, científicos, químicos, filósofos... Todo hombre que de algún modo u otro era merecedor por méritos propios pero sobre todo por aquellos a los que se les había revelado el camino a seguir, la vida que tendrían que sacrificar en pos de algo mucho más elevado, mucho más importante que lo simple terrenal.

Eran llamados por lo divino y ante eso, todo lo demás se volvía insignificante y pueril.

En cada país conquistado, en cada tierra arrasada había sido guiado por su destino. Cada paso dado no era más que en cumplimiento del deber de salvaguardar lo que irremediablemente se perdería sin su intervención.

Sólo el amor estuvo a punto de apartarlo del camino trazado.

Miró con pesar el retrato de Josephine, su primera esposa, a la que había amado con todo su ser, a pesar de su decisión de divorciarse de ella para contraer matrimonio con María Luisa, hija del emperador de Austria y así intentar procurarse un aliado con aquel país. Aún la llevaba muy dentro de él y ahora que ni su actual esposa ni su hijo se encontraban a su lado, la recordaba con mucha más frecuencia, incluso con anhelo.

No se arrepentía de ninguna de las decisiones tomadas, era algo absurdo, ya que no podían cambiarse y lamentarse era de espíritus débiles. Un verdadero hombre, un líder, como era él, se enfrentaba a las adversidades y salía victorioso y, aunque le costaba admitirlo, Josephine había sido su mayor prueba, su mayor flaqueza.

Afortunadamente, y a su pesar, había sabido salir vencedor y dejarla atrás.

Ahora se encontraba tomando de nuevo las riendas de su vida. No por encontrarse recluido a cientos, miles de kilómetros, debía dejar abandonados a aquellos que confiaban en él. Debía instarles a seguir la búsqueda, necesitaba transmitirles que a pesar de que no podían contar ya con el apoyo de Francia, él seguía siendo su maestro, su guía.

Con más confianza se dirigió de nuevo al escritorio que ocupaba buena parte de la pequeña habitación, tomó la pluma entre los dedos con firmeza y comenzó a redactar la carta que lo pondría de nuevo todo en movimiento. Las palabras se deslizaban con suavidad desde la tinta hasta terminar impresas en el papel de mala calidad pero era innegable el tono imperioso y alentador con que urgía a seguir con aquello para lo que habían sido llamados.

El Cónclave debía sobrevivir como lo había estado haciendo hasta ahora y la búsqueda no podía quedar en el olvido. Les apremiaba a encontrar aquello por lo que había arrasado media Europa.

Era imperativo encontrarlo.

Se sentía exaltado por su discurso e incluso comenzó a sudar debido a la intensidad con la que creía en lo que decía.

Una vez terminada, su cuerpo se relajó de tal modo que temió no tener fuerzas para poder firmarla y esperó unos minutos a que todo volviera a la calma para continuar con mano firme.

Confiaba en que la carta llegara a su destino, había conseguido sobornar a uno de los hombres que llevaban los víveres hasta Longwood para que la enviara y éste le había asegurado que aunque lo revisaban cuando salía y entraba, nadie lo haría al cadáver que tendría que llevarse esa misma tarde. Uno de sus oficiales había muerto y no dudaba que ese suceso había ocurrido para que su mensaje llegara a su destino.

Todo estaba a su favor.

Dejó caer la cera sobre el papel y estampó el sello con firmeza.

Se quedó largo rato mirándolo antes de levantarse y llamar a alguien que lo entregara.

El juego había comenzado de nuevo y quien mejor para empezarlo que él, Napoleón Bonaparte, Emperador de Francia.

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