Quizá.
[Michoacán, México.]
[Marzo, 2018.]
Paso las noches en vela en busca de aclarar mi mente, ansioso por despejar todo aquel recuerdo de mi suerte.
Paso demasiado tiempo vagando a la deriva.
Quizá sólo sea una percepción.
Quizá sólo soy un adolescente que no comprende las cosas.
Quizá no todo es tan malo.
Quizá me esté lamentando en vano.
Quizá haya otro camino, una salida.
Quizá mis dudas se aclaren en algún momento o quizá sólo me encuentro varado en la nada.
Todo se queda en un quizá.
Escucho la puerta abrirse y pasos trastabillando al otro lado de la habitación. Mi estómago da un vuelco.
Escucho un cristal estrellarse contra la pared. Seguramente mi madre tiene una de sus típicas discusiones acaloradas con alguno de mis hermanos.
Escucho a mi padre llamándome desde la sala. Sé lo que se avecina. No puede ser otra cosa que problemas. Cuando era pequeño solía pensar qué se sentiría que tus padres se enorgullecieran de ti, qué se sentiría recibir unas palabras de aliento o muestras de afecto y que te alentaran en la vida, en cada meta y cada etapa.
Mis padres eran como una tormenta que se acerca con fiereza en las costas, puedes verla aproximarse y tu primer instinto es resguardarte para que las turbulentas olas que provoca no arrasen contigo cuando la marea rompa en furia letal.
Cuando era un niño me cuestionaba mil cosas sobre el comportamiento de mi familia, veía a los otros niños y sus familias y me preguntaba cómo harían para tener algo así, ¿cuaá sería el secreto?
Quizá mamá no venía a arroparme por las noches porque hice algo mal.
Quizá mis destacables habilidades académicas no les importaban.
Quizá estaban molestos conmigo.
Quizá había cometido algún error.
Quizá no me querían.
Quizá mis hermanos eran mejores.
Quizá no era lo que mi familia esperaba.
Pasaban los años y yo me seguía cuestionando en qué me había equivocado, hasta que llegué al punto en el que comprendí que quizá todos estábamos defraudados unos de otros.
Quizá las marcas y cicatrices eran el impulso para no ceder ni vacilar.
Sabía lo que me esperaba al otro lado de la habitación, allá en la sala donde se encontraban mis padres. Dejé sobre la mesilla de noche mis apuntes del colegio y salí para confrontar mi sentencia por querer una vida estable.
Al pasar por el corredor pude ver en su rutinaria miseria a mis hermanos, mayores a mí por varios años. Ni siquiera se esforzaban en aparentar ni elaborar una mentira. No se inmutaban ni temían. No tenían siquiera un poco de dignidad para cerrar las puertas. Uno de ellos inhalaba cocaína en el escritorio, el otro se encontraba teniendo coito con una de las miles chicas que han pisado su habitación.
Cuando atendí el llamado de mis padres me llenaron de reproches. Mi madre culpaba a mi padre de tener una amante y me acusaba a mí de ser su cómplice. La conversación giraba drásticamente entorno a mí, a mi aparente pérdida de tiempo buscando algo de bien y sus interminables insultos. Mi tolerancia llegaba a su límite como muchas ocasiones. Cuando les eché en cara sus verdades papá perdió el juicio, si es que aún conservaba un poco de él.
Sentí cómo el pómulo ardía de dolor, el contacto de sus nudillos huesudos con mi rostro, no saciado con la sangre que derramaba inmovilizó mis brazos y comenzó a quemar su cigarrillo en mi espalda. Quise defenderme pero el quizá apareció una vez más.
Quizá yo era mejor que eso.
Quizá devolver el golpe me habría traído algo peor.
Quizá alguien me escucharía si alzaba la voz.
Quizá un día sus manos terminen por quitarme la vida.
Quizá debía buscar nuevos horizontes.
Quizá debía dejar atrás aquella amargura.
Durante poco más de ocho meses me dediqué a callar, a soportar, a resentir y a tomar dinero ocasionalmente cuando las botellas de alcohol estaban regadas por doquier. No me tomó mucho esfuerzo decir adiós a aquel lugar, no dejé ninguna nota ni señal alguna. Me marcharía sin más con lo que una mochila a mis hombros pudiera llevar.
[Actualidad.]
—No quería convertirme en un ladrón —confesó Alejandro—. Pero tampoco aguardaría mi muerte cruzado de brazos.
—Lo peor no es la muerte, sino el lapso en el que aparece, un periodo incierto y a veces lo que se tiene que experimentar antes de que esta llegue es peor que la misma —habló en un hilo de voz el mayor del grupo.
—¿De dónde vienes tú? Anda, venga, cuentanos tu historia —le anima Alejandro.
—Me llamo Damián —inicia con dificultad—. He venido hasta aquí desde Veracruz...
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