Oscuridad.
[Frontera entre México y Estados Unidos.]
[Diciembre, 2018.]
La temperatura desciende mientras la distancia se agranda, puedo ver mi aliento materializado entre cada suspiro.
Las noches frías aclaman el llanto de los desamparados. Las estrellas se esconden dejando la luna al acecho entre la densa oscuridad que envuelve las almas quebrantadas y se mofa con las súplicas de los insufribles.
Nos acercamos. Tendremos que desplazarnos a pie. Cuando supe que este momento llegaría pasaba las noches imaginando que podría correr, correr sin detenerme hasta romper las cadenas de la esclavitud. Pero esta noche la libertad parece más un sombrío espejismo.
Eché un vistazo por última vez tratando de ocultar mis pensamientos. Nunca más podría recordar lo que era estar en familia, rodeada de gente que te quiere, salir con amigos y preocuparse por alguna cita. No habría más discusiones, ni reproches, no habría exigencias ni desvelos. No habría nunca más sonrisas.
Habría sido la última vez que podría degustar el cálido sazón de mamá y que tendría un lugar confortable que me arrope mientras duermo.
Los imperceptibles regalos de la vida se convertían ajenos a mí con cada paso que daba, aquello que había pasado desapercibido era lo que más añoraba en esta situación.
Oscura tiniebla se aferra a mi corazón y destellos de paz se refugian en mi alma. Una esperanza alumbrando el camino. Sueños desmoronados al paso del viento y memorias desvanecidas cual cenizas arrojadas a un torbellino.
«Enciende algunas velas, no llores.
Te cantaré una canción de cuna.
Perdiste la llave y no puedes irte.
Nada será exactamente lo mismo.
Risas a la media noche.
Las cenizas pintan nuestro dormitorio gris.
Lo que fuiste se desvanecerá.
Cada día de cada temporada es devorado por lo gris.»
Tarareaba una y otra vez aquellas inocentes estrofas en mi mente. No podía dejar de pensar en aquella canción que contribuye con amargos estragos a mi dolor. Ahora yo me encontraba en una torre. Una torre intangible de la que no podía escapar.
Todos necesitamos escapar de algo.
Estamos necesitados por ignorar los rezagos, por eludir los destrozos y nos condenamos a vagar con fragmentos hechos añicos.
Evadimos la parte burda de la realidad, aquello que nos incomoda o nos asusta. Pero por más que la evitemos no podemos desaparecerla. Abandonamos los sollozos e impotencia que anida en nuestro interior y carcome los sueños frustrados. Nos abrimos paso ante la incertidumbre. Perdemos la cordura y nos aquejan los delirios.
Un pequeño grupo de doce personas, además del verdugo, está frente a mí. Aquellos rostros afligidos que cruzan miradas entre sí y conmigo me provocan una inmensa curiosidad. ¿Por qué abandonar su tierra? ¿Qué les ha orillado a renunciar a aquello que yo tanto anhelo?
Cada uno de aquellos misteriosos forajidos de la vida que tengo ante mí tiene su propio destino, su propio motivo. Cada uno refleja una búsqueda incontrolable, una persecución entrañable hacia un objetivo distinto.
Compartiendo entre sí una sola alternativa. Están huyendo, dejando atrás el pasado, esperando un nuevo presente, forjando un mejor futuro.
Escudriño sus facciones y no logro descifrar cuál es su historia.
El trayecto será largo, un arduo viaje de varios días. Cruzaremos ríos, atravesáremos desiertos. Quizá ninguno sobreviva, muchas vidas se han perdido en esta miserable jugarreta del destino. Una alucinación que arrebata sonrisas. Un mero espejismo que corroe los planes. Con un poco de suerte podré yacer inerte antes de cumplir esta penitencia.
Mi corazón se acelera, siento cómo se estruja lentamente entre cada silencio, entre cada maniobra para pasar la frontera. Un grito está atrapado en mi garganta, levanto la vista hacia el verdugo. Se le nota fresco y confiado, a diferencia de todos nosotros.
Él sabe que tiene el control. Sabe que ninguno de nosotros va a renegar o contradecir sus órdenes. Sabe que no llegaría muy lejos si echo a correr, si grito por mi vida, si hago siquiera un intento por salir a flote. Entonces todo habría acabado, a veces pienso que sería mejor pero sé que no sería tan sencillo y que incluso me sumergiría en un tormento peor que la misma muerte.
Hemos caminado horas sin parar, no hemos probado bocado desde que iniciamos el viaje y el agua que hemos bebido es escasa. Nuestras fuerzas flaquean y nos sentimos aliviados tras un largo tramo cuando el verdugo nos ha indicado que nos ocultaremos para dormir un par de horas. No sería mucho pues nos esperan las peores cosas aún, no podemos desaprovechar tiempo.
El verdugo permaneció a la vigilia mientras la mitad del grupo había caído rendidos ante su propia fatiga. A otros más parecía que la preocupación invadía su sueño, una de ellos dirigió unas palabras hacia mí.
—Eres muy joven para pasarte la noche espiando el sueño de los demás, ¿no te parece?
Era una mujer de aspecto noble, de unos veinticinco años quizá. No hubo respuesta de mi parte pero el resto comenzó a charlar sacándome de mi trance.
—Los jóvenes también padecemos el infortunado agobio del insomnio —comentó uno de los más jóvenes.
—Eso, por desgracia, es verdad —terció la otra chica—. Pero me causa curiosidad qué hace un par de jóvenes como ustedes en un viaje como este.
—Creo que todos tenemos una razón para estar aquí —respondió el otro chico de no más de dieciocho años.
—Es alarmante cómo las circunstancias obligan a la gente a tentar suerte en manos de un destino, manteniendo un ápice de optimismo —habló esta vez un hombre que rozaba los treinta años.
—¿Y a ti qué te obligó? —preguntó el sexto, un hombre maduro de quizá unos cuarenta años.
Aquel pequeño grupo de seis personas que permanecían en vela contarían su historia, las dudas que habían acudido a mi mente durante el camino serían disipadas, ninguno reparó en mis expresiones ni en que seguía ahí presente sin emitir sonido alguno, dispuesta a escuchar atenta.
—Me llamo Daniel —comenzó—. Vengo desde Tamaulipas...
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