Parte 2
Esos Días.
Parte 2.
Finales de Otoño, 1304.
Unos castaños ojos admiraban a las nubes tristes; sin embargo, una especie de preocupación se plantó en su pecho. Si no se apresuraba, seguramente tardaría más de un día en ir a la ciudad y regresar a la granja.
No era necesario ir por especias aquella vez, pero debía reconocer que le urgía pedir unas medicinas para pasar tranquilamente el invierno, además de algunos víveres que recién se habían acabado.
Lía se iba arriesgar, de todos modos se llevaría el dinero suficiente por si algo la retenía.
Escuchó a su hijo entrar, salpicando lodo y tierra mojada por todo el suelo.
—Emanuele —la mujer fue a encontrarse con él— Será mejor que Gian y tú se resguarden. Saldré pronto, antes de que el agua me alcance de éste lado. —él asintió; aún así, la mujer prosiguió—. Sé que le has estado dando deberes más pesados, así que solo… Pórtate bien ¿Sí?.
Ella le miró aceptar. Luego, se cubrió con una bufanda, un abrigo y un gorro; y finalmente, se dispuso a partir a caballo y carreta. Ambos se separaron con un pequeño beso y la despidió desde la entrada hasta que él la perdió en la distancia.
El viento húmedo llenó sus pulmones y rezó para que su madre viajara con bien; si contaba con suerte, tal vez llegaría a la ciudad antes que el clima, y posiblemente la pasaría con su amiga, la vendedora de telas y listones.
Esas dos si que eran un caso intenso.
En fin, olvidó el motivo lo que había entrado a la casa inicialmente, así que volvió al exterior. Estas parecían ser nubes de despedida; sin embargo, lo primero que se le vino a la mente fue la llegada de Gian. Curioso, pasó por el claro de flores del sur, a su madre le gustaba dejar pétalos regados y a veces un par de cáscaras de fruta para que la tierra siguiera con vida.
Un “Hola papá” se percibió como un ronroneo en su alma y se condujo como siempre hacia el granero.
El granero que a la fecha no había sido reparado.
Bueno, entró en el lugar con el pensamiento de que el rubio ya estaría en el interior descansando sobre los musgos, por lo que subió la escalera de madera y llegó a un piso repleto de herramientas y de utensilios; además de las sabanas y almohadas que usaba el chico para dormir.
Lo buscó, pero no, no estaba.
De inmediato se quejó con un bufido y dio unos cuantos pasos hacia la ventana. Ahora que se encontraba ahí, seguro le daba tiempo de hacer algo y que el otro pasara en seco la noche. Cansado y esperando un poco de motivación, observó a lo lejos, en dirección a la colina que se dirigía al río Brenta.
Y lo vio.
Justo debajo de él, a espaldas de esa parte del granero. Gian estaba acostado en el pasto, con un papel y una tabla sostenida solo por sus manos; y con los dedos salpicaba manchas tiernas entre el verde y el oliva, creaba figuras que él solo podía ver.
Emanuele en los veinticinco inviernos que ha pasado en su vida, solo había admirado a una persona, a su padre, antes de partir.
Ser testigo de la manera, del cuidado y del respeto que el hombre tenía para todo, era algo sin igual. Nunca presenció a alguien más con la dedicación que su padre poseía en los ojos cuando regaba los cultivos, o cuando los animales enfermaban y tenían que ser atendidos.
Igualmente, jamás vio a otra persona con los irises llenos de adoración, como en los momentos que su padre charlaba con su madre. Con todo eso en su ser, con ese sentimiento instalado en el corazón.
Y ahí estaba Gian, elaborando pigmento con pasto, con sus manos, con plantas, con ese esmero que creía extinto hasta esa ocasión.
Gian quien tiritaba de frío, quien meneaba de vez en vez su cabello ondulado al girar su cuello, en dirección al sol que se estaba ocultando. Que juntaba el verde de la tinta con el rojo y el blanco de su piel.
Gian quien…
—¿Eh? —Emanuele susurró sorprendido.
Gian quien le miró fijamente.
—Ey… —Gian quien le habló y le sonrió con amabilidad. Él mismo solo atinó a saludar inclinando la cabeza— ¿Todo está bien? —cuestionó dejando el boceto a un lado.
—Sí… —tardó un tiempo en decidir— Parece que habrá lluvia ésta noche. Vamos a resguardarnos en casa —Gian se asombró ante ello, el otro añadió—. He pospuesto mucho arreglar lo de aquí, mañana sin falta lo haremos.
Otra sonrisa bastó para saber que el joven acataría lo dicho, Emanuele bajó del piso y se reunieron con el propósito de caminar a su hogar.
—Cenamos, nos aseamos y nos vamos a dormir —no había nada más que hablar, o eso pensaba él.
—Entiendo… —el rubio agregó no muy seguro de comentar—. Aún así tengo que recoger unas cosas del granero; si no las mantas se mojarán.
Emanuele le detuvo.
—Vámonos ya a casa, pasaremos todas las noches ahí.
Gian abrió los labios, pero él ya había avanzado.
Papas con cerdo fue lo que cenaron mientras las nubes lloraban sobre su techo. La luz del cielo se escondió del todo, y Lía no llegó; sin embargo, así como ella no se presentó, las malas noticias, que viajaban rápido, tampoco lo hicieron.
Dejaron los platos sucios sobre la piedra. Y posteriormente durante la ducha, un ángel de estrellas rojizas junto a otro de piel morena, restregaron cada uno sus cuerpos, ambos utilizando trapos, un balde de agua y casi nada de jabón.
El dibujante miró de reojo la anatomía bien presentada en el físico de su empleador; y el granjero por su parte, detalló con la vista la línea del ser, los delgados pero tonificados músculos de su acompañante.
Eran más que miradas ¿Pero qué estaban pensando?
Nadie lo sabía, ni siquiera ellos.
Nadie más que el firmamento y sus almas.
—Dormirás aquí. —Emanuele susurró calmado ya estando vestido y arropado dentro de la improvisada sala. Percibió las yemas de los dedos frías a la vez que ponía otras mantas sobre un viejo colchón, que en alguna época fue utilizado por su abuelo.
Gian asintió sin voz, después agradeció de antemano y acomodó cada cosa por él mismo.
—¿No fuiste un simple sirviente, verdad? —de la nada sacó Emanuele, lo interrogaba con sus ojos verdes sobre él.
—No... No lo sé, la verdad —el joven contestó en un resoplido.
—Eres un artista, así que eso no me convence.
A sus palabras, Gian se aproximó a él con algo misterioso en sus córneas, posteriormente, agachó el semblante.
—No sé qué significa ser artista, pero sé que me gusta hacer esto… Estar aquí, hacer todo esto aquí.
—Suena a que no quisieras ser artista en realidad… —Emanuele mencionó con duda y quizá con un poco de veneno—. ¿Hacer garabatos es más difícil que alimentar pollos y limpiar mierda?
Él rió; sin embargo, el rubio no cambió su expresión.
—Para mí sí.
La mañana siguiente, una vez que Emanuele despertó, se dio cuenta de que su madre ya se encontraba dentro de la casa. En la cocina, Lía preparaba huevos y pan acompañados de té. El hombre bajó de la planta alta y notó que el colchón ya se encontraba recogido y no había rastro del chico por ningún sitio.
—Gian ya se ha ido con las ovejas… —habló ella, mientras colocaba todo sobre la mesa— Estoy tan orgullosa de ti.
Los dos se detuvieron uno frente al otro, y ella con mucha calma lo abrazó, por mucho tiempo; él lo disfrutó pasar, hasta que un rugido de su estómago los interrumpió .
Tal vez en la tarde, le iba a pedir a Gian que le mostrara sus dibujos, sentados en la hierba, cerca del río, en la casa o en cualquier lugar.
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Al toque de su dedo el timbre suena, una bocina emite un sonido parecido al de cuatro campanillas. Segundos más tarde, se escuchan unos cuantos pasos provenientes del interior, y una mujer más alta que la media, de piel como el alabastro y pelo guinda, abre la puerta de aquel hogar.
—Usted debe ser el señor Rinaldi ¿Cierto? —le recibe alegre, y él lo confirma. Ella sonríe con simpatía—. ¡Por favor, venga!
Él ingresa.
—Mucho gusto, Alessia. Disculpa que no me haya presentado antes… —Donato menciona estar un poco avergonzado, luego de estar en su casa durante el maratón de arte y un partido de liguilla.
Ella aletea con su mano, restándole importancia.
Alessia Rossi cierra la entrada con suavidad. Donato ya ha estado antes en aquella casa, pero es la primera vez que asiste a una fiesta infantil aquí. Con unicornios hechos de papel, globos de colores metálicos y repostería, y muchas, muchas serpentinas chorreando por todos lados.
En el comedor, Celio está con su hija, la pequeña Lucile, colocan trozos de jamón, fruta y mermelada en varias bandejas. Su colega le saluda con la mano una vez que le ve, la niña por su lado solo grita un gran “Hola”.
—Que bueno que le cité temprano —dice de la nada Rossi, luce apurado— Verá, necesitamos ayuda... Nuestra pizzería favorita no abrirá hoy, Lucile y yo iremos de compras ahorita ¿Podría ayudar a mi esposa con algunas cosas?
Rinaldi procesa aquello y mueve la cabeza en señal de un “Sí”, al mismo tiempo se remanga el suéter. De inmediato, Alessia lo toma del brazo y lo conduce a la cocina con emoción. Escucha a su compañero salir justo en el instante en que se silencian las risas de la infante.
Ella le presta un mandil previniendo cualquier mancha, el piso de imitación de madera cruje; no obstante, le es cómodo andar sobre él. La mujer saca todo lo necesario con el objetivo de preparar un colosal plato de pasta y le da a Donato las instrucciones para que haga la salsa y el aderezo.
Se mueven coordinados como si hubieran guisado de toda la vida; y a su vez con velocidad, cuecen la carne, hierven los tomates y huelen el perfume de las hierbas mezclados con el sazón. En una pausa donde ella le sirve una copa de vino, Donato se pregunta si ella sabe sobre su situación; sin embargo, esto queda en el olvido.
Alessia es preciosa y canta sin pena ni gloria como si él no fuera el jefe de su marido. Siente que es una muchacha auténtica y eso que la conoce de pláticas y minutos.
Cuando Rinaldi desliza la pasta dentro del horno, los dos oyen el crujir de la cerradura; así surgen las voces de Celio y Lucile, que debaten sobre el deber de una princesa con los animales encantados del bosque… O algo así.
Rossi se muestra cargado hasta la barbilla, mientras que su hija le ayuda con un paquete y un par de bolsas de papel de una panadería artesanal.
De solo verlo le recuerda a las horas que pasaba su esposo lidiando con la levadura y la masa, además de las reuniones con sus familiares y amigos, o a las íntimas cenas que terminaban con arrumacos en el sofá
Qué años aquellos.
Transcurre media hora y el tiempo en el horno se acaba; con las compras, más bandejas se llenan de pequeños bocadillos dulces y salados. La mesa de botanas se adorna con suaves juguetes y crujientes galletas en forma de caricaturescos pegasos.
Los platos con dibujos y los vasos de jugo ya están completamente listos; y Donato junto con los Rossi, ya se encuentran algo extenuados.
Y eso que la fiesta aún no empieza...
En el transcurso del día llegan más chiquillos de la mano de sus familiares; saludan con sus regalos, con juguetes, con crayolas, ropa, y muy buenos deseos. Todos se divierten, carcajean, cuentan anécdotas y dejan a los niños imaginar miles de juegos antes de que la magia se acabe y tengan que retirarse.
A las nueve de la noche se despide el último invitado. A Lucile y a su amiga, sus madres tienen que cargarlas debido a que se han quedado dormidas luego de bailar y cantar encima de la alfombra.
Alessia sube a su hija para acostarla sobre la cama y a su vez cambiarle de ropa. Por suerte, la niña solo se puso unos pantalones y un blusón que parecían algo pesados; de haber vestido un conjunto de princesa muy elaborado o un disfraz de animal, distinta hubiera sido la cosa.
En fin. Rinaldi para su propia sorpresa, se encuentra lavando platos; no son muchos considerando que la señora Rossi lo ha estado haciendo durante de la celebración. Ve pedazos de carne, sándwiches a medio comer, hasta el betún morado del pastel.
Los niños sí que desperdician demasiado en comida.
Tal vez él sería así si hubiera tenido un hijo, quién sabe.
Celio se acerca, lo sabe por el quejido de las suelas en sus zapatos.
—¿Qué tal le pareció la fiesta, jefe? —pregunta alzando los brazos en un bostezo.
—Me gustó mucho el pastel. —dice tirando otro pedazo de fruta— Hace años que no probaba uno de ese sabor. —acaba al mismo tiempo que agarra la esponja, y enjabona otro vaso.
—Lucie ya se durmió —los dos escuchan a la mujer bajar. Ella llega a la cocina y camina hacia el hombre mayor—. Ya regresé. Muchas gracias por su ayuda, señor Rinaldi.
—No hay de qué... —le contesta. La señora Rossi espera a que ella y él cambien de lugar; al no permitirlo, solo añade:—. Si gustas, dime Donato —posteriormente toma otro plato.
—Bueno, entonces me dirás Alessi —le sonríe con vergüenza y sinceridad.
Celio carraspea.
—¡Le regalaron a Lucie un montón de cosas! —comenta con ilusión en los ojos— ¡Vi como la mamá de Nadia dejó unas acuarelas metálicas entre los obsequios! ¡Ya quiero ver cómo funcionan!
Alessia y su jefe le miran interrogantes, Rossi no hace nada más que reír en voz baja.
—Celio me habló sobre la pintura en la que trabajan... —ella inicia, saca tres copas de una estantería alta junto con la botella de vino sin terminar. Les sirve con cuidado un par de sorbos a todos—. Si no mal recuerdo, están con una que tenía un mal olor ¿No?
Rinaldi asiente, el hombre más joven contesta:
—Oh, tenía una película de cartoncillo —suspira y agradece a su esposa quien le entrega la bebida—. Apestaba porque el cartoncillo estaba podrido… —da un traguito— Cuando le quitamos todas las impurezas, no creerás lo que descubrimos.
—¿Qué? —pregunta ella, coloca la copa de Donato sobre la mesa— ¿Otro paisaje? ¿Más animales?
—Un hombre —sentencia el adulto mayor, se seca las manos.
—¿Un hombre? —se escucha bastante sorprendida— ¿Y cómo es?
—Es hermoso —menciona Celio.
—Es curioso... —sigue Rinaldi a la vez que toma asiento junto a ellos— Los colores de los paisajes y los tonos de este retrato son diferentes. Se ve tan… Íntimo.
—¿Intimo? —cuestiona Alessia algo pensativa— ¿Cómo sabemos que el autor de la pintura es un hombre o una mujer? Creo que para la época hubiera sido complicado que un hombre dibujara a otro con contemplación.
Su esposo niega con la cabeza, menea la copa jugueteando con ella.
—No es raro encontrar “Hombres angelicales” o “Sobrenaturales” en la pintura. Una musa es una musa. —comenta haciendo gestos con los dedos, el básico entrecomillado—. Además, muchos artistas que fueron acusados por sodomía trabajaron para la iglesia, así que bueno…
—Pero lo que me resulta curioso... —añade Donato— Es que este hombre no es el “Clásico Angelical”. Hay algo más ahí. El artista dibujó un solo retrato entre tantos claros y paisajes... Además, no parece que fuera miembro de alguna escuela.
—Tal vez no es un “Hombre Angelical” a los ojos de ustedes… —acota ella y les señala con el dedo índice; seguido de ello, bebe un poco de vino—. Quizá sea algo mucho más personal.
Los Rossi ríen, Donato solo se abanica con la mano, siente calor en las mejillas.
Así Alessia se levanta, abre de la nada el refrigerador. Al ver la cantidad de sobras, les ofrece a ambos un poco más de pasta, ellos aceptan sin dudar.
La charla se extiende más y más, la comida se acaba; el sabor de la carne y los bocadillos es tan bueno, exceptuando la sensación de la textura fría del pan.
Los minutos se resbalan sin piedad cuando uno se encuentra con amigos, que una hora sencillamente se siente como un resoplido.
Un resoplido que se vuelve un sobresalto de parte de Rinaldi. Al parecer ya son las doce con diez.
Alessia le pide un taxi seguro. En lo que ella prepara algo rápido para la mañana de Donato, Celio y él esperan en la puerta principal.
—Gracias por venir… De verdad —comenta el menor de ellos agarrándole por el hombro.
—No hay de qué, fue entretenido… Me alegro mucho de que tu esposa y tu hija estén aquí con bien.
Ambos sonríen.
—¡Donato! —se acerca la mujer con una bolsa llena de golosinas y más carne— Esto es para usted. Muchas gracias por cuidar de Celio en nuestra ausencia, espero no haya sido una molestia.
—No hasta que sus ojos saltaron a mi teléfono —el hombre mayor ríe y carcajea. Alessia se une a él.
La bocina de un claxon rompe con el momento; el auto ha llegado y Rossi muestra un puchero falsamente ofendido.
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Finales de invierno, 1304
Normalmente en aquella época del año, quizá por la temperatura, un entumecimiento y un extraño dolor se apoderaban de Lía, al grado de postrarla en cama sin dejarla hacer muchas de sus responsabilidades. Emanuele acostumbrado a todo ese enredo, solía ir a la ciudad en busca del remedio recetado por su médico barbero.
También trataba de hacer que la comida que le preparaba a su madre se conservara todo el tiempo que estuviera fuera; no obstante, teniendo a Gian con ellos, las tareas se repartieron con mucha más facilidad. El joven se encargaba de cuidarla, además de que adelantaba el trabajo en la granja.
Por lo que Virtud, su caballo, lo llevó sin ninguna distracción al boticario. El plan era bastante sencillo, iría por provisiones y recogería la medicina; no obstante, una vez acabado su objetivo, justo casi partiendo de regreso, vio a lo lejos una tienda.
La misma tienda de objetos que había estado ahí por años desde que era un niño. Un lugar que usualmente no le llamaba la atención.
Un lugar donde vendían papel y otras herramientas para dibujar, para escribir, para hacer un montón de cosas.
Desde la noche en que el rubio durmió en su casa, él y Gian se acercaron mucho más de lo que alguna vez previó. Cada tarde luego de sus actividades, Emanuele se reunía con él, y unidos pasaban el rato, al mismo tiempo que el chico retrataba cualquier otra cosa.
Era aterradora toda la pasión que le inspiraba; sobre todo en los ósculos que se imaginó darle cuando se manchaba algún mechón de cabello en el proceso.
Puede que Gian haya detallado con sus manos los colores de las hojas que se desprendían de los árboles; o plasmado en perspectiva a su madre, que una vez se perdió entre los borregos en las faldas de la colina.
O realzado las luces del horizonte durante el ocaso, o trazado las texturas de los insectos y animales que se encontraba.
Casi nunca existían palabras entre los dos, a veces solo las que salían de su corazón, y un leve contacto de piel en los instantes en que sin querer se tocaban las manos.
Inclusive le mostró todo lo que llevaba consigo el día en que se conocieron. Unos cuantos bocetos y una tira de carbón, solo eso en el interior de su sencillo bolso de tela. Después, con la miseria que se le pagaba, le pedía a Lía que le comprara unas cuantas tiras de papel, y con ello le bastaba para satisfacer sus deseos.
El joven no necesitaba ropa, ni calzado; nada siempre y cuando pudiera pintar.
En fin...
Emanuele entró con paso decidido a la tienda, le compraría algo aunque no tuviera idea sobre el arte. Curioseando entre plumas y listones colgados, escuchó a un par de caballeros conversar.
“Sí, así fue cuando visité Asís... Un maestro, Andreas, creo que se llamaba, estaba buscando a uno de sus discípulos. Según él, el desagradecido le robó unas palitas que son bastante caras y huyó con ellas.”
“Tal vez las palas ya se encuentren lejos” respondió el hombre en el mostrador.
“No sé, pero sé que quiere al muchachito como a un hijo. Muy bondadoso de su parte... Se dice que tenía talento y que por ello Andreas le aceptará si vuelve”
A pesar de las voces, Emanuele buscaba un presente, nada más ni nada menos; sin embargo, al ver la tediosa situación, elegiría cualquier cosa y se iría de ahí.
“También parece que el ladrón tiene una marca distintiva, creo que hay manchas rojas en sus manos. Un auténtico joven con lunares y pecas, un absoluto pecador”
Un joven con manchas rojas, con lunares y pecas.
Un pecador.
La palabra taladró su cerebro y la revivió una y otra vez, una con el rostro de Gian y otra con el rostro de su padre.
Seguido de ello y con las manos vacías hechas un puño, se dispuso a cabalgar furioso de regreso a su hogar.
Gian era un ladrón, un sucio ladrón.
Un mentiroso, un pecador para más.
Para más.
El bolso de piel donde se encontraban la medicina y los víveres, rebotó sobre la carreta una vez que Emanuele se puso en marcha. Su corazón latió desbocado galope tras galope, y a pesar de que el otoño ya se había retirado, las nubes amenazaron al sol escondiendo su presencia en el cielo.
Pronto llegó.
Lía sabía que algo había pasado, su hijo volvió sano y salvo del cuerpo pero no de su mente. Gian por su lado, estaba cortando leña en la parte de atrás con el fin de reponer la que se utilizó durante el día. Acostada en su cama escuchó el azotar de la puerta y las pesadas pisadas de Emanuele subiendo por las escaleras.
—He vuelto —le oyó atenta mientras él entraba. Le vio colocar el frasco de jarabe encima de una estrecha mesa— ¿Dónde está el mocoso? Le ordené que te cuidara…
—Emanuele… ¿Todo está en orden? —ella preguntó un poco extrañada, hace semanas que su hijo no se expresaba así del chico.
Él suspiró.
—Oí algo en la ciudad —no quiso decir más, no hasta que Lía hizo un espacio en la cama para que él tomara asiento—. Madre, dos hombres hablaban en la cabaña al lado de la tienda de la señora Bertie...
—¿Fuiste a la tienda de…? —el hombre no la dejó comentar.
—Ellos dijeron que Gian era un ladrón —soltó al mismo tiempo que colocaba su palma sobre la frente; se acicaló con nervios desde la raíz a la punta de su oscuro cabello—. Uno de ellos estuvo en Asís hace poco y parece ser que Gian le robó cosas a alguien.
Su madre se sorprendió y ocultó su boca con la yema de los dedos.
—Luego de robarle, Gian huyó… —añadió Emanuele— Pero su maestro lo quiere de vuelta, lo perdonará si es que regresa. —I nhaló y exhaló de nuevo, estaba contrariado —También dijeron que era un pecador… —mencionó finalmente, muy bajito, como en un susurro.
Hubo un silencio, Lía bajó su mano y tomó la palma que estaba en la cara de su hijo, hizo que él le prestara atención.
—No sé si sea verdad —quiso calmarlo—. Gian nunca nos ha robado nada… —ella empezó, no obstante…
—¡Porque somos pobres! —él la interrumpió, otra vez.
Lía le dió un apretón amistoso.
—No. —respiró hondo; aunque su cuerpo se quejó, así prosiguió— Emanuele, cuando tu padre se fue a pelear, no regresó siendo el mismo… Cuando su cuerpo nos abandonó ¿Qué fue lo que dijeron los demás?
Él bajó el rostro con un semblante triste.
—Que había pecado… Al quitarse la vida.
Ella sonrió melancólica.
—Yo sé en el fondo que tu padre nos amó hasta el final de sus días; y aunque nosotros nos imaginemos lo que vivió en cada batalla, realmente no sabemos por qué su espíritu se rompió como lo hizo.
Ella continuó, los dos recordando aquellos tortuosos días.
—No puedo imaginar a alguien como tu padre arrancándole la vida a alguien. —los párpados de Lía se cerraron un poco— Pero conociéndole, puedo entender que eso lo destrozó.
—Pero si Gian realmente nos mintió… —su hijo aún lucía desesperanzado.
—¿Y porqué no le preguntas? —ante eso Emanuele calló— Pienso que la gente se puede equivocar, y también pienso que se contradice muchas más veces de las que se equivoca… Así que, mientras seamos felices y no dañemos a nadie ¿Qué importa lo que digan los demás?
Él quiso responder, encontrar la manera de abordarlo justo como su madre le decía. Un portazo les alertó que el chico acababa de entrar a la casa y estuvieron seguros de ello cuando los silbidos desafinados del joven llenaron cada estancia del lugar.
El hombre vio a su madre una vez más y escondiendo sus labios en un gesto preocupado, le hizo entender que se encargaría.
Gian guisaba un poco de pollo con algunas verduras y una pizca de harina, tenía el pensamiento de que Lía necesitaba toda la ayuda para entrar en calor; y él no le iba a fallar ni por un segundo. Probablemente Emanuele estaba con ella, lo supuso por el caballo con los víveres aún en la carreta.
Una vez estuviera listo el caldo y con Lía alimentándose apropiadamente; tenía pensado salir a meter todas esas cosas y las colocaría en su lugar.
El granjero bajó.
—¡Ey! ¡¿Qué tal te fue?! —cuestionó al otro de espaldas, sin desconcentrarse de la cocina.
Emanuele ya estaba cerca de él pero no se atrevió a hablar. El joven picaba y subía el calor del guiso con un poco leña.
—Hace bastante frío —añadió el chico con inocencia—. Creo que la siguiente vez que salga, compraré algo para taparme.
Eso asombró al mayor.
—¿Te irás pronto? —indagó con sus ojos verdes exaltados.
Gian lo observó no entendiendo la situación.
—Yo… ¿Todo está bien? ¿Pasó algo? —Emanuele no pudo guardar silencio, pero tampoco puso orden a sus palabras. El rubio meneó la cabeza—. Espera, si mi presencia está de más aquí, no pasa nada, yo…
—¿Es cierto lo que dicen de ti? —pronunció duro, fuerte— ¿Es cierto que eres un ladrón que le roba a su propio maestro?
Gian tardó en responder, eso es algo que no esperaba.
—Yo… No, pero… —no supo contestar.
Emanuele siguió con lo suyo.
—Por alguna razón sabía que estabas huyendo… —mencionó con decepción ciega, en susurros, con el orgullo enorme pero desgarrado— Todo lo que había pensado de ti tenía sentido.
El muchacho comenzó a reaccionar y se sintió profundamente lastimado.
—¡Yo no, no es así! —repetía— ¡Si te dijera la verdad, si yo les dijera la verdad a ambos, quizás tú…!
—Tu maestro dice que si vuelves te perdonará… —cortó el hombre sin medirse, sin saber la magnitud de lo que pasaba— Él te aceptará de nuevo.
A Gian ya ni siquiera le miraba, por lo que no pudo ver el terror en sus ojos.
—Espera, yo no quiero volver. —acotó y eso desesperó aún más al granjero.
—¡¿Qué, porqué?! —seguía sin comprender— ¡¿Qué piensas obtener de aquí?! —quiso saber de una vez por todas.
—¡Nada!
—¡¿Entonces qué quieres de nosotros?! —le interrumpió, vociferando.
—¡Nada, nunca quise nada! —Gian gritó y golpeó la mesa, enrojeciendo más sus dedos por el dolor.
El tiempo continuó con su curso, ellos aún se trataban distantes, en silencio. Posteriormente un aroma a verdura quemada se posó en su nariz y eso alertó al rubio quien alejó rápidamente el recipiente del fuego. La voz de Lía llamó su atención desde la planta alta, p arecía preocupada.
—¿Todo está bien? —ella les habló.
Sin embargo, nadie dijo alguna oración, ni sus miradas se desviaron el uno del otro. Al menos no, hasta que Emanuele fijó sus ojos en el suelo, el menor contestó:
—Sí, señora Lía. Quemé algo por error.
Ella asintió, comentándole que tuviera cuidado.
Los dos soltaron el aire que no sabían que estaban sosteniendo.
—Entonces... —exigió el mayor, algo más calmado aún con voz contenida— ¿Qué demonios es lo que pasa? ¿Qué es lo que sucede con todos esos dibujos y contigo viéndonos la cara?
Gian negó, frustrado. Pero qué mala manera de lidiar.
—Realmente nada —terminó el chico exhalando, con el ceño fruncido por el ruego implícito de que lo dejara en paz.
—Pero que mierda... —Emanuele recargó su espalda en la pared e inhaló evidentemente cansado.
El rubio se retiraría de ahí; no obstante, no dejaría las cosas de ese modo.
—Yo no he robado nada.. —aclaró por fin— No tenía idea de que esto iba a escalar tanto, pero si resulta ser un problema para ustedes, me iré.
Emanuele paró de inmediato, pero por último, con una carga imaginaria sobre los hombros asintió, aún con los párpados y los dientes apretados.
—¿Y qué harás, te irás y ya? —sacó de sus labios.
—Lo haré. Solo deja que me quede hasta que salga el sol.
Una pausa se posó entre los dos. El alma del hombre era sostenida por un hilo; a pesar de ello solo respondió.
—Bien, iré a trabajar.
Jaló la puerta y regresó al campo donde se sentía seguro. Recogió y plantó con tal fuerza e ímpetu, que su padre seguramente le hubiera dicho que se detuviera. Se lastimó las manos al cortar demasiado, y los músculos dolieron al no tener cuidado.
Volvió con la oscuridad pisándole los talones, horas después de la cena, con la mente congelada pero entumecida. Dentro, encontró un plato de un nuevo guiso sobre la mesa, este ya no tenía vapor e incluso unas laminillas de grasa se asomaban si uno movía el líquido con el pan.
El colchón ya no se vislumbraba en su sitio, tampoco las sábanas acomodadas para que el chico durmiera con ellos; todo lo contrario, supuso que mientras recogía los huevos, el joven volvió a subir todo aquello en un intento de evitar tener contacto con él.
Emanuele sintió los ojos pesados y el martilleo en su cabeza crecía minuto a minuto.
Tomó la comida a grandes sorbos, casi sin masticar; a su vez se despidió de Lía en un grito, el cual no fue respondido; y llegando a su habitación, se quitó toda la ropa para finalmente azotarse contra la cama.
—Que idiotez. —percibió el viento colarse tras la ventana, el sudor del día se pegó a la sabana pero no le importó.
Detalló con la mirada el techo de su pieza, de la madera unida y los otros materiales entrelazados. Si veía por la ventana podía observar hacia el granero y saber si Gian ya se había acostado. Probablemente no, lo que gastaba en material también lo gastaba en velas; y de vez en cuando, unas ojeras adornaban sus ojos para días después mostrarles a él y a su madre el nuevo dibujo con el que había trasnochado.
¿Qué es lo que había visto su madre en los ojos de Gian?
¿Qué es lo que había visto en los ojos de él?
Rodó su cuerpo exhausto por la tensión. Pensó en la palabra pecador y fantaseó con unas manchas rojas pasando suavemente por sus anchos pectorales, por su largo abdomen y sus fuertes brazos. A su vez se tentó en saborear unas diminutas pecas y unos pálidos miembros, en anhelar un rubor que ocultaba la timidez en un joven rostro.
Que extraño color en combinación de un cabello rubio, que se unía debajo de las mantas, y mezclaba el alabastro con el tono de su morena piel y sus rizos casi negros.
Que mala noche para disfrutar los sueños, para volverlos carnales y pecar él mismo.
“ Mientras seamos felices y no dañemos a nadie ¿Qué importa lo que digan los demás?”
¿Qué importa lo que digan los demás?
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