Capítulo 8: Mal día
Jess
Sentí un rayo de luz en la cara, lo que me hizo abrir un ojo para ver qué pasaba.
—Es hora de despertar, Jess.
Mi mamá Anne había abierto la cortina, dejando entrar la luz del sol mañanero. Había unas grises nubes en el cielo, probablemente llovería después.
—¿Qué hora es?
Las ocho y media.
Me quejé repetidas veces.
—¡Es lunes!
—¿Y eso qué?
—¡Los lunes no trabajo! —le recordé—. Y entro a las once a la universidad.
Mi mamá pareció sentirse culpable.
—Lo siento, mi amorcito.
—Tus disculpas no recuperarán mi sueño —dije algo molesta.
Se acercó a darme un beso en la frente y me acarició el cabello.
—Lo siento mucho, bebita.
Tener veintidós años no significaba que no amara que mis madres me trataran como una bebé consentida. Yo era su única hija mujer, siempre sería una bebé para ellas, igual que Steve.
Después de hablar un rato, mamá Anne se fue de mi cuarto, dejándome despierta cuando aún faltaban más de dos horas para ir a la universidad.
Levantarme temprano no era lo mío, aunque amara esa brisa y luz de las mañanas; no me gustaba despertar tan temprano, eso solía ponerme de mal humor.
Decidí intentar volver a dormir y por suerte, funcionó. El problema fue que no desperté hasta las diez y media.
—¡Maldición!
Estuve media hora soñado con la música de mi alarma, quizás debía cambiarla por una canción más brusca con la que no pudiera soñar algo bonito.
Me di la ducha más rápida de la vida y ni siquiera cepillé mi cabello después de vestirme. Lo haría cuando llegara a la universidad, aunque eso provocara que me quedara más esponjoso y desordenado.
Mis madres y Steve ya se habían ido ya al trabajo y a la escuela, por lo que la casa estaba vacía.
Corrí hacia el primer piso con mi mochila en la espalda, me metí a la cocina, saqué una manzana y corrí hacia afuera con ella en la boca.
Entré al auto casi tirándome en el asiento y lo encendí para volver a conducir como una demente una vez más en la vida.
Tenía quince minutos para llegar a tiempo, muchos profesores no dejaban entrar tarde y el de mi primera clase ese día, era uno de esos. La excusa era que era una falta de respeto y distraía a los demás que alguien entrara a la sala fuera de horario, en parte lo entendía, pero, por otro lado, quizás había una buena excusa... en mi caso no la había y aunque hubiera tenido una, a ese profesor en particular no le hubiera importado.
Estacioné de la peor manera que lo había hecho en toda mi vida, me bajé y corrí hacia la sala, pero ya era tarde.
—¡No! —grité, pegándome a la puerta cerrada.
En realidad, no era un crimen faltar a una clase, pero eso significaba que tendría que ponerme al día después y perder más tiempo de mi vida.
Me resigné a que no entraría y decidí ir a una cafetería cercana a comprar un café. Necesitaba inyectarme cafeína para activar mi cerebro que estaba algo reacio a funcionar por el sueño entrecortado.
Caminé por la calle con mi cabello mojado y desordenado, aun sin cepillar. Me hubiera visto como una vagabunda si no hubiera sido por mi ropa.
Cuando llegué frente a una cafetería, entré y busqué mi billetera en la mochila. No podía encontrarla, lo que comenzó a desesperarme.
«No, por favor, no».
Había dejado mi billetera con mi dinero y tarjetas en casa.
Estaba a punto de comenzar a llorar de impotencia, cuando sentí a alguien acercarse a mí.
—Te ves horrible hoy.
Miré hacia el lado y me encontré con Milo con un vaso grande de café en su mano. Estaba tan absorta en otras cosas que ni siquiera me sorprendí por encontrármelo.
—Me siento horrible hoy.
Colgué mi mochila en uno de mis hombros y salí sin siquiera preguntarle a Milo que hacía ahí. Ese café no quedaba cerca de su casa, ni de su trabajo.
Comencé a caminar con la cabeza gacha y la vista puesta en mis zapatillas. El cielo comenzó a nublarse por completo y una leve brisa tibia comenzó a soplar, anunciando que una lluvia se aproximaba.
En unos minutos, sentí que un auto me tocaba la bocina. Si era un viejo pervertido, tomaría una piedra y se la aventaría a su porquería de auto.
Miré hacia mi lado y vi el auto de Milo.
—¡Sube! —me gritó.
—¡No, gracias!
—¡Te conviene!
Iba a volver a decir que no, pero en ese instante comenzó a llover.
Solté un suspiro y me acerqué al auto de Milo para luego entrar y sentarme en el asiento del copiloto.
Milo me entregó un vaso de café.
—Creo que lo necesitas —se lo recibí—. Es un moccacino, ¿te gusta?
Asentí.
—Es mi favorito, de hecho.
—También el mío... ¿tienes que ir a la universidad?
—Sí, aunque llegué tarde, debo esperar la próxima clase que es a las una —tomé un sorbo del café y me sentí un poco más alegre—. ¿Por qué me recogiste?
—Porque, aunque no seamos amigos... o algo así, te conozco y te ves terriblemente mal hoy —fruncí el ceño—. Sin ofender.
—Ya lo sé, ¿pero que tiene eso que ver con ayudarme?
—No dejaría que caminaras por la calle, mientras llueve y llevas solo ese suéter. ¿No viste cuántos grados harían hoy?
Yo negué.
—Nunca lo hago —confesé.
—Tiene sentido... ¿comiste algo?
—¿Eres mi papá?
—¿Tienes uno?
Lo miré ofendida.
—Existe... lamento decirte que mis madres no me procrearon entre ellas. Ambas tienen vagina.
—Demasiado gráfica.
—Si no quieres que sea gráfica, entonces no preguntes tonterías.
—¿Y conoces a tu padre?
—No, pero debe ser un pobre diablo que necesitaba el dinero y se masturbó en un vasito o un irlandés... o ambas.
Él me miró extrañado.
—¿Por qué irlandés?
Apunté mi cabello.
—Por suerte no es de un naranjo tan chillón, ya que mi madre Mary es castaña, pero estas pecas —tiré mi suéter hacia abajo para descubrir mi hombro y mostrar que también tenía pecas ahí—. Solo falta que lleguen a mi entre pierna.
—Demasiado grafica nuevamente... —hizo una pausa—. ¿Eso significa que tienes en el trasero también?
—¡Claro que sí! —exclamé—. ¿A dónde vamos? —pregunté, cuando noté que no íbamos a mi universidad.
—A mi casa, a comer algo.
—¿Por qué?
—¿Cómo pretendes lograr pasar tus clases cuando ni siquiera tomas un desayuno decente? —cuestionó.
—Lo siento..., papá.
—No me digas así, no soy tan viejo.
—Bueno, yo diría que... —me miró amenazante—. Al menos luces bien.
Aunque lo odiara, no podía decir que se veía como un anciano demacrado. Estaba bastante bien mantenido... aunque quizás no estaría tan bien a los cuarenta.
[...]
Milo había comprado unas cosas para comer en el camino y en ese momento estábamos sentados en el gran comedor de su casa, comiendo.
No había olvidado que él era el infeliz que había robado mi cuaderno, pero debía admitir que tenía hambre, hubiera aceptado hasta un desayuno de un vendedor de órganos.
—¿No sabes cerrar la boca cuando comes? —preguntó Milo, con su sándwich en las manos.
—No cuando tengo hambre —respondí con la boca llena.
Milo no respondió, supuse que no quería desgastarse intentando que cambiara mi forma de ser.
A las doce y media, Milo me llevó de vuelta a la universidad. Yo no quería que me vieran con él, por lo que cuando estábamos a unos metros, decidí hablar:
—Puedes dejarme ahí —apunté la esquina.
—No me cuesta nada dejarte allá.
—No, no es necesario —insistí.
—Oye, sigue lloviendo. Te resfriaras y luego tendrás a tus madres preocupadas.
—¿Y a ti que te importa?
—¿Quieres darles una carga más?
Noté que me dejaría en la puerta sin importar lo que le dijera, por lo que me hundí en el asiento para que nadie me viera.
—¿Qué haces?
—Me evito una vergüenza.
Cuando el auto se detuvo, abrí la puerta rápidamente y salí.
—Adiós —me despedí y comencé a caminar hacia la puerta con el cabello cubriéndome la cara.
Cuando entré, me sentí aliviada. Por suerte, ya que estaba lloviendo, no había nadie afuera y nadie me había visto salir del auto de Milo.
A diferencia de afuera, el pasillo estaba lleno, pero eso no me impidió oír que alguien llamaba mi nombre, segundos después de entrar.
—¡Jess!
«Ay, no...».
—¡Jessica! —Milo llegó junto a mí y me entregó un cortaviento negro, que probablemente era de él—. Olvidé dártelo en el auto. Es para que no te mojes más... Nos vemos.
Me guiñó el ojo, con una sonrisa divertida en la cara.
Yo me quedé petrificada con la prenda en mis manos.
—Hijo de puta... —susurré.
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