Capítulo 7: Trabajo

Estar sentada en la oficina de Milo, revisando sus distintos archivos en distintos idiomas no era tan malo. Estar ahí, me podía ayudar a conseguir alguna prueba de que había robado mi cuaderno. 

Los archivos estaban en alemán, francés y chino, idiomas que yo manejaba bien, solo había uno que estaba en japonés y debí usar la ayuda de un traductor en Internet.

No me gustaba usar traductores, menos de idiomas más complicados porque la traducción no solía ser muy confiables. Por suerte, sabía algo de japonés, el traductor sólo era una ayuda para mí.

La puerta se abrió de golpe, haciéndome dar un salto.

Elizabeth se quedó parada en el marco de la puerta y me quedó mirando con sorpresa, la que luego se convirtió en furia. Ella era una mujer de cabello negro, con piel clara y un estilo de vestuario de anciana (tipo la reina Isabel II). Era como diez años mayor que yo, pero yo me veía como su hija.

—¿Tú eres? —me preguntó.

—H-hola... me llamó Jessica. Jessica López.

Le di una sonrisa lo más amable que pude, pero ella parecía solo más furiosa.

[...]

Milo

Era mi primer sábado libre después de dos meses.

Había tomado un baño caliente de casi media hora y en ese momento estaba secando mi cabello con una toalla.

Me puse unos bóxers y luego unos pantalones. Pretendía ir a vigilar a Jessica, ya que ella era un potencial peligro y no podía dejarla sola tanto tiempo en mi casa si no quería un desastre.

Estaba buscando una camisa, cuando oí gritos femeninos que provenían del primer piso. Las únicas mujeres que había en mi casa eran Lauren y Melanie (mis empleadas) y ninguna haría un escándalo como ese.

«Jessica...».

Olvidando que no tenía puesta una camisa, corrí fuera de mi cuarto y luego bajé hacia el primer piso.

Elizabeth estaba tirando a Jessica del cabello y obligándola a caminar.

—¡Elizabeth! —la llamé.

Ella me miró furiosa, sin soltar a Jessica.

—¿Quién es esta?

—¿Qué te importa?

—Uh, ¿tienes un tatuaje? —preguntó Jessica.

Yo miré hacia abajo y recordé que no tenía nada puesto para arriba.

Tenía un tatuaje que me había hecho a los veintidós. El diseño lo había escogido mi novia en ese momento, Verónica. La chica que yo creía el amor de mi vida.

Ignoré la pregunta inoportuna de Jessica y miré a Elizabeth amenazante.

—Beth, suéltala.

—¿Es tu nueva amante? ¿Una tercera?

Había olvidado que Elizabeth creía que yo había tenido otra amante además de Verónica. De todas maneras, no hubieran sido tres, ya que Jessica era las dos últimas.

—No, es una traductora —expliqué.

—¡Te lo dije! —chilló Jessica.

—¡Cállate!

—Beth, déjala.

Elizabeth soltó el cabello de Jessica y ella se sobó la cabeza con una expresión de dolor.

—Qué asco —dijo Elizabeth, al ver los cabellos anaranjados de Jessica que habían quedado en su mano.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté a Elizabeth.

—Vine a buscar unas cosas.

—¿Más?

Esa casa era mía desde antes que nos casáramos, aunque no del todo, pues la había terminado de pagar ya casado con Beth. Su padre nos había regalado otra casa, en la que vivíamos antes de que empezáramos los trámites de divorcio; pero cuando me mudé de vuelta a mi casa, me había traído varias cosas de ella sin darme cuenta.

—No encuentro mi olla favorita... ¿Dónde más podría estar?

—Quizás no buscaste bien.

—Con permiso —dijo, caminado hacia la cocina.

Suspiré resignándome. Elizabeth encontraría la forma de entrar a mi casa y molestarme.

«Tengo que quitarle las malditas llaves». No importaba que tuviera seguridad, ama de llaves o sirvienta; Beth hallaría la manera de evitarlos y entrar mientras tuviera las llaves. Quizás, tendría que cambiar las cerraduras.

Me acerqué a Jessica y comencé a peinar su cabello con mi mano.

—Lamento eso.

Ella se encogió de hombros.

—No es lo peor que me han hecho en una pelea... ¿piensas quedarte sin camisa?

Volví a mirar hacia abajo y me sonrojé levemente.

—Vuelvo en un momento.

Subí de vuelta a mi cuarto y tomé la primera camisa que vi para ponérmela.

—Tu cuarto es enorme.

La voz de Jessica me hizo voltear.

—¿Qué haces aquí?

—No pretendía quedarme abajo esperando a que la loca volviera a atacarme.

—Te irá peor si te ve aquí.

Caminé hacia ella y la empujé para que saliera. Yo también salí y bajé rápidamente. Si Elizabeth la llegaba a ver en mi cuarto y pensaba que no teníamos una relación meramente profesional, haría un escándalo.

Elizabeth estaba saliendo de la cocina con su olla en la mano.

—Te lo dije.

Yo rodé los ojos.

—No sé para qué te trajiste todas estas cosas, si ni siquiera sabes cocinar.

En realidad, había aprendido hace años, pero no tenía tiempo de hacerlo muy seguido. Las veces que había cocinado mientras estaba casado con Elizabeth, lo hacía para mí solamente y cosas simples y rápidas.

Tampoco entendía porque fingía querer esa olla para cocinar, cuando ella casi todos los días compraba comida de restaurante y tenia chef personal en su casa. Las veces que Beth había cocinado era para intentar impresionarme a mí, porque creía que eso me importaba... no lo hacía.

—Yo compré muchas de esas cosas —le recordé. No era como que fuera una pobre rata.

—La mitad de cada cosa, es mía.

Sentí a Jessica toser a mis espaldas.

Elizabeth la miró llena de odio, pero luego comenzó a caminar a la salida.

—Ella es un poco menor para ti —me dijo—. Imagino que todos los hombres son iguales.

Eso no me dolió. Yo no era un santo. Le había sido infiel y jamás la había amado como algo más que una amiga... era mi culpa que nuestro matrimonio terminara así.

Cuando Elizabeth salió y cerró la puerta detrás de sí, me giré hacia Jessica.

—¿Por qué te odia tanto? —me preguntó—. ¿Le fuiste infiel?

O ella era muy estúpida o no había escuchado lo que Elizabeth había dicho porque estaba concertada en el dolor que le había causado el tirón de cabello.

—Sí, le fui infiel.

Ella abrió la boca impactada.

—¿Es en serio?

—Sí. ¿Por qué mentiría con eso?

—¿Para no quedar mal? —preguntó cómo si fuera obvio—. ¿Qué clase de persona quiere que todos sepan que ha sido infiel?

—Me da igual —confesé—. No puedo decir que yo fui bueno con ella, no soy un mentiroso.

—¿Y ella lo descubrió?

Enarqué una ceja.

—¿Tú que crees?

—Me refiero a... —comenzó a actuar con incomodidad—. Si te encontró en el asunto —musitó.

—Sí... varias veces.

—¡¿Qué?! —me miró asqueada—. ¡Con razón se divorcia de ti! ¡Eres un cerdo!

—Evita meterte en mi matrimonio —pedí.

Lo que me faltaba era que una niñita de veintidós años me diera sermones sobre lo idiota que había sido.

—¿Qué matrimonio? ¿El que destruiste?

—¡Jessica López!

—Iré a seguir con lo mío —dijo, desapareciendo de mi vista rápidamente.

Masajeé mi cien. Esa chica era un dolor de cabeza. Tenía la cara, el cabello y la actitud de una loca. Podía ver que terminaría viviendo sola, llena de gatos y con demencia senil.

«Debí decirle que me diera dinero en compensación».

[...]

Entré a la oficina para ver cómo iba Jessica con el trabajo.

No me sorprendió ver que estuviera dormida sobre el escritorio, babeando los documentos... ¡los documentos!

—¡Jessica! —la llamé, pero no respondió.

Me acerqué a ella y tiré la silla hacia atrás, provocando que ella cayera al suelo.

—¿Q-qué? ¿Qué pasa? —preguntó, levantándose del piso.

Comencé a revisar los documentos y a ordenarlos. No parecía que hubiera arruinado nada.

—Son las seis de la tarde, ¿duermes a esta hora?

—Solo me duermo así cuando me aburro —respondió, limpiando la saliva comisura de su boca.

—¿Cómo puedes aburrirte cuando trabajas?

Ella me miró como si intentara descifrar si hablaba en serio o bromeaba.

—¿Ah? ¿Oíste lo que dijiste? —asentí—. Amo mi trabajo..., pero llevo cinco horas leyendo esos aburridos papeles —apuntó los documentos—. ¡Ten algo de compasión!

—Tienes veintidós y actúas como si tuvieras quince.

—Tú tienes treinta y tres y no puedes hacer feliz a una mujer —dijo, con la obvia intención de molestarme.

—Mira, Jessica, si yo hubiera querido mantener a Elizabeth a mi lado, hubiera hecho cualquier cosa. Yo nunca he estado enamorado de ella, acepté el matrimonio por presión y admito que fue un error.

—¿Por qué no te divorciaste antes?

—Necesitaba que ella me pidiera el divorcio, si lo hacía yo, el señor Ramírez me hubiera destruido más de lo que ya lo está haciendo —expliqué.

Ella pareció sentir algo de pena por mí, pero luego se cruzó de brazos y me miró con el ceño fruncido.

—Pues te lo mereces.

—Lo sé —concordé.

No me había dichonada que no supiera.

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