19. Misa negra (II)
«No se separen».
La frase retumbaba en la cabeza de June mientras el suelo bajo sus pies se movía como arenas movedizas. June caía y caía. La primera cosa que notó, fue que en realidad hacía frío, mucho frío. Entonces, miró a su alrededor y se dio cuenta de que nevaba.
Estaba delante de una cabaña de color verde pálido, una dacha, la típica casa de campo rusa. Podía escuchar el crepitar del fuego, el susurro aislado de personas hablando y el olor a sharlotka inundó sus fosas nasales. Hacía mucho tiempo que no comía pastel de manzana, hacía mucho que no estaba en esa casa...
—June, lapachka, ¿eres tú? —preguntó alguien del otro lado de la puerta.
Escuchó pasos ir a su encuentro. Solo su padre la había llamado amorcito en toda su vida.
Tragó saliva.
Allí estaba él, con el cabello rubio veteado de canas, un suéter de lana de color azul pálido y un delantal.
—¿Papa? —preguntó con un hilo de voz mientras cruzaba la puerta.
—Ven, hice tu pastel favorito.
Ella lo siguió, como en medio de un trance. Él se veía como siempre, quizás solo un poco más feliz, y la casa estaba cálida. Un Golden retriever estaba dormido a los pies de un sofá y un gato de color gris tormenta se acurrucaba justo a su lado. Ella se rió. Había fuego en la chimenea, una alfombra vietnamita colgaba de la pared y su padre servía té caliente a un chico, un chico de ojos grises y cabello castaño, como las avellanas.
Era Will.
Su corazón dio un salto. No podía ser... Había algo sobre ellos dos que la hacía querer echarse a llorar. Will se puso de pie y de un momento a otro se encontraba en medio del círculo de sus brazos.
—Aquí estas, ven. Vamos a comer, te estábamos esperando.
—¿Q-qué estás haciendo aquí? —soltó.
—Vinimos a visitar a tu Andriv. ¿No lo recuerdas? Dábamos un paseo por el bosque y te alejaste...
«No se separen».
Eso había dicho la voz, pero no se parecía en nada a la de Will. Era raro.
—No, la verdad es que...
—Ven. —La tomó de la mano—. Toma algo caliente.
Will la miró directo a los ojos. Justo en el centro de sus pupilas había un ligero destello rojo, y por un segundo lo vio, en medio de la calle, bañado en sangre.
Parpadeó con un sobresalto. Todo había vuelto a la normalidad. Se sentó con ellos en la mesa, pero la sensación de vacío en el pecho no desaparecía.
Escuchó ruidos en el piso superior. Una mujer de cabello rojo fresa descendía por la escalera. Llevaba una bebé en brazos y por su lado corría un niño de cabello rojizo y ojos grises.
—Mama, la abuela nos estaba leyendo una historia. Masha no sabe hablar, pero estoy seguro de que le encantaba, ¿verdad, Mash-Mash?
—¿Mama? —June sacudió la cabeza.
Eso no estaba bien. No podía ser real. Tanta felicidad, tanta paz... quería creerlo.
—Antón —llamó Will al pequeño—. Lávate las manos.
La mujer sonrió a June cuando su nieto pasó por su lado, pero ella no le devolvió la sonrisa. Su madre estaba muerta. Ella había llegado a la Tierra con su padre. Aquello era una mentira, una mentira cruel y despiadada, una muestra de lo que habría podido ser.
«No se separen», seguía repitiendo la voz dentro de su cabeza, y esa vez la reconoció.
—James —dijo—. ¿Chicos?
Todo en el interior de la casa se detuvo. El fuego dejó de crepitar, la tetera dejó de silbar e incluso el olor a pastel se desvaneció. De la nada, la onda expansiva de una terrible explosión cortó el aire y la golpeó contra una de las paredes de la casa.
Todo estaba vacío. Sin Will, ni su padre, ni el perro o el gato.
Y aunque estaba segura de que se habían ido hacía mucho tiempo, el haberlos tenido en frente por unos minutos la quebrantaba por dentro.
Una figura encapuchada emergió de las sombras. Se acercó, blandiendo una espada directo hacia ella. June extendió su mano y la espada se cargó de electricidad, haciendo caer a su portador tras el choque. La capucha cayó al suelo y pudo verle el rostro.
Era su madre, otra vez.
—Tenías que protegerlos, June —le recordó Nova—. Proteger a Andriv. Proteger a la gente. ¿Y qué has hecho, June? ¡¿Qué has hecho?!
Alzó un dedo y una corriente eléctrica empujó a June contra las ruinas de la casa, haciéndola rodar por el frío suelo cubierto de nieve.
Ella gruñó. Se llevó las manos a la garganta en busca de su collar, pero no había nada allí. No podía usar su traje, no podía hablar con Masha.
Pero había algo que sí podía hacer. Por obra de su tecnopatía, los cables a su alrededor comenzaron a girar en torno a su madre, y cerrando sus ojos, la electricidad quemó de gravedad a Nova. Un destello rojo brilló en sus ojos y luego una barra de metal la golpeó, en eso había estado pensando y su contrincante no lo había visto venir.
Se acercó a esa copia malvada, pero ya no era ella, era su padre.
—Sálvame —suplicó—, por favor, no me dejes solo.
«No es real, no es real», se dijo.
June pasó saliva mientras activaba su pulsera de rayos láser. Bastó un disparo para atravesarlo. Con dolor fue testigo del rostro decepcionado de Andriv, pero luego cambió.
Ahora era Will Bauman.
Binaria negó con su cabeza.
—¿Qué clase de tortura es esta? —musitó con ojos llorosos.
—June, mi amor —se le acercó con aquella mirada que tanto la había enamorado—. Regresemos a casa, vuelve con tu familia. Podemos solucionarlo.
—Mama —escuchó la voz del infante en la oscuridad.
June apretó sus puños. Sentía una punzada atravesar su corazón, las lágrimas bajaban de sus ojos. No sabía si tendría el valor para hacerlo, pero debía volver. Necesitaba regresar. No podía permanecer en aquella utopía por más que deseara que fuera su vida.
Rompiendo en llanto, un cable rodeó el cuello de su exprometido y lo ahorcó poco a poco.
—Ju-Ju... June —balbuceaba con dificultad—. No lo hagas, Ju...
Binaria lanzó un sufrido grito y el cable terminó por asesinarlo, de nuevo, delante de sus ojos.
Con su corazón destrozado, cayó de rodillas. Entonces, aquella cosa moribunda se deformó en oscuridad para transformarse en ella misma.
—Oh, June. —Escucharse con aquel tono la estremeció. Levantó poco a poco su rostro y encontró a su oscura copia con una sonrisa cínica—. Ambas sabemos que no puedes escapar de tu propia miseria.
Finalmente la oscuridad se disipó. Estaba de vuelta en la mansión, pero no importaba. Lo que había acabado de hacer había abierto más heridas de las que creía tener.
Venatrix parpadeó con lentitud, permitiendo a su visión adaptarse a la oscuridad tal y como lo hacía en el Infierno, así pudo obtener un mejor panorama de su entorno.
Pero no había nada que observar.
Avanzó con precaución. El único sonido perceptible fue el de sus botas contra el suelo, el encuentro producía un eco en la inmensurable oscuridad. Pensó en pronunciar algún nombre, quizás alguien le respondería, pero se retuvo, pues en el fondo sabía que sus compañeros no atenderían al llamado. Estaba sola, o eso le pareció hasta el momento en que escuchó su nombre ser pronunciado en medio de una súplica; la voz de Gia sonaba lejana, como si se hallara al final de un túnel.
—Ayúdame —suplicaba—. No me dejes aquí.
Venatrix sintió un oleaje de adrenalina recorrer su cuerpo. Se preparó para atravesar la distancia que las separaba, pero, al dar el primer paso, un sinfín de murmullos le advirtieron que se detuviera; escuchó distintas voces, entre ellas seguía la de Gia, suplicaban por ayuda.
Apretó sus manos en un intento de motivarse. Las voces iniciaron el tormento habitual, con cada segundo volviéndose más dominantes y con la de Gia perdiéndose entre ellas. Con una profunda inhalación, inició el ritual con el que solía callarlas. La oscuridad fue absoluta tras cerrar los ojos.
No distinguió cuánto tiempo después el aroma de lavanda llenó su nariz. Para cuando abrió los ojos, había algo distinto a la oscuridad, una tenue luz bajo la cual encontraba un rostro, era apenas un reflejo de una joven con rasgos suaves, cabello brilloso y largo, con la ausencia del haz blanco.
Aunque se reconocía a sí misma, sintió como si observara a una completa extraña; tantos años negando su identidad la llevaron a olvidar ciertos aspectos de quién había sido, y estando en aquel cuerpo libre de heridas, se sintió incómoda.
Su mirada observó cuanto pudo hasta reconocer su habitación. Junto a la cama encontró una cuna, al asomarse vio en su interior a un bebé que, por su tamaño y piel rosada, no podía tener más de tres semanas.
—Mi luz. —Escuchó su propia voz aunque no había sido su deseo decir palabra alguna.
«Es imposible», pensó.
—Todo estará bien —prometía a la pequeña mientras que ella, encerrada en su mente, decía que nada estaba bien.
El subconsciente activó una alerta y anticipó lo que seguía. Como lo predijo, los ruidos iniciaron tal y como los recordaba: pasos, golpes sordos, un grito de horror seguido del silencio antes del sonido de un cuerpo cayendo sin vida, luego los pasos apresurados que descendieron por las escaleras y avanzaron por el pasillo que conducía a su habitación.
Con la vista fija en la puerta, aguardó la llegada de un joven alto, delgado, con ojos oscuros y melena ondulada. Se alegró de tenerlo en frente, aunque su voz denotó un sentimiento distinto al que sentía.
—Fabi —pronunció con una voz que no sintió como suya—. Hermano, ¿qué está pasando?
Sin decir palabra, fue por una manta para envolver a la criatura y dirigió a ambas por el pasillo.
Venatrix reconoció la decoración, los muebles, incluso los sonidos, y el hecho de que anticipara cada movimiento, confirmó lo evidente: se hallaba encerrada en un recuerdo. En el peor de todos, lamentó.
—No te detengas, Cami, y no mires atrás —suplicaba su hermano.
Ella afirmaba con la cabeza repetidas veces. La visión se le nubló por las lágrimas que habían llegado incluso a mojar sus labios por la abundancia. Las sensaciones eran lejanas, cada movimiento que hacía parecía no ser voluntario, sino automático, no era consciente de ello hasta después de hacerlo, y aunque emitía la orden de parar, su cuerpo no respondía.
—¡Fabi!
—¡No te detengas, Camille!
«Es solo un recuerdo. Están mi mente», luchó por hacerse con el poder, pero le fue negado.
Renegada a un rincón de su mente donde solo tenía la facultad de mirar, revivió la fatídica noche de 1982.
Todo volvió a ella, el terror, la angustia, las súplicas ignoradas, el llanto de su hija; y previó lo que seguiría: toda la sangre, la muerte y el fuego.
«¡No!»
Aquello era algo que no deseaba presenciar de nuevo, luchó para evitarlo. Su empeño le permitió abandonar la prisión de su mente y retomar el control de su cuerpo, recobrando los sentidos.
—¡Basta! —exclamó tras lograr que su voz reconectara con sus pensamientos.
Los presentes la miraron, sacados de su papel. Se apartó con brusquedad, algunos detalles comenzaban a desaparecer, como el bebé que ya no estaba entre sus brazos.
—Tú no eres mi hermanito —dijo con melancolía. El sonido de algo quebrándose resonó sobre ellos—. Y esto no es real.
Tras sus palabras, el sonido del quebrantamiento se hizo mayor. La estructura se agitó con ímpetu, el suelo comenzó a temblar y el escenario se derrumbó a su alrededor. En ella misma notó los cambios, el vestido desapareció, retomando su anterior atuendo, el cabello que había sido largo se fue cayendo por mechones, quedando corto y un mechón se tiñó de un blanco desvanecido.
La fría oscuridad volvió a rodearla.
—Buen intento —dijo a nadie en particular—, pero ya antes he sido torturada con ese recuerdo y después de tantas veces, dejó de afectarme.
El silencio y la oscuridad fue lo único que obtuvo por segundos, ella permaneció a la espera.
—Dejó de afectarle —murmuró una voz que fue imitada por cien voces más—... ese recuerdo —seguían diciendo, cada voz siendo el eco de la otra—. La verdad...
Y como un coro fantasmal, siguieron hablando. Callarlas fue imposible en esa ocasión, parecían haber permanecido en silencio durante tiempo solo para recobrar fuerza y resurgir en el peor momento.
—Mienten —replicó a lo que decían.
Se había acostumbrado a replicar todo cuanto dijeran, fundamentada en la carencia de verdad.
El murmullo de las voces se incrementó. Si antes eran muchas, ahora eran demasiadas, y todas musitaban la misma oración: la narración de un hecho.
Sus manos se volvieron puño, la insistencia de aquellas voces la empujó al borde del abismo. La ira, que ocultaba su miedo, se adueñó de su cuerpo y pasó a controlar sus movimientos, que fueron todos impulsivos y violentos.
—¡No fue así! —gritó.
Las voces elevaron su tono en un intento de reducirla. Venatrix reconoció que funcionaba, empezaba a sentirse pequeña y frágil.
Sus piernas flaquearon y en poco fue incapaz de sostenerse, hincada ante la oscuridad, en su mente se fueron reproduciendo toda clase de súplicas que no llegaron a ser pronunciadas.
El frío cedió su lugar para dejar que el calor la envolviera con la compañía del fuego nacido de la nada. Lo que en principio fue una pequeña flama, se fue extendiendo hasta dibujar un círculo en torno a ella. En su pecho creció una sensación abrasadora que penetraba la piel, alcanzando su interior, le costó respirar en consecuencia.
Desesperada, tanteó su pecho buscando el causante; el fuego iba en aumento y las voces coreaban un sinfín de plegarias al ritmo del crepitar. Por sus oraciones, los oídos de Venatrix se inundaron de un zumbido. Llevó sus manos a ellos y los cubrió en un intento de callarlas, pero el ardor la hizo retomar su anterior actividad: la búsqueda del objeto que le quemaba. Lo encontró colgando de su cuello, una cruz plateada que bien conocía y que arrancó de ella. Su mano se quemó en el proceso.
—Tu cuerpo rechaza lo que por años fue parte de ti. —La voz de su padre se hizo escuchar. Entre las llamas pudo distinguir una silueta masculina que aparentaba ser la suya—. ¿Qué cambió?
—No eres mi padre —gruñó.
—¿Qué sucedió, Camille? —insistió, acercándose—. De nosotros, tú pareces ser la única que conoce la verdad y te niegas a aceptarla. En su lugar te inventas una historia para consolarte, ¡admítelo!
—¡Que no! —exclamó, furiosa, y su voz hizo eco en la infinita oscuridad.
El eco fue cortado por un nuevo sonido, un chasquido que atravesó el aire. Del fuego emergió un látigo que alcanzó a Venatrix por la espalda, el impacto le arrebató el aire y el ardor se extendió desde su hombro hasta su cintura. Se inclinó hacia adelante, jadeando. Antes de poder decir algo, hubo un segundo chasquido; dejó de contar después del quinto.
—Uno, nueve, ocho, dos —pronunció una voz melodiosa y femenina. Camille gruñó al reconocerla—. ¿Qué sucedió en mil novecientos ochenta y dos, Camille?
—Mataste a mi familia... loca —contestó a la nada, con la ira quemando bajo sus brazos.
Al látigo le siguieron corrientes electrizantes provocadas por el toque ligero de una estaca; después sintió cortes superficiales, como realizados por alguien que no deseaba causar profundas heridas, pero que ansiaba prolongar el dolor. En ningún momento pudo ver a su verdugo.
—Uno, nueve, ocho, dos —pronunció con prolongadas pausas—. ¿Qué sucedió en mil novecientos ochenta y dos?
—Murieron los Delacroix.
—¿Quiénes eran los Delacroix?
Parpadeó. Las imágenes pasaron una tras otra. Cada rostro, cada escenario, cada recuerdo que se fue distorsionando. Apretó los ojos como si eso le ayudara a concentrarse en un recuerdo.
—Mi familia —contestó, la ira la impulsó—. ¡Mataste a mi familia! ¡Asesina!
—Mantén presente eso último.
Y el ciclo se repitió un par de veces más. El tiempo no existió entonces, para ella transcurría una eternidad entre tortura y tortura. Por cada intento de huir, el fuego la apresaba y quemaba con mayor intensidad, las voces aumentaban en número y tono, y la brutalidad de cada ataque desbordaba los límites. La sensibilidad se fue volviendo algo desconocido cuando las extremidades de su cuerpo cayeron sin fuerza.
Aún así, se arrastró lejos del ser que imponía los castigos por un crimen que se negaba a reconocer.
—Uno. Nueve. Ocho. Dos. —La voz volvió, una de tantas, ahora irreconocible. Cada número dicho la sintió como un latigazo—. Mil novecientos ochenta y dos. ¿Qué sucedió?
—Mi... mi familia. —Intentó sostenerse con ayuda del único brazo bueno, pero también este le falló al dejarla caer de nuevo. Jadeó con su rostro pegado al suelo, incapaz de girar siquiera—... ellos murieron.
—¿Cómo murieron?
—Ya basta, por favor —rogó.
Su verdugo demostró ser despiadado al alcanzarla por los tobillos y arrastrarlo de regreso al nido de fuego y voces. Repitió la pregunta con un matiz de amenaza. Venatrix, con la boca seca, tartamudeó una respuesta.
—Yo... no lo sé.
Como si su respuesta fuera incorrecta o insuficiente para quien la torturaba, reinició el ciclo, solo que se esmeró en hacerlo más eterno, más doloroso. Venatrix rogaba por caer inconsciente o terminar de perder la poca sensación que le quedaba.
—Uno. Nueve. Ocho. Dos. ¿Qué sucedió en Roma en mil novecientos ochenta y dos?
—Asesinaron a mi familia —respondió de forma automática.
El pie que se mantenía sobre su espalda desapareció y su mejilla dejó de estar estampada contra el suelo cuando la giraron. Rostros amorfos inundaron su visión entre el fuego y la oscuridad que seguía presente. Entre las voces que interrogaban, resaltó una femenina, sonaba inmutable, sin rastros de emoción alguna.
—¿Quién los asesinó? —preguntó.
No pudo contestar de inmediato, su mente divagaba entre un recuerdo borroso y confuso. Su escasa concentración se centró en aclarar los detalles. Muy fugaz vio la imagen de una joven corriendo fuera de una casa en llamas, llevaba un vestido blanco con manchas rojas y en su mano una daga de puño dorado, cuya hoja destilaba el mismo líquido que pintaba su vestido.
Las voces le animaron a seguir en el recuerdo, la instaron a decir en voz alta lo que hace mucho pensaba.
—¿Quién los asesinó? —preguntó de nuevo la joven.
—¿Yo? —replicó y enseguida se arrepintió de haber hablado.
Su voz sonó como aquella que antes había hecho la pregunta, y la joven del recuerdo mostró su rostro para confirmarlo. Vio real lo que las voces gritaron por años, su mayor miedo vuelto realidad.
—¿Por qué, Camille? —Su padre se escuchaba tan decepcionado como ella imaginaba.
—Gia... —contestó al borde del colapso.
—Puede que después de todo, el Infierno sí sea el lugar ideal para ti. —Fue lo último que escuchó.
El fuego se cerró en torno a ella. Sintió su piel desgarrarse bajo mil garras que la arañaban, abriendo las heridas por donde el fuego se colaba. La sensación ardiente invadió su interior, quemando desde sus entrañas, un fuego como el sol creciente, cada vez más caluroso, cada vez más delirante.
Con la última gota de energía solo pudo gritar de tal forma que las voces fueron calladas. El silencio reinó después de eso.
Amara se sintió como si un oscuro invierno hubiera cubierto todo. Una fuerte ráfaga de aire helado golpeó su rostro, la ansiedad de estar perdida en medio de tinieblas invadía sus sentidos y le recordaba lo inquietante que era no recordar la mayor parte de su vida.
Avanzó en búsqueda de cualquier cosa que la ayudara a orientarse en medio de la bruma que la cegaba, hasta que un paso en falso la colocó al borde de un abismo. Ahogó un grito al verse a punto de caer, pero retrocedió justo a tiempo para ponerse a salvo. Era como si el lugar tomara forma con cada segundo. Ahora podía ver que se encontraba en lo alto de un monte, donde el mundo era estrado de sus pies.
Las luces de las ciudades lucían como pequeños insectos luminosos. Desde esa cima era ridículo lo insignificante que se veían las grandes construcciones.
—¿Se ven frágiles desde esta perspectiva, no es así? —Una voz susurró como si estuviera dentro de su mente.
Era inconfundiblemente familiar. Podía reconocerlo, se trataba de Nathaniel Van Avery. Sin embargo, le fue extraño que, cuando se volteó a él, el hombre que adoró como un padre estaba a su lado.
—Nate, ¿qué haces aquí?
Amara estaba consciente de que nada a su alrededor podía ser real. Más aún, había algo sobre la situación que la molestaba.
—Me refiero a los humanos —prosiguió sin prestar atención a las dudas de Amara—. ¿Tú siempre tuviste un lado sensible por los débiles? —Su rostro revelaba que sabía la respuesta.
Nathaniel volteó sobre sus talones y atrajo la atención de Amara. La imagen de un grupo de personas de todas las edades, pertenecientes a otra época, se evocó frente a ellos; estaban amarradas y mal heridas, reunidas en un círculo, mientras el fuego de una hoguera los consumía vivos.
La peste de cabello y uñas quemándose llegaba hasta a ella como si fuera real. Cada grito de dolor estremecía su cuerpo.
—Termina con esto —exigió ella, sintiendo el peso de las muertes que ocurrían frente a sus ojos.
Volteó aterrada en busca de la imagen paterna que hacía un momento la acompañaba, pero se dio cuenta de que había vuelto a estar sola.
—Enfrenta las consecuencias —susurró el viento.
Como un hechizo, un grupo de guerreros se materializó a su alrededor, vestidos con una olvidada armadura tradicional de culturas desconocidas. Bañados en sangre, blandían sus espadas casi como en una escalofriante danza de guerra.
Amara no pudo distinguir sus rostros en ese momento, pero había algo dolorosamente familiar en ellos que la hacía sentir culpable.
En medio del caos, una nueva figura tomó forma, era la de un guerrero hincado ante ella. Por alguna razón que sobrepasaba su entendimiento, recordaba aquellas facciones, y un nombre llegó a su mente... Jin Katsumori.
—Entregaré mi vida —declaró con decisión en su último aliento.
Amara solo tomó atención de sus propias manos, sostenían una espada que atravesaba el corazón del guerrero hasta salir manchada de sangre por su espalda. Fue la armadura que llevaba el hombre lo que más la perturbó, porque era la misma que antes portaba el joven Blazer que acababa de conocer, aunque no fuera su rostro.
Al observar la sangre gotear de sus manos, Amara soltó la espada, incapaz de evitar temblar, mientras el cuerpo de Katsumori caía sin vida a sus pies.
—Esta no soy yo —susurró, ocultando su rostro—. ¡Deja de tratar de meterte en mi mente! —gritó al vacío, con lágrimas que amenazaban en caer—. Nada de esto ha ocurrido en mi vida —agregó en voz alta con la intención de convencerse a sí misma.
—¿Estás segura de eso? —Nathaniel volvió a aparecer a su lado, con un semblante tan serio que la inquietaba más que la oscuridad—. Mira a tu alrededor, Amara... mira la guerra y la muerte que provocaste. Tantas vidas, tantos siglos de existencia, y este es tu legado.
—No, no... yo no provocaba las guerras, Susanoo las iniciaba manipulando a los hombres, yo... yo solo ayudaba a detenerlas, eso es lo que dicen las leyendas de los Kage no senshi.
—Kage no senshi... —repitió por lo bajo, casi apesarado—. ¿No murieron muchos de ellos junto a la destrucción de la escuela? ¿Dónde estabas, Amara? ¿Dónde estaba la diosa que juró protegerlos con su luz? Les fallaste. Tú los mataste con tu olvido. Y no hiciste nada por ellos.
—No... no... tú no eres Nathaniel. —Tapó sus oídos—. Él jamás me diría algo así.
—No, tú necesitas la voz de alguien que te hable con autoridad. Y por eso estoy aquí, Amara. —Cuando terminó de hablar, se había convertido en Mago Universal—. Para recordarte todas las veces en que le fallaste al mundo.
Mago tocó la frente de Amaterasu con su dedo, y solo eso bastó para expulsarla a través de un vacío sin fin. Aquellas tinieblas le provocaban escalofríos, pero mucho más las numerosas imágenes históricas de guerra y muerte, tan reales que parecían tocarla.
Cuando Mago la ayudaba a traer recuerdos de una vida pasada siempre se había cuestionado si esos destellos de imágenes realmente le pertenecían. Justo ahora esas escenas se habían sentido más vívidas que nunca. El sentimiento de que ella había sido causante de ello era lo que más la enloquecía. Una vida difícil, pero segura, era lo que había tenido los últimos veinte años. Ahora, su mente era un caos total.
El sudor que caía por su frente le confirmó que estaba en medio de un taque de pánico, probablemente porque había algo que le decía que lo que había visto solo era la punta del iceberg, mientras la palabra genocidio se repetía una y otra vez dentro de su cabeza.
En medio de tanta muerte, se vio obligada a cerrar sus ojos.
—Amara —llamó una voz agonizante que recordaba muy bien—. Enfrenta las consecuencias.
A pesar de que sabía lo que era, y de que no quería revivirlo, un impulso insano la obligó a abrirlos con brusquedad. Nathaniel estaba frente a ella, como la última vez que lo vio, bañado en sangre y lleno de disparos de armas corvynianas.
La oscuridad alrededor se abría para James como un vórtice. Era tal que casi podía respirarla, pero por ningún motivo permitió que lo profanara. Mucho menos que despertara en él intenciones insanas. Conocía de cerca lo que la oscuridad podía hacerle a seres como él.
Aún así, la sentía pujar en una batalla por entrar dentro de sí, derribar los muros que con tanto trabajo se esforzó en construir, apoderarse de su mente para quebrantarlo, pero, con cada paso que avanzaba, el mal en la mansión se veía obligado a retroceder solo con su presencia.
Miraba con cautela hacia cada rincón, alerta del mínimo indicio de una reacción.
—Tus trucos mentales no funcionarán conmigo, Elizabeth —recordó a la absoluta oscuridad.
—Si algo me han enseñado tantos años de rivalidad, querido, es a conocerte. —Suspiró, irritada. La oscuridad a su alrededor se disipó, permitiendo ver a Lady Morpheus al final de lo que parecía ser un sótano antiguo—. La mente del Hechicero Universal no es un libro abierto al que Nyx puede manipular con sus ilusiones.
Lady Morpheus servía vino de una botella. Cuando la copa llegó a la mitad, la tomó con suma elegancia. A James le inquietaba tan nula hostilidad.
—Algo en lo que estamos de acuerdo —comentó con una ceja arqueada—. ¿Qué es lo que pretendes, Elizabeth?
—¿Esperabas una batalla? —Rio por lo bajo, saboreando el exquisito líquido—. No soy tan ingenua como para desatar la magnitud de nuestras fuerzas en mi propia casa, no otra vez. No pienso destruir lo último que queda de la respetada Corte Morpheus, James.
—¿Qué hicieron con los demás? Y más importante aún, ¡¿dónde está Gia?!
—Gia, Gia, Gia —repitió, casi con náuseas—. Tú y Venatrix no hacen más que preguntar por ella. Incluso te suena casi... paternal, ¿lo sabías?
—Te lo repetiré una última vez, Elizabeth. Y no importa que no estés dispuesta a luchar, porque yo lo estoy. —Sus sellos aparecieron con ímpetu entre sus manos mientras avanzaba al sótano con pasos firmes, pero ella se mantenía inmutable—. Dónde. Está. Gia.
Dirigió un ataque a su rival, pero sus sellos se desvanecieron en lugar de iluminarse por su poder. Mago intentó una segunda vez, el resultado era igual de inútil.
En Lady Morpheus se formó una sonrisa placentera. Con un brazo sobre el otro, meneó sus dedos con suavidad y un brillo escarlata reveló lo que permanecía oculto en los arcos del sótano. Uno tras otro, aparecieron cuatro sellos mágicos grabados en el concreto.
—Y ahí estás, directo en la trampa —dijo, victoriosa. Mago renegó con una mirada cargada de odio—. ¿Qué sucede contigo, James? Al parecer la señorita D'Angelo significa para ti más de lo que creí, tanto... que ya no actúas racional. ¿Qué ocultas, cariño?
—¿Es acaso un sentimiento de debilidad lo que percibo en ti, Elizabeth? —contrapreguntó—. ¿Temes que te venza si conservo mi magia?
—En absoluto —respondió, caminando en círculo alrededor de él—. Solo tomo... precauciones, para asegurarme de que disfrutes de la función hasta el final.
—Ya lo has intentando. Mi mente no es un lugar fácil de entrar.
—Oh, no, no, James. —Rio en falsa ofensa—. Tampoco pretendo quebrantarte con ilusiones, sé que has aprendido a aceptar el pasado.
—¡Entonces qué quieres de mí!
Lady Morpheus hizo un gesto de repulsión.
—Uh... qué carácter. —Caminó hacia él a pasos lentos—. Verás, James, todo este tiempo pensé en cientos de formas en las que podría destruirte... desmembrarte. —Lanzó sus manos a él como si quisiera ahorcarlo, pero se detuvo y las regresó en puño hacia sí, recreando las posibilidades en su mente. Suspiró con placer por ello—. Pero me dije: ¿cómo quebrantas a alguien inquebrantable? Por supuesto, no podía hacerlo con vanas ilusiones ni juegos mentales, no... yo necesitaba herirte donde realmente te doliera. Ver tu rostro en ese momento y alimentarme de las súplicas en tu mirada.
—No sé qué clase de juego enfermizo estás jugando, pero te aseguro que no te funcionará.
—¿Ah, no? —Volvió a sonreír—. Dime, ¿qué es lo único que detiene al todopoderoso Mago Universal de convertirse en alguien como Lord Máximo?
—No vine a jugar al psicólogo contigo. —Dio media vuelta, pero una intensa fuerza escarlata lo detuvo.
La blasfema magia de Morpheus lo comprimió hasta hacerlo gemir. Ella mantuvo su puño cerrado, y por el movimiento de su mano, James fue alzado en el aire y regresó al centro de aquel espeluznante sótano.
—Qué mala educación dar la espalda cuando alguien te habla —dijo entre risas—. Pero, por suerte, yo estoy aquí para recordártelo. Ahora, dime, ¿qué es lo único que detiene a Mago Universal de convertirse en alguien como Lord Máximo? —repitió en tono inocente.
Silencio fue lo único que obtuvo, así que empuñó con mayor fuerza, y James lanzó un sufrido grito de desgarro.
—Humanidad —respondió con dificultad—... lo que nos diferencia es humanidad.
—Excelente respuesta, querido. Y precisamente es esa humanidad tuya la que pretendo usar en tu contra. Al fin y al cabo, ¿qué es de un líder que no se preocupa por el bienestar de su equipo?
La mirada de James se llenó de pánico por primera vez en todo ese abominable momento.
—¡¿Qué hicieron con ellos?! —demandó saber, aún preso de la magia de Morpheus.
—Con gusto te lo enseño.
Tras un movimiento de su mano, cuatro puertas emergieron en la pared y todas se abrieron a la par. La oscuridad, la frialdad y el dolor que doblegaba a los miembros del Escuadrón de Héroes lo recibió como un golpe helado al pecho.
—Jon... —Por una de las puertas reconoció a Blazer, un sable lo atravesaba por el estómago contra la pared. Dakken lo había logrado destrozar físicamente—. Nakai. —Un hedor a muerte lo obligó a voltear, y allí encontró a Renegado a punto de ser devorado por el Wendigo—. Vincent. —Vigilante lloraba en medio de una habitación vacía, con su cabello revolcado y sus manos temblorosas de extrema locura. Se tomaba la cabeza con desespero una y otra vez y luego veía sus manos como si deseara arrancárselas—. Camille... —Venatrix gritaba entre lágrimas, mientras crueles látigos de fuego la azotaban por la espalda.
James sacudió la cabeza.
—No es real —se convenció—. Esto no está pasando. Ellos son fuertes, yo lo sé.
—¿No es real, dices? Te aseguro que es tan real como tú y como yo. —Se le acercó al rostro y lo acarició con sus dedos, primero suave, pero luego causándole daño con el filo de sus largas uñas—. Míranos, reunidos de nuevo en un sótano oscuro mientras te torturo de una forma lo más de placentera. —Rio por lo bajo—. Qué déjà vu el que he tenido.
—Buen intento, pero no funcionará —repitió.
—Oh, qué escéptico resultaste hoy, Jimmy. Quizá te acostumbraste a que esas pobres almas continuamente estén siendo flageladas. No te culpo, ellos se lo buscaron, pero los nuevos... —Negó con el sonido de su boca—. Trajiste a cuatro pobres almas a la peor de sus desgracias. Ahora cómo podrán salir de aquí y continuar con su noble causa heroica, —Se le acercó al oído y susurró—: sabiendo el dolor que les ha causado dejarte entrar en sus vidas. Traes desgracia y sufrimiento a quien te acercas, o si no, pregúntale a Kriger.
Una quinta puerta apareció. A través de ella vio al héroe novato en el suelo, malherido y sumido en la inconsciencia, mientras Darksaber se le acercaba con su espada letalmente envainada.
—Kriger... no —susurró con impotencia.
—Uh. —Cerró la puerta con su magia—. Créeme, no querrás ver eso. Mejor vamos con la alienígena de cabello blanco, Génesis, ¿no?
Los ecos de un combate resonaron. James reconocía la lucha de dos galtheanos, pero Adyin era quien llevaba la desventaja y su opositor ya le había causado más heridas de las que podía soportar. No solo batallaba con un único brazo, sino que múltiples aguas estaban clavadas en ellas.
—Está sufriendo...
Entonces un llanto desconsolado opacó el enfrentamiento. Se giró a dos puertas recién abiertas de donde provenían los sonidos, y encontró en ellas a Binaria y a Amaterasu, solas, perdidas entre la oscuridad.
—June, Amara... —llamó sin obtener respuesta.
—Este es tu legado, James. —Señaló complacida mientras las ocho puertas se abrían por completo—. Es lo que el Padre de Héroes provoca en los salvadores que forja.
—Por favor, por lo que más quieras... déjalos en paz.
Elizabeth saboreó aquellas palabras, le estaba suplicando. Llevó su mano al mentón y se mantuvo pensativa durante unos segundos.
—Está bien, me convenciste. —La magia que lo contenía se desvaneció y Mago Universal cayó al suelo—. Eres libre de irte y rescatar a tus amigos.
—¿Me dejas ir así nada más? Sé que hay algo más detrás de esto.
—Me gusta que me conoces. —Guiñó, y con un movimiento de su mano, una pared se mimetizó para mostrar lo que había en el interior. Recluida en una habitación con símbolos y objetos profanos que James reconocía, vio a Gia arrinconada en la oscuridad, con sus ojos hinchados de tanto llorar.
—Gia... —musitó, acercándose a la pared invisible, solo para encontrarse con que no podía continuar. Lo único que logró hacer fue colocar su mano en el aire, sintiendo el concreto.
—Hace tiempo que dejó de gritar por ayuda, incluso de intentar escapar... ella ya perdió la esperanza y solo le queda sumirse en su miseria.
—¿Qué es lo que quieres?
—¿Yo? La verdadera pregunta aquí es qué es lo que tú quieres. —Lo tomó por los hombros, estremeciéndolo con su tacto—. Tienes solo una oportunidad, James. Salva a tu apreciado Escuadrón... o sálvala a ella. Tú decides. Pero cual sea el que elijas, debes saber que lo pasará con el otro, no será para nada agradable.
La impotencia que sentía Mago Universal en ese momento excedía cantidades insanas.
—Eres una maldita perra.
—Es lo más hermoso que me has dicho en años —dijo con falsa ternura, y luego rio por lo bajo—. Así que dime, James. ¿A quién eliges salvar? ¿Al Escuadrón para vivir otro día... o a la señorita D'Angelo para salvarla de una vez por todas de esta traumatizante experiencia? Pero hazlo rápido, antes de que reconsidere mi oferta.
Mago cerró sus ojos y en sus adentros se odió por tener que elegir. Había tomado una decisión.
—Al Escuadrón... elijo al Escuadrón.
—Eso pensé.
La pared volvió a su normalidad y Gia desapareció de su vista. Lo único que podía rogar, era que su decisión no lo hubiera hecho perderla para siempre.
—Elige la puerta que quieras, de todas formas, todos los caminos llevarán a Roma. —Soltó una risa—. Roma... ¿no fue eso divertido? —James solo la vio con más odio de lo que ya lo hacía—. Oh, y olvidé decirte, aumenté el alcance de las runas a toda la mansión, así que puedes intentar salvar a tus amigos, pero dudo que logres atravesar a mi Sociedad Oscura sin tu magia. Buena suerte, James. Sé que nos veremos de nuevo. Y recuerda, que cuando tuviste la oportunidad de salvarla, preferiste a otros por encima de ella, a unos otros a quienes también tú arrastraste esta desgracia, ese es tu destino.
Lady Morpheus desapareció en medio de una placentera risa prolongada, envuelta por un resplandor escarlata.
James empuñó su mano, parado frente a las ocho puertas. De nuevo, de la decisión que tomara dependería todo el Escuadrón, debía hacerlo con precisión.
Sin embargo, sabía que Lady Morpheus no era de fiar y su parecer era tan volátil como su carácter. Como prueba de ello, una de las puertas se cerró y perdió la oportunidad de llegar a Génesis. Otra más, y Binaria también quedó descartada.
—Maldición —musitó.
Mago se vio obligado a elegir de inmediato. Rogaba que no fuera una trampa, y por fortuna no lo fue. Llegó al otro lado sano y salvo. Por sorpresa, Lady Morpheus había cumplido. Pero intentó usar su magia, y por infortunio, Lady Morpheus había cumplido.
James se abrió camino en la oscuridad de la habitación hacia un punto luminoso que contrastaba con las tinieblas.
—Amara, ¿estás bien? —preguntó, acurrucándose junto a ella.
Llanto amargo fue su respuesta.
—Yo... fallé. Le fallé al mundo.
—Amara, ¿de qué estás hablando?
—Tú lo dijiste... tú me hiciste recordarlo... yo... soy la culpable.
—Te están controlando, entraron a tu mente. Lo que sea que hayas escuchado de mí, no era real. No era yo, Amara.
—Ya no importa si es real o no... yo fallé.
—No, Amara. Tú jamás nos has fallado, has sido una diosa guerrera que hasta lo último de tus fuerzas has intentado ayudar a la humanidad. —La tomó de las manos y la miró directo a los ojos—. Ahora La Oscuridad intenta imponerse, pero tú eres luz. Naciste para recordarle que mientras Amaterasu esté en su uso de su razón, jamás le permitirás vencer en esta guerra. Y ahora, cuando más te necesitamos, es preciso que recuerdes, Amara. Tú. Eres. Luz.
—Yo soy Amaterasu —susurró.
—No te escucho.
—Yo soy Amaterasu, diosa de la luz —dijo, esa vez más fuerte.
—¿Quién?
—Soy Amaterasu, la diosa legendaria de la luz —exclamó, colocándose de pie. Un brillo dorado comenzaba a correr por sus brazos—. Y mientras aún respire, La Oscuridad no se impondrá sobre nosotros.
Con sus ojos apoderándose de un luminoso resplandor solar, de lo profundo de su ser invocó una energía dormida que fue demasiado difícil de soportar para Mago Universal. Amaterasu brillaba con la intensidad de una estrella, y alzándose en el aire, su energía dio forma a un gigantesco dragón de luz que desintegró hasta el último rincón de la infinita oscuridad en la mansión.
Solo así Madame Nyx y su implacable penumbra fueron obligados a retroceder.
Libres del embrujo, el poder de la diosa cubrió a los héroes caídos como un manto misericordioso y los envolvió en su benevolencia. Y así, Amaterasu venció la hora más oscura de los héroes, aunque, en lo profundo, era consciente de lo que aquel momento provocó en ellos dejaría heridas difícil de sanar. Había sido una tortuosa misa negra.
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