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Había una vez, un cuadro que se encontraba en una mesa, que a su vez se encontraba en una sala de estar.

Había cuatro personas sentadas en sillas de madera pintadas de negro en la habitación esperando ser atendidas. Una joven, un niño pequeño, un hombre de negocios, y un señor mayor.

Es entonces cuando el cuadro cae al suelo, rompiendo el vidrio en pedazos, dejando salir la imagen de un paisaje que allí se encontraba. Pero nadie fue a levantar el cuadro. Se supone que alguno debería ir a levantar el cuadro del suelo para que nadie tropiece o se lastime.

Pero nadie lo hace.

El hombre allí sentado piensa en que no debería ser el quién levante el cuadro, por qué lleva esperando que su silla se libere por mucho tiempo, y no se quiere volver a parar.

La joven que allí estaba, piensa en que no debería ser ella quién levante ese cuadro, ya que viene de una fiesta, y está algo cansada.

El niño, que está allí sentado, cree que no debería ser que él vaya a levantar el cuadro, que se encontraba tieso en el suelo, por el hecho de que no quiere ensuciar su ropa al agacharse, puesto que su madre se la había comprado el día de ayer.

Todos creen que tienen mucho más derecho que el otro. Cada uno de ellos piensa en que no deben ser ellos quienes levanten el cuadro, por una cosa o por la otra, nadie en esa sala se cree digno de levantar ese cuadro.

Pero entonces, el viejo señor, que había venido desde otra ciudad para ser atendido y había caminado por horas bajo el sol para ser atendido, se levantó de su asiento, agarro su bastón, y camino hacia el cuadro, que yacía roto en el suelo, y se dispuso a juntar el marco y los trozos de vidrio.

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