𝖢𝖺𝗉𝗂́𝗍𝗎𝗅𝗈 𝟦
Mary tenía razón, y tengo que decir que nunca fui más astuta hasta ese momente en el que me negué a apostar contra ella.
Aunque no tenemos un solo libro de Martha L. Capell... ¡Tenemos diez! Todos hablan sobre psiquiatría, la crianza de los niños desde la gestación hasta la adultez, los problemas sobre la dependencia hacia la familia, amigos y noviazgos, problemas sobre estar solo y mucha más examinación personal.
Me pregunto si Fran ha paseado por este pasillo y si vio los libros de su madre. En su lugar, evitaría a toda costa esta área. Algunos también hablan sobre la sexualidad y... sus asuntos. No me sorprendería que hubiese usado a sus hijos como referencia.
Igual no. Igual era una estupenda madre.
Regreso sobre mis pasos y me pongo a acomodar los postres dentro de los escaparates, todo cerrado para evitar las moscas u otros animales. Detesto dar una rebanada de la magnífica tarta de la abuela Lula cuando sé que una mosca se le ha parado encima. Soy algo delicada, lo sé. Me avergüenzo cada día de mi vida (sarcasmo, ¿de acuerdo?). Pero después de que a Leo se le metió una cucaracha, no podemos cometer el mismo error.
Coloco el pie de limón y, al enderezarme, vislumbro a lo lejos a Fran entrar y sentarse en la mesa junto a la ventana azul. Detrás de mí me llega un suspiro romanticón por parte de Tania y el bufido irritable de Nico.
—¿Qué le pasa a Tania? ¿Por qué trae esos ojos de venado? —me pregunta Leo en voz baja. Sabe bien que, si lo escucha, el venado mostrará sus cornamentas y embestirá.
Señalo a Fran y Leo suelta un «Oh» alargado.
—Ana, ve a atenderlo —me indica Tania mientras intenta arreglarse un mechón rebelde que se rehúsa a acomodarse detrás de su oreja—. Ojalá pudiera ir yo. Anda, vamos. Y si te pregunta, dale mi número y dirección.
—Porque para nada es peligroso darle tus datos a un completo extraño. —Nico se da la vuelta sin dejar de sacudir la cabeza—. Chicas.
—Es lo que te digo, Nic. Nadie las entiende. —Leo se cuelga al hombro el trapo con el que limpiaba y sigue a Nico.
—Vamos, vamos. —Tania me apresura y yo por poco tropiezo con mis propios pies.
Fran tiene el portátil en la misma página web morada y la mesa llena de libretas con apuntes. Alcanzo a ver listas de nombres con sus respetivos significados en diferentes partes del mundo. Entre el reguero de libretas hay un libro de historia inglesa.
—Buen día, no has faltado —lo saludo—. ¿Qué te sirvo?
—¿Hoy si estás de turno? —Me dedica una mirada fugaz antes de volver a sus asuntos—. Lo mismo: un chocolate y una rebanada de pie de limón, por favor y gracias.
Lo apunto lo más rápido que puedo. Me giro y estoy a punto de andar, cuando la voz del chico me detiene.
—Por cierto, ¿crees poder avisarle a Silver que no podré ir a ver las propuestas de tatuaje, por favor? Perdí su número y no encuentro su tienda en Instagram.
—Es «@silvermania.te.tatua» en todos lados. Pero claro, yo le aviso.
Me da las gracias y camino hacía una Tania interrogativa que toma mi turno de servirle la comida a su nuevo interés amoroso. La observo tontear con él, aunque Fran parece demasiado ensimismado. Ella le echa todo su cargamento de coqueteo encima y él no responde. Cuando regresa, parece que le sale humo de las fosas nasales.
—Qué chico más afilado —murmura, con la barbilla apoyada en la palma de su mano—. Con lo bonito que es mirarme y él prefiere quedarse ciego.
Sonrío. Ay, esta chica. Fran no es el único ensimismado.
—Déjalo, Tania. —Limpio el mostrador que Leo dejó peor de lo que estaba.
—Vi que escribía. —Da unos aplausos sin que las palmas choquen para no llamar la atención—. ¿Crees que sea como tú? ¿Será que tiene un libro publicado? Espero que sí. ¿Te imaginas que sea romántico?
—¿Y si es su tesis? —Enarco una ceja.
Tania hace una mueca con la boca.
—¿Qué es esto? ¿Un mal documental sobre tesis?
—Interesante que lo menciones en un lugar lleno de libros escolares. —Le doy un ligero golpe con el trapo; ella me lanza una advertencia con la mirada.
—Le dije a mi abuela que sería bueno poner una pantalla y contratar Netflix o HBO, así más gente vendría.
—Ajá, a ver tele gratis, y a ver cómo pagamos cada mes sin generar ganancias.
Ella se encoje de hombros. Se toma su turno para merendar y me deja sola con unas siete personas que debo atender. Por suerte, Nico viene a mi rescate, porque otras cinco entran para llevarse unos bocadillos y uno que otro libro y café... Mucho café.
—¿Será que sí le gusta ese chico? —me pregunta Nico cuando el último cliente se aleja. Fran sigue sentado frente al portátil y las libretas desperdigadas. Durante este tiempo, Leo le ha llevado otras tres tazas de chocolate y dos rebanadas de pie de limón. Un adicto con toda la palabra.
—A Tania le gusta cualquiera que sea lindo.
—¡Yo soy lindo! —me increpa. Su cara de indignación me hace gracia—. Nunca se ha fijado en mí.
Pongo los ojos en blanco. Son tal para cual con Tania.
—Pues pregúntale a ella. No sé.
—¿A ti también te gusta ese chico?
Le echo un vistazo al mencionado. Su cabeza castaña se mueve con lentitud mientras pega la vista en la pantalla azul. Tania tiene razón, se quedará ciego.
—No. Oye, deben tranquilizarse, ¿bien? —Alzo la palma de mi mano hacía su cara para detener su réplica—. No veo normal que crean que te puede gustar alguien a quien has visto como tres veces y que has compartido más palabras con el loquito del centro.
—Pues díselo a Tania.
—Nico, si tanto te gusta Tania, invítala a salir y déjame en paz.
Las últimas dos palabras se quedan suspendidas en el aire, sin siquiera tener la oportunidad de ser escuchadas.
—Tendrías que ayudarme para poder invitarla. No es cosa fácil.
—¿Sabes? Mejor me voy a ayudar a Lu. —Me escabullo lo más rápido posible de él.
No voy con Lu. En su lugar, me escondo en la estantería donde están al menos diez libros escritos por, al parecer, la madre de Fran. Me cuesta creer que este chico llega de la nada, pero parece que siempre estuvo... aquí. Su madre en nuestra estantería, él siendo compañero de Mary y su hermano tatuándose donde Silver. Y si Nico no se da prisa, hasta podría ser nuestro nuevo jefe dentro de unos años, cuando se case con Tania y heredere Libellus.
Mi celular suena. Me hago a un lado y lo reviso.
Entre las notificaciones está Ibeth, rogándome que le lleve una ensalada por completo vegana. Más abajo se encuentra «@Campbell.writer». Campbell se convirtió en un fiel lector de uno de mis libros de fantasía, y llevamos hablando por Instagram desde hace dos años. Aunque todavía no me atrevo a checar su perfil ni nada parecido (por lo que no sé quién es con exactitud, ni nada de su vida o lo que hace), le guardo cariño con cada comentario que deja y las teorías locas y conspiranoicas que se inventa.
Reviso la hora. Mi turno está por terminar y me hoy me toca hacer las compras de la casa. Dejo caer los hombros. Me canso de solo imaginar lo que tengo que cargar. Guardo el móvil y me dispongo a hacer lo mismo con mis cosas.
—Hey —me dice Fran cuando paso a su lado, con esa voz que le devuelve el color a los días grises. Bueno, quizá exagero un poco—, ¿me podrías traer la cuenta, por favor?
Se le ve agotado mientras paga todo lo que consumió (que para nada es poco). La curiosidad me traiciona cuando una de sus libretas muestra su nombre seguido de «Cape...». Quiero saber si de verdad Martha es su madre. Quizá Mary está equivocada o me haya gastado una broma.
—Fran, ¿cierto? —Juego con mis manos, sin saber dónde meterlas.
—Así es, ese soy yo. Fran, a sus órdenes. —Hace el típico saludo militar, con los labios hechos una línea bien recta—. ¿En qué te puedo ayudar?
Me toca retroceder unos cuantos pasos y levantar el mentón para verlo a los ojos, aunque de inmediato me acobardo y bajo la mirada.
—Bueno, me preguntaba... si tu madre es Martha L... —No termino la frase al verme impedida por una enorme mano que podría asfixiarme en segundos. Retrocedo todavía más alarmada.
—Lo siento, no quería asustarte. —Se aleja y pone las manos en alto para dejar en claro su punto—. No me gusta... que la gente sepa quiénes son mis padres. —Muestra una sonrisa apenada que se deshace antes de que siquiera termine de formarse—. Ya sabes, ¿no? Prefiero que pasen del tema.
—Así que... ¿sí es? —pregunto en una vocecilla, sin pararme a pensar demasiado en el asunto.
Fran asiente.
—No cuentes mi historia. ¿Me lo prometes?
Le hago un gesto afirmativo con la cabeza, más avergonzada que él, y el sudor me resbala a mares.
—¿Cómo lo supiste? —pregunta una vez los nervios se le calman. Los míos, en cambio, estallan.
—Mary. Era una apuesta. Perdí.
—Es una pena que hayas perdido. —En su rostro reaparece la otra sonrisa, esa que no oculta nada y lo hace lucir como «el buen vecino»—. No puedo creer que Mary sea tan habladora. Le había pedido que no dijera nada.
—Nunca confíes en una Mary llena de palomitas y enojada con un programa que involucra famosos y cuánto saben de su propio país. —Me muerdo el labio inferior y creo que me hice sangrar—. Lamento este... inconveniente. Espero que sigas viniendo y te conviertas en un cliente habitual.
Él se ajusta su mochila al hombro y se gira para mirarme.
—No te preocupes, me convertiré en ese cliente habitual con derecho a la clave del internet, que pide un chocolate (porque es en extremo adicto al dulce) y una rebanada de pie de limón. No te desharás de mí tan fácil. —Me da un ligero empujoncito amistoso.
Me saca apenas una mueca semejante a una sonrisa, y se marcha.
—¡Te juro que, si no lo das, te arrancaré el cabello desde el cuero cabelludo!
—¡Basta! —grito a la par que Sebas me lanza una almohada.
—¡Pues cántala bien, Bell! ¡Da el maldito barítono!
—¡Yo no soy cantante! —Hago una mueca que sa paso a un berrinche, lo que provoca otro almohadazo en medio de mi cara—. Ni siquiera sé qué demonios es un barítono.
—¡Ahí! Ya comienza. ¡Da la nota!
Canto lo mejor que puedo. Doy todo de mí, en serio. Sin embargo, aunque lo intento con todas mis ganas, no es suficiente para Sebas. Toma el otro micrófono y terminamos en un dueto bastante desincronizado. Está claro que mi voz desafina al lado de la suya, y para nada hacen una buena combinación. Me doy por vencida. Arrojo el micrófono y me tumbo sobre el sillón. Mejor me dedico a verlo acaparar el escenario imaginario en nuestra sala.
Debí saber que Sebas se quedaría con el estelar para sí solo... Otra vez. Al menos tiene buena voz y una buena pronunciación en inglés. Y en cuanto mi amigo, que para nada es un acaparador, termina la canción, Mary aparece para pedirnos ayuda en la cocina.
—Ana, no dejes que se quede con el karaoke. Es un fastidio.
—Me tienen envidia —grita Sebas desde la sala, listo para poner otra canción.
Me escabullo detrás de Mary y voy directo a la bolsa donde están las empanadas. Las adoro. Agarro una y me la llevo directo a la boca antes de que me la quiten. A Mary solo le da tiempo de lanzarme su mirada de «hazlo de nuevo y te corto la mano».
—¿Y qué tal? —me pregunta mientras acomoda la comida en la despensa—. ¿Sí era Martha L. Capell? —Enarca una ceja, segura de la respuesta. Cuando me asiento, hace un gesto de suficiencia—. Sabía que tendrían sus libros. A nosotros nos tocó leer uno sobre el sexo y...
—Sí, en definitiva, no quiero saber —la interrumpo. Suficiente tengo con los títulos que leí. En realidad, entiendo por qué Fran prefiere ocultar quiénes son sus padres—. Me dio curiosidad y le pregunté —digo en voz baja, a lo que Mary abre los ojos—. Parece que no le gusta hablar del tema.
—Claro que no, se avergüenza. Y su madre se avergüenza de él. Es una competencia bastante reñida.
Frunzo el ceño.
—¿Cuál es el porqué de los dos?
Mary se encoge de hombros, aunque sé bien que sabe la respuesta y la dirá.
—Martha utiliza sus experiencias personales para escribir sus libros. Y, cuando digo «experiencias personales», me refiero a las de su familia, no tanto suyas.
Como supuse. Esperaba equivocarme, en realidad.
—¿Fran? ¿Cómo avergüenza él a su madre? —Muerdo una de mis uñas, no entiendo cómo alguien se avergonzaría de Fran. Bueno, lo de la madre ya lo había deducido. Pero ¿Fran?
—Según ella, él desperdicia su potencial... —Se detiene al darse cuenta de que es una situación algo similar a la que comparto con mi progenitora y yo—. No es... tan grave —añade rápido al notar la incomodidad que trata de inundarme—. Creo que se quieren. Pero ya sabes, cada quien su cuento.
Agradezco que, antes de ponerme a pensar, los gritos de Seb, que suelta todo un repertorio de sacramentos, nos interrumpan. Si continúa con esas reglas que se ha impuesto él mismo, nunca llegará a ganar ningún torneo o campeonato o lo que sea que involucre el karaoke.
Decido mejor que las palabras de Mary se disuelvan en el aire. Tampoco quiero que piense que me importa. No debería importarme.
—¿Te gusta?
Me volveré la personificación de la irritación como sigan con esa estúpida pregunta. ¡Qué demonios! ¿Por qué todos se empeñan en enfocarse en lo mismo? ¡No he hablado con el chico siquiera! Me entero de su vida por la boca fácil de Mary.
—¡No! A Tania, por otro lado, sí.
—¿Por qué gritas? —quiere saber Sebas mientras entra a la cocina a atacar el refrigerador. Se agarra una cerveza sin alcohol y un sándwich.
—Porque no le gusta Fran —responde Mary. No me gusta ni un pelo esa sonrisa insinuante que me dedica—. Pero a Tania, sí.
—¿Te gusta Tania? —Seb me mira con el ceño fruncido y yo dejo caer la cabeza hacia atrás, derrotada.
—¡Cabezotas! —Mary le da un golpe en la nuca que le hace derramar la cerveza—. Me refiero que a Tania le gusta Fran.
—¿Y quién es Fran? Y, caso, ¿debería importarme? —Se quita la camisa manchada de cerveza y se la arroja a Mary, después se echa a correr por su vida.
—¡Eres un cerdo!
—Oinc. Oinc —replica desde la seguridad de su habitación.
Sonrío. Estos son los chicos con los que vivo.
Y los que faltan...
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