7. La Ouija
Dos jóvenes llegaron a la enorme casa luego de una rutina de ejercicios. Uno de ellos, de nombre Dean Richard, se acercó a su abuelo, quien se hallaba en una silla de ruedas, viendo la tele en la estancia principal.
—¡Abuelo! —dijo, dándole un beso en la mejilla.
Dean era un joven atlético, alto, y de cabello rizado.
Estaba en compañía de su novia: Agathe Durand. Ella era una joven afroamericana de 20 años. Tenía una larga cabellera negra, y ojos pardos.
—Te traje algo de comer, abuelo —dijo Dean, mostrándole una bolsa con muchas frutas.
Él amaba a su abuelo. Mientras su padre realizaba un viaje negocios, cuidaba de su salud. Lo consentía enormemente.
Ambos se dirigieron a la cocina. Agathe se apoyó de espaldas en un mesón, y comenzó a acariciar el brazo de su novio.
—Hoy podemos tener una noche interesante —dijo Agathe.
—Agathe; no tengo ánimos... Aún mantengo el duelo.
—Todavía no superas lo de tu madre, Dean.
—Solo ha pasado un mes desde su muerte.
—Y desde entonces no tenemos sexo.
—Te prometo que lo intentaré hoy.
—¿En serio? —preguntó Agathe en un tono alegre.
—Sí, amor —dijo Dean, tomándola del rostro—. Espérame en la habitación. Tengo que arreglar algunas cosas aquí en la cocina.
—No tardes... —dijo Agathe, saliendo de la cocina.
Dean caminó hacia el refrigerador. Ahí se encontraba una foto de él con su madre. Ella había muerto en un accidente automovilístico.
—Te extraño tanto, mamá. Quisiera tener el poder de regresar el tiempo.
Él se perdió por unos segundos en sus recuerdos.
De pronto, se alejó del refrigerador y se asomó a la estancia. Quería asegurarse de que su novia había subido a la alcoba. Solo se hallaba su abuelo mirando la tele.
Luego, abrió una de las alacenas, y extrajo un antiguo tablero de la Ouija.
—Hoy tengo que hablar contigo... —dijo, mientras pasaba los dedos sobre cada una de las letras del tablero.
Él había adquirido el tablero de manos de un vendedor de antigüedades. Era el único que quedaba en todo París. Pagó una suma elevada de dinero para obtenerlo.
Dean estaba consciente de lo que había sucedido con el famoso juego de El Escondido; pero a pesar de eso, pensó que no pasaría nada fuera de lo normal. Después de todo, solo necesitaba comunicarse con su madre.
Colocó el tablero en el mesón de la cocina, sacó una vela negra que ocultaba adentro de una caja de cereal, la encendió, y luego tomó la biblia de su madre de una repisa de madera.
Así comenzó su juego en solitario con la Ouija. Él tenía esperanzas de comunicarse con ella. Pese a que sabía que se necesitaba de dos personas para propiciar el juego, decidió intentarlo.
De pronto, pasó algo sorprendente. El triángulo comenzó a moverse por sí solo sobre el antiguo tablero. Inmediatamente, empezó a ubicarse en algunas letras, hasta crear una frase.
Dean. Tu madre te ama
Dean estaba emocionado. No pudo contener las lágrimas.
—Mamá; ¿eres tú?
Sí, Dean
—¿Dónde te encuentras, madre?
En el infierno
—¿Qué? Eso no puede ser posible.
Lo es, Dean. Y tú me acompañarás muy pronto.
—¿Por qué me dices eso?
Luego, todas las luces se apagaron.
Dean
—¿Sí?
El triángulo comenzó a moverse descontroladamente. Segundos después se detuvo, y formó otra frase.
Solo uno saldrá de aquí con vida
—¿Qué?
Las luces se encendieron nuevamente, y un enorme coágulo de sangre se formó en la pared contigua al refrigerador.
—¿Pero qué demonios es eso?
Momentos después, se transformó en el número 50.
—Esto no puede estar pasando —dijo Dean.
Luego, los números comenzaron a cambiar. Así empezó la cuenta regresiva.
—El tiempo corre, Dean... —expresó una grotesca voz.
Dean corrió a su alcoba, entró, y cerró la puerta con miedo. Agathe lo veía desde la cama. Tenía puesto un camisón de seda, con el propósito de incitar a su novio.
—Te estaba esperando.
Agathe; está sucediendo algo muy extraño.
—¿De qué hablas?
—Creo que hice algo indebido.
Ella se levantó de la cama y envolvió su cuello con los abrazos.
—Estás nervioso, Dean. Es todo. Pero yo me encargaré de eso. Esta noche es nuestra.
Dean se apartó.
—¡No entiendes! He hecho algo muy malo.
—Dean; si esta es tu excusa para no tener relaciones conmigo, entonces no debo estar aquí.
Ella tomó su ropa de un pequeño sofá a la diestra de la cama, y se dispuso a irse. Pero antes de abrir la puerta, todo se oscureció.
—¡Agathe! ¿Dónde estás? Por favor, mantente a mi lado.
Ella no respondía.
—¿Agathe...?
De pronto, las luces se encendieron nuevamente, y Agathe se hallaba colgada del techo, con su cuello quebrado a la mitad.
—¡OH, POR DIOS! AGATHEEEE.
Dean salió de la alcoba, y en el corredor que colindaba con la escalera, se hallaba el demonio de Alexandre Bernard.
—El tiempo corre, Dean.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Maldición!
Así, se dirigió hacia el lugar donde se hallaba su abuelo; tomó la silla de ruedas, y la llevó a la puerta.
—Tenemos que irnos de aquí, abuelo.
En cuanto la abrió, solo se encontró con una pared detrás de esta.
—Esto no puede estar pasando.
Las ventanas habían desaparecido. No tenía escapatoria.
El conteo finalmente terminó. De pronto, algo extraño sucedió. Apareció alguien con la apariencia de Roel Morandé. Portaba un arma de fuego en su mano izquierda, mientras en su diestra, mantenía empuñado un cuchillo.
Dean intentó correr; pero el sujeto lo tomó de su camisa y lo atrajo hacia él.
—Tu tiempo terminó.
—No me hagas nada, por favor. Tengo dinero. Puedo darte lo que me pidas.
—Jajaja. Eso no me interesa. Tu alma es mi recompensa.
De esta manera lo degolló sin decir una palabra más. Luego, lo arrojó al suelo y caminó hacia el anciano.
—¡Felicidades...! Eres el ganador.
Él se dirigió hacia una cámara de seguridad que se hallaba en un costado de la estancia, sonrió, y le propinó un disparo certero.
Finalmente el demonio regresó. Ahora parecía que había tomado más fuerza. Podía cambiar su forma, y estaba decidido a cumplir con los planes que le fueron arrebatados.
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